Saludos, caminantes.
Hace un par de semanas os hablaba de la influencia de la música y de mis "musas musicales". El relato que hoy os ofrezco está íntimamente ligado a esa influencia, tanto que está basado en una canción que me encanta. Al final del relato os dejo la información acerca de la mencionada canción, un vídeo y un enlace para saber más.
Espero que os guste. Y recordad, comentad sin reparos.
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TODOS LOS CAMINOS LLEVAN AL HOGAR
Javier Pellicer
Era 23 de junio.
La fatiga en los huesos, la soledad en los ojos. La ciudad, despiadada, había sometido su espíritu, en otros tiempos tan alegre. Durante los días se arrastraba como alma en pena a la sombra de los altos gigantes de cemento; el ensordecedor caos del tráfico atragantaba sus sentidos; la vorágine mundana lo había convertido en una decadente versión de sí mismo. De noche, la añoranza lo devoraba, la pesadumbre le roía el corazón.
Aquel día tan especial, vencido en cuerpo y alma, se acostó en la cama con una copa de whiskey —con «e»— importado en la diestra, y un álbum de fotos en la otra. Y mientras el alcohol embotaba sus sentidos, y las lágrimas agotaban sus fuerzas, su mente se liberó de las ataduras del dolor.
La visión lo llevó a pasear lejos, muy lejos, tan lejos. Libre de las implacables garras del asfixiante mundo, la distancia perdió todo significado; la tierra dio paso al mar en el tiempo en que dos fugaces pensamientos se suceden, millas y millas quedaron atrás por la fuerza de su anhelo. Y más allá del ya no tan inmenso océano, apareció una isla.
El hogar, de nuevo.
Ligero, se dejó atrapar por el suave y húmedo viento, como el polen que escapa de la flor. La brisa lo llevó amorosamente al lugar al cual su alma se hallaba gustosamente encadenada. Con la delicadeza de una hoja caída de la rama, se posó sobre la cruz cercana a la colina de Spancil.
Era 23 de junio, y en aquel día tan especial había vuelto a la tierra donde nació. La colina era un manto de violetas y verde hierba; el tenue cantar de los estorninos era dulzura y gozo hecho sinfonía; el cielo, cubierto, anunciaba una sutil lluvia, un fino aguacero que portaría brillo y vida a las praderas. El placer lo inundó al saborear el aroma de la tierra y la hierba.
Pero su deseo no había sido satisfecho, no todavía, no del todo. Salvó la milla que separaba la colina de la parroquia de Cluney y allí encontró todo cuanto había deseado.
Era 23 de junio, un día especial, la víspera de la Feria. Los Hijos de Éire se habían reunido en la parroquia como todos los años, y como todos los años charlaban y reían alegremente; y bailaban y bebían entre abrazos. Era un día de fiesta, un día de reencuentros. Muchos de los que partieron habían vuelto, ya fuera en cuerpo o en alma. Unos y otros lloraban. Eran lágrimas de alegría.
Observó a los amigos que se habían quedado, aquellos que, como él, un día fueron jóvenes, intrépidos y alocados. Sus cabellos, antaño oscuros, dorados o escarlata, se habían teñido con el gris de la ceniza, el gris de los años. Sus manos ya no eran tersas, sino que habían quedado deslucidas por el duro trabajo de la tierra. El sastre Quigley era ahora un anciano achacoso. Su mirada, sin embargo, seguía siendo tan chispeante como la recordaba. A todos los había añorado.
Y entre tantos y tantos, estaba ella. Demasiados años habían pasado, pero seguía tan bella como el día en que se despidieron junto a la cruz. Su larga melena, adornada con perfumados lirios, en otro tiempo una cascada de brillante oscuro, había encanecido. Y sin embargo, aún era sedosa y caía calma; su rostro ya no era un tapiz de terciopelo, pero los rasgos no habían perdido la delicadeza propia de su hermosura; la silueta que dibujaba su cuerpo seguía siendo atractiva, grácil y atrayente; del mismo modo, sus ojos, del tono de la miel, aún conservaban aquella calidez que había evocado noche tras noche. La envidia entre las flores más lindas, gentil como el vuelo de una paloma.
Mary, la hija del granjero, la más hermosa de Spancil Hill.
Y se abrazaron. Mientras se besaban, ella le dijo: «Aún te amo, jamás dejaré de amarte». Y lloraron, y se escaparon de la fiesta tomados de la mano, riendo como niños despreocupados. Se escondieron en el granero, y allí volvieron a amarse como la primera vez. Se entregaron el uno al otro con el ardor de los años alejados. Y luego yacieron enlazados, esposos en espíritu, a la espera de que el sueño llegara y los envolviera.
Pero él no quería cerrar los ojos, porque sabía que la visión desaparecería, y volvería a la soledad de un mundo cruel y de una ciudad fría e indiferente a sus deseos; y la perdería otra vez. Lo que había sido tan real se le antojaría un simple sueño al despertar.
Pero no podía luchar y vencer. Sus párpados se convirtieron poco a poco en pesadas velas que no podía gobernar. La miró un último instante, un ángel celestial tan hermoso que dolía saber que jamás volvería a verla.
Un último beso, antes de marchar.
Una última lágrima.
Un último «te amo».
Cuando abrió los ojos, estaba de nuevo en la cama de aquella habitación que jamás había sentido como suya, en aquel apartamento que nunca había sido su casa. El whiskey había empapado las sábanas; el álbum de fotos, abierto por la página que mostraba a una joven muchacha de cabellos negros, había caído al suelo. Lloró sin comprender el motivo, con la vaga conciencia de que había soñado algo maravilloso que jamás recordaría.
Y entonces advirtió que sujetaba algo en su mano cerrada. Al abrirla, una fragancia invadió sus pulmones. El aroma del hogar, el aroma del amor.
El perfume de un lirio engarzado en grises mechones.

Spancil Hill, hoy en día.
Nota del autor:
El relato está basado en una canción clásica del folclore irlandés. Spancil Hill es un paraje real, enclavado entre Ennis y Tulla, en el condado de Clare. Antiguamente su nombre era Cnoc Fuar Choile (La colina de la madera fría). El autor de la canción, Michael Considine, nació en 1850 y emigró a Estados Unidos alrededor del 1870. Enfermó de gravedad. Sabiendo que no le quedaba mucho de vida, escribió un poema en recuerdo de su patria y de su amor de juventud, Mary MacNamara. Envió el poema a su sobrino John, que vivía en Irlanda. Michael murió algún tiempo después. Según se cuenta, Mary MacNamara jamás contrajo matrimonio.
Más datos sobre la historia de esta canción (en inglés):
http://www.geocities.com/lorettapage/irish/span2.html
Y aquí os dejo la magnífica versión de la canción realizada por The Corrs: