Esta semana he concluído la lectura del primer libro de la antología Universo Mágico (del que ya han salido sus tres primeros volúmenes, y pronto serán cuatro), de mi buen colega Víctor Morata, y que ya reseñé hace un par de semanas. Hoy os cuento qué tal me ha parecido.
En primer lugar es más que recomendable para los apasionados a la mitología, a los seres sobrenaturales. En treinta y un relatos Víctor nos da una visión distinta y maravillosa de cada una de las criaturas sobrenaturales relacionadas con el elemento tierra. Se trata de relatos tremendamente originales, e imaginativos, y tan agradables de leer que os devoraréis los relatos a puñados. El buen hacer de Víctor está más que contrastado en estos trabajos.
¿Mis relatos preferidos del libro? Difícil respuesta, pues todos contienen una alta calidad que me hace envidiar al autor. De todos modos, en el podio estarían sin duda "Crimen orcanizado" (buen juego de palabras, Víctor), "Las Alas de la Justicia sobrevuelan la ciudad" y, como no, mi preferida, "Adiós amigo árbol", que con el beneplácito del autor os posteo a continuación para que podáis contrastar la calidad del libro.
Pues eso, que no dudéis en comprar o descargar "Tierra", de Víctor Morata (enlace en la columna de la derecha). Os aseguro que no tiene que envidiar nada a otras antologías de escritores profesionales.
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ADIÓS AMIGO ÁRBOL, Víctor Morata Cortado
Abrazado a uno de sus amigos de la naturaleza, el
elfo perteneciente a aquellos denominados de la luz,
lamentaba la despedida inminente. Hacía muchos años que la
paz de la Tierra se había visto alterada por la incursión de
los humanos en lo que ellos denominaban avances
tecnológicos. Avances que no hacían sino ir en perjuicio de
la propia madre de todos los bienes naturales. El árbol al
que se encontraba aferrado era uno de los más antiguos de
aquel bosque del norte de Europa. Los humanos no
entendían el lenguaje que éstos hablaban, casi en susurros,
a veces confundido con el leve movimiento de las hojas.
Pero los elfos, con su ancestral afinidad a estos seres, eran
capaces de oírlos a leguas de distancia. Muchos de ellos
incluso los sentían en su llanto, en su tristeza. Lejos de ser
parecidos a los drows, los elfos oscuros que mediaban entre
los mundos de vida y muerte, los elfos de la luz eran seres
de espléndida belleza. Una figura estilizada, cabellos
dorados, nívea piel y orejas puntiagudas eran los rasgos más
significativos de esta raza a la que algunos denominaban los
antiguos. Eran ampliamente conocidos por toda la vasta
cúpula terrestre y en cada lugar se les atribuían diferentes
nombres. No obstante, todos coincidían en destacar su
hermosura. Seres elementales, buenos vecinos, gente
desmemoriada o simplemente ellos, eran calificativos con
los que bien se les refería. Cuando se les veía, apenas era
en un fugaz destello de beldad y pocos sabían de su
carácter más profundo como seres caprichosos de
naturaleza cambiante e inestable.
El elfo del que hablamos apenas sí se pronunciaba en
la mutabilidad de la que hacían gala su gente y no podía en
aquel momento más que compartir la amargura que le
envenenaba el corazón. Recordaba, en estos últimos días
con demasía, los tiempos remotos en los cuales no habían de
ocultarse ante la mirada del hombre, pues ambos,
hermanados, se beneficiaban mutuamente. Cuando la
ambición se apoderó de sus corazones, se separaron con
fiereza de los elfos y buscaron medios para enriquecerse a
toda costa, perdiendo en el camino la capacidad de ver más
allá y anulando su capacidad para amar y sentir la natura.
Con el tiempo, hombres y elfos se vieron obligados a
esconderse unos de otros. Con sus lazos deshechos, apenas
quedaba un vestigio de la relación que les anexionaba en el
pasado y se temían. En esto pensaba Eldrin mientras una
lágrima se desgranaba de sus ojos y rociaba de vida el suelo
sobre el que se mantenía erguido. Se apoyó con la palma de
su mano, encorvándose hacía adelante, sobre el tronco de
su anciano amigo árbol y comenzó a entonar una dulce
melodía cargada de aflicción. Con una pena que le anudaba la
garganta, el cántico brotaba desgarrado, acre como la hiel.
Los árboles de alrededor le seguían, moviendo sus ramas y
crujiendo, con el siseo de las hojas azuzadas levemente por
los canales de aire que se colaba recorriendo el bosque. La
letra de la canción, en una lengua casi olvidada, hablaba de
la despedida, de la pena de ver partir a un ser querido, de
la muerte y el fin de los días. Eldrin no pudo soportarlo más
y, con el último verso, el llanto se hizo tormenta de lágrimas
y sollozos, se tapó la cara con las manos y se arrodilló
sabiendo que aquella sería su última vez frente a aquellos
viejos testigos del tiempo.
Cuando hubo recuperado el ánimo y la compostura,
volvió a acercarse al árbol nudoso, el más grande y anciano
de todo el bosque, y le profirió unas palabras que, en
secreto, se quedaron entre ellos. Entonces se giró con
gracilidad y al tiempo que lo hacía rozó en una caricia la
corteza con la yema de sus largos dedos. Cabizbajo
desapareció rumbo a su reino, a su palacio de cristal bajo
una de las colinas de New Hampshire en Inglaterra. No
quiso mirar atrás, no pudo hacer nada más que llorar por su
muerte. A sus espaldas se oía el rugir de un motor. Una
bestia enfurecida subía y bajaba su timbre a punto de
embestir. Un tremendo crujido le partió el corazón a Eldrin.
Sabía que su amigo sería el primero en caer, era como un
reto que enaltecía el orgullo del hombre, un estúpido orgullo
envilecido por las falsas posesiones y riquezas que de nada
sirven cuando la piel se les arruga hacia el final de sus
cortas vidas. El suelo tembló, el mayor de los árboles había
caído y ahora se disponían a descuartizarlo. Eldrin no lo vio,
pero pudo sentirlo ya a una gran distancia. El hombre y sus
máquinas destructoras se habían adentrado en el bosque
como hicieran otras tantas veces en otros lugares de la
geografía y, con igual crueldad, habían arrancado la vida de
aquellos pulmones que la naturaleza había puesto
desinteresadamente a su servicio. Luego de haber
derribado la arboleda por completo, un chirrido agónico y
titilante se hundía en la carne de los caídos. Los cuerpos
inertes eran mutilados entonces y astillas y savia salpicaban
en derredor como gotas de sangre. Eldrin había visto esto
demasiadas veces, había intentado frenarlo otras tantas sin
un resultado verdaderamente óptimo y sabía que seguiría
luchando por ellos. Muchos de su pueblo habían perdido la
esperanza, pero Eldrin sabía de algunas gentes que renunciando a su naturaleza humana hacían por ayudarle aún sin saberlo. Algo habían conseguido con sus protestas y
demás artes pacíficas. Pero el elfo no podía hacer más de lo
que hacía. Aunque a veces tuviera que sufrir la pérdida y se
limitara a llorar a los difuntos, no podía hacer nada. En la
misma esencia de los que destruían su mundo, estaba la
capacidad de enmendarse y restaurar el mal creado. Eldrin
conocía el único modo de paliar este atentado y si un único
dedo suyo se alzara todo quedaría resuelto, pero a pesar de
la insistencia de su raza él sabía que no era el camino
correcto, no podía evitar la muerte con la muerte misma.
Ellos eran genios de la luz y de la naturaleza. Eran
suficientes como para acabar con la raza humana en horas y
apenas dejar sus restos pudriéndose como único recuerdo
de su paso por esta Tierra, pero no era lo correcto y no lo
harían. Ellos habían de darse cuenta y, mediante la
reflexión, mirar atrás y lamentarse a tiempo. Eldrin se
perdió lejos del bosque que en aquel momento moría, lejos
de la incomprensión humana, lejos de la crueldad... aún así,
nunca olvidaría el nombre de cada uno de los árboles que
habían poblado el planeta y, cada día, una canción
tristemente entonada, recordaría al mundo que existieron.