TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

lunes, 26 de noviembre de 2007

sábado, 17 de noviembre de 2007

LA NINFA DE LOS VIENTOS



***
Para Sandra
***


-Dama mía, permitid a este aprendiz de bardo que os narre una maravillosa fábula llegada a mi corazón durante la calma de la noche- dijo el joven juglar de ojos verdes, y se encontró con la mirada ilusionada de aquella hermosa mujer de rojizos cabellos de fogosa intensidad.
-Siempre es un placer escuchar vuestras historias, amigo Taliesin, pues siempre encuentro alivio en ellas. Y alivio preciso, en estos días de trance amargo. Decidme, entonces… ¿de qué trata vuestra balada?
-Es un cuento como los de antaño, mi señora, triste pero a la postre esperanzador. Así espero al menos que lo entendáis.
-Comenzad, pues…
El bardo aclaró su garganta, pulsó las primeras notas en su laúd, y comenzó el relato…
***
Aunque ahora poco queda de aquello, hubo un tiempo en el que el mundo estuvo plagado de maravillas sin igual: eran días en los que el hombre aún no había sido presentado a la luz de la vida, en el que los majestuosos dragones paseaban esplendorosos a cielo vista, los enanos horadaban la tierra con ahínco en busca de piedras preciosas que hoy no tendrían precio, y los elfos, duendes y faunos aún no se habían escondido en las profundidades de los bosques.
Pero he aquí que la más bella de todas aquellas criaturas, tan maravillosa como el primer amanecer del mundo, acaso más, era una traviesa pero a la vez inocente ninfa de los vientos. Cloris o Flora la llamaron los hombres con posterioridad, y era amiga de todas las otras hadas, ya fueran de agua, fuego o tierra. Y ciertamente así debe ser… ¿acaso el viento no aviva el fuego, no bambolea las hojas de los árboles? ¿No es acaso el viento el que mece las olas del mar?
Y amaba a todas las criaturas, salvajes o con conciencia viva. Aún así, ella misma reconocía que en ocasiones era de genio volátil, un pequeño ciclón desbocado cuando alguna crueldad se cometía, si bien por entonces la maldad era parte sólo de los grupos de infestos trolls; pero quienes la conocían sabían que su corazón era generoso, que jamás rechazaba ofrecer ayuda, que daba más de cuanto pedía.
Flora era también juguetona, pícara pero sin ápice alguno de perversidad. Le encantaba jugar a susurrarle cosas al oído a otras criaturas, y cuando salía la luz de la luna, le cantaba a la noche entre melodiosos susurros; y cuando lo hacía, el mismo mundo se conmovía, y regalaba al hada una preciosa lluvia de estrellas fugaces.
Mas ocurrió que llegó el día en que dejó de cantar al firmamento, pues conoció a Céfiro, el Viento del Oeste, el más poderoso entre los cuatro Señores de los Vientos. Cuando se encontró con él, le pareció que era impetuoso y que no atendía a nada más que a sí mismo, pues a su paso solía levantar tempestades que arrollaban árboles y mataban a las bestias amigas de la ninfa. Céfiro, por supuesto, no contenía maldad en sí mismo, pero sus acciones pasaban desapercibidas para sus sentidos, así como los hombres no atendemos a los insectos que, sin advertirlo, pisamos.
Sin embargo, Flora, aunque de apariencia inocente, tenía el alma de una auténtica guerrera latiendo en su interior, y no se amedrentó en nada ante el tumultuoso Señor de los Vientos del Oeste. Se plantó ante él, decidida y firme, para evitar que aquel se adentrara más en las tierras en las que ella gustaba de disfrutar de la calma. No deseaba que dicha paz se viese truncada por tan desbocado vendaval.
Pero… ¡ay! La valiente Flora no contó con quedar encandilada por Céfiro, mas eso mismo aconteció. Y fue mutuo. La pasión nació entre ambos, y el deseo primigenio pasó a convertirse en poderoso e invencible amor. Tan fuerte fue cuanto sintieron, que Céfiro incluso llegó a sacrificar todo su carácter impulsivo, y de huracán pasó a brisa, de vendaval a susurro, sólo por estar con la hermosa hada.
Y disfrutaron juntos, durante un tiempo al menos, y se amaron como sólo pueden quererse quienes no conocen el engaño, sin reservas. Una vez desposados, Céfiro nombró a su amada Reina de las Flores, y así desde entonces el hada animó el abrir de los capullos en primavera con su sola sonrisa.
Pero al cabo Céfiro era viento, su naturaleza era vagar sin descanso, sin detenerse, lo contrario era… la muerte. Por Flora se había negado a sí mismo, pero el Señor de los Vientos del Oeste sabía bien que aquella calma no podía perpetuarse, que se estaba desvaneciendo, que pronto acabaría su existencia.
Así que, con el alma rota, Céfiro habló a Flora.
-Lo siento, vida mía, debo marchar, o acabaré desapareciendo, perdiéndome en el olvido- ella quiso llorar, pero Céfiro contuvo las lágrimas de la ninfa un momento-. Mas te amo tanto que no puedo quedarme en este mundo, volvería a ti y todo se perdería. No me asusta dejar de ser, pero si aconteciese, tu luz se extinguiría de puro dolor, y no deseo ser causante de que el mundo pierda a su más bella criatura. Así que me iré donde no hay montañas que detengan mi paso, donde puedo esperar el momento en que nos volvamos a encontrar, en otra vida quizás, pero aún nosotros.
-Será como si murieras- sollozó Flora, y sus lágrimas eran como las estrellas fugaces que tanto le habían agradado en el pasado.
-Lo parecerá, pero no será así. Te prometo, amor de mi alma, que volveremos a yacer juntos…
La ninfa no tuvo valor para contrariarle. Céfiro, débil, se fue alejando, poco a poco, con la fuerza del batir de alas de un pequeño gorrioncillo.
Se fue, se fue, dejando solo pena en el corazón del hada.
-Lo siento, amor mío- le susurró antes de desaparecer.
***
La Dama Aletheia contuvo un sollozo, pues la historia del bardo la había conmovido más de lo que creyera posible. Quizás el joven Taliesin fuera aún inexperto en el arte del narrar, quizás fueran precarias sus composiciones, pero en todo cuanto hacía implicaba el alma y el corazón, y tal virtud prevalecía sobre sus muchos otros defectos, que tal vez el tiempo puliría.
Pero de todos modos, el motivo de su repentina tristeza se debía a mucho más que la intensidad del bardo. ¿Por qué? Se preguntó. ¿Por qué aquella historia le había llegado tan adentro.
-¿No me preguntáis por el destino de la ninfa de los vientos, mi señora?- intervino Taliesin.
Aletheia asintió, pero de su garganta no salió palabra alguna, tan acongojada estaba.
-La hermosa hada Flora, o Cloris como la llamaron los regios romanos y los sabios griegos eras más tarde, vagó pálida y sin gracia y rumbo durante mucho- comentó el bardo-. Amargada, creyó que desfallecería, que no podría superar tan honda tristeza. Pero su alma era vida, toda su esencia pertenecía a la vida, y su corazón contenía una fuerza como no había otra en el mundo. Asumió su congoja, y se aupó por encima de cualquier desolación, no obstante sin jamás olvidar a Céfiro, su amor eterno. La ninfa aseguró una y mil veces que, en ocasiones, veía mecerse las ramas de los árboles cercanos, y sabía que era su amado, que estaba allí, observándola, quizás protegiéndola. Sin embargo, ese vientecillo no llegaba nunca a la pobre criatura. Y sí, Flora quiso a otros con sinceridad y no poco amor, pero el Señor del Viento del Oeste siempre ostentó el trono en su corazón, un puesto que jamás nadie pudo disputarle.
>>Y, llegada la hora, después de muchos años, Flora se hizo una con el mundo, como acontecía con todas las ninfas. Pero he aquí que el espíritu de las hadas, como el de muchos otros seres, nunca muere del todo, sino que vuelve a surgir, en una nueva forma, para cumplir un destino inacabado. Flora, entre otras encarnaciones, fue sirena de los Bravos Mares del Oeste, Princesa Guerrera en Troya, y Reina tanto en Esparta como en la mítica tierra de Camelot.
Y entonces Taliesin detuvo su plática un instante, y miró con sus ojos verdes y profundos a la bella Aletheia, y ésta comenzó a comprender.
-Hoy, Flora es una dama tan hermosa como lo fue antaño siendo ninfa.
Aletheia derramó nuevas lágrimas. El bardo, heredero del linaje de los antiguos druidas, aquellos con el don de ver en lo oculto, había tenido su primera Visión Verdadera. El Awen[1] se había manifestado al fin.
-¿Y… y qué pasó con Céfiro…?- sollozó la joven- Decídmelo, amigo Taliesin…
-Cumplió su promesa, mi señora. Volvió a su amada en tantas encarnaciones como ella: Orfeo, Aquiles, Leónidas, Arturo…
-…John…- susurró para sí Aletheia, recordando su propio dolor, aunque Taliesin bien que la escuchó.
Pero entonces, de repente, la joven levantó el rostro; y éste se veía bañado de grandes ríos de lágrimas, cierto, pero ya no era llanto de impotencia, nunca más de impotencia; ahora lucía una gran y ancha sonrisa, sincera, alegre…
…esperanzada.
-Pero volverán a encontrarse- dijo ella.
Taliesin, el Bardo Errante, sonrió también, y asintió sin decir ya más. Acarició con cariño el rostro de la mujer, aunque ella ya no necesitaba consuelo, y se quedó entre los dedos una lágrima suya. Ésta se convirtió en una titilante estrella fugaz con forma de diamante, que él guardó como un tesoro.
Luego, bastón en mano, en la otra el fiel laúd, abandonó la sala, contento por la ilusión renovada de su amiga, para seguir vagando por el mundo sin rumbo alguno ni destino final.





© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”
[1] Estado de trance en el que se sumían los druidas celtas.

sábado, 10 de noviembre de 2007

El día que cambió el mundo

1913, VIENA

Desde su primera adolescencia supo sin asomo de duda que el destino del mundo estaría, algún día, en sus manos. Su certeza era una convicción propia nacida en el seno de su alma: sencillamente, lo sabía, acontecería tarde o temprano, llegaría el momento en que la fuerza de su espíritu liberaría a su pueblo de la mediocridad, para llevarlo a la supremacía.
Era un elegido.
Poco le importaba al joven su propia situación actual: apenas un vagabundo, un pintor de acuarelas que recorría los parques de Viena, que vendía sus esbozos para pagarse siquiera un mendrugo de pan y un pordiosero tugurio en la calle Mariahilf, donde refugiarse por la noche del cortante frío. Nada de eso importaba, prosperaría, sería un conquistador, el hombre que cambiaría el mundo.
Mientras vagaba, en espera de ese mañana que sabía seguro.
El primer atisbo de tal día llegó al cabo, el inicio del verdadero cambio, el instante primordial; el helador invierno obligó al joven ex estudiante de arte a refugiarse en el museo del palacio Hofburg, la Casa del Tesoro de los Habsburgo. Mientras deambulaba por los corredores, contemplaba toda la riqueza amasada por aquella dinastía. Tanta opulencia no hizo sino despertar la repugnancia y el odio del joven pintor; de vergonzosa ostentación la calificaba, de malsano alarde, más proviniendo de una casa de nobles traidora a la raza germánica que él tanto admiraba.
Su mal humor se engrandecía con cada paso, pero he aquí que, de repente, todo desapareció, sustituido por un arrebato más allá de lo emocional.
El hombre iba a cambiar, el mundo pronto lo haría.
Allí, sobre un lecho de terciopelo, en el interior de una caja de cuero, protegido todo por una urna de cristal, estaba el objeto de su fascinación: una hoja de lanza, de hierro maltrecho por la inevitable oxidación; apenas dos palmos, rematada la pieza en una punta delgada, el filo ahuecado para admitir un clavo, sujeto éste con hilo de oro; la hoja aparecía quebrada, sin embargo una vaina de plata mantenía ambas partes unidas; cerca de la unión con un inexistente fuste, habían sido incrustadas dos cruces de oro.
El enjuto joven tembló, se revolvió tanto en cuerpo como en espíritu. Sintió el destino sobre él, era aquel el lugar y el momento de asumir, de alzarse, de iniciar el lento pero imparable ascenso. No importaba que aquella reliquia perteneciera a una religión que aborrecía, tal menudencia era irrelevante. Era aquel un objeto de poder, podía sentirlo, emanando hasta él como un susurro transportado por el viento. Y sobrevinieron visiones de otros tiempos a su mente. ¿Acaso él no había sostenido ya tan poderosa arma? ¿Acaso él no se había alzado como superior de grandes huestes? Creyó que así había sido, que en siglos pasados otros que eran él empuñaron la lanza, que ésta les otorgó el éxito al que estaban apocados: Carlomagno, Heinrich el Cazador, Federico Barbarroja, Constantino, Otón el Grande… Todos ellos fueron elegidos en su día.
Ahora él había sido llamado.
Y respondería.
Entretanto, permaneció en el museo hasta que éste cerró sus puertas.
Conquistando ya, y pronto no sólo en sus sueños.
***
30 DE ABRIL DE 1945, NÜREMBERG

El teniente William Horn, al mando de la Compañía C del Tercer Regimiento del Ejército de los Estados Unidos, se adentró poco a poco, y fusil en mano, en la cámara subterránea. La oscuridad del búnker era total, y la luz que se filtraba por encima de su cabeza, a través del boquete abierto por un proyectil, resultaba insuficiente nada más salvar unos pasos. Sin embargo, él y sus hombres portaban linternas, cuyas luces no tardaron en horadar el polvo que se había levantado.
Horn no tardó mucho en encontrar lo que buscaba, pues todo en aquel almacén de tesoros giraba en torno a un objeto, sólo uno. O tal vez fuese la innegable atracción que desprendía la reliquia en cuestión. Con paso vacilante, el teniente se acercó al lecho de terciopelo rojo desvencijado, y apartó ligeramente el trapo. Tomó la hoja en sus manos, sintiendo su fuerza como una sacudida eléctrica.
La Lanza del Destino, la hoja que traspasó el costado de Cristo, el arma que cambió el mundo cuantas veces había sido empuñada, fue una vez más reconquistada, en esta ocasión en nombre de los Estados Unidos de América.
En ese mismo momento, a cientos de kilómetros de distancia, en un búnker de Berlín, un hombre que había puesto en jaque al mundo entero, pero que ahora era sólo un ser mediocre y derrotado, tomó una pistola, y se quitó la vida.
El Destino le había dado la espalda.



© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo”

jueves, 8 de noviembre de 2007

No sólo los perros lamen


Relato semifinalista en el Certamen Anual GrupoBúho 2007


Rasguños descosiendo la oscuridad, leves susurros en la noche, entremezclados con silencio, macerados en incógnita, en angustia.
Natalia tiene miedo; su pequeño cuerpecito, el de una niña de nueve años, se pone a temblar. El sonido es lejano, distante del mundo, pero tan presente que la menuda se estremece de pies a cabeza: la piel tiritando, en carne de gallina, las sábanas cubriéndola en un inocente ademán por protegerse. Trata de ignorarlo, recuerda las palabras de su madre. Son sólo sueños, cariño, le dice siempre que la pequeña la despierta para que la reconforte.
Así, hoy decide comenzar a ser mayor, no levantarse en busca de mamá y papá, decide hacer frente sola al pavor.
O casi sola. Junto a su cama está Justin, su fiel Golden retriever, el más leal de sus amigos. Se tranquiliza un poco al comprender que el perro nunca dejaría que nadie le hiciera daño.
-Tú me defenderás…- le susurra en la oscuridad.
Pero desliza la manita fuera de las sábanas, la deja colgar de la cama, buscando la caricia del amigo protector.
Aunque no percibe el calor del aliento de Justin, siente un lametón. Sí, ahí está, el amigo que nunca le abandonaría.
Y la noche pasa, y llega la luz del amanecer, pero ésta no trae la paz de un nuevo día.
Trae el grito demente de una niña…
…el terror en el rostro de unos padres…
…horror…
…locura.
***
-Dios, esto es esperpéntico- dijo el agente de la guardia civil.
-Lo sé. Estoy a punto de vomitar- le responde su compañero, en tanto observa, tembloroso, la leyenda escrita con sangre en el espejo.
En la pared de enfrente, esperando también la inspección de la policía científica, una visión aterradora, el cuerpo de un perro de raza grande, crucificado, empalado a la pared con cinco cuchillos de cocina.
La sangre, ahora seca, empapaba todo el suelo.
-Ni una ventana abierta, la llave echada por dentro y nada forzado… ¿cómo ha podido suceder esto?- comentó uno de los guardias civiles.
-Alguno de los padres, por supuesto- quiso sentenciar el otro.
-No, no puede ser- le cortó el primero.
-¿Por qué?
-Los padres y la niña… se los han llevado a un centro psiquiátrico. Los encontramos medio muertos, totalmente idos, locos por completo. La niña no hacía más que repetir lo que hay escrito en el espejo.
El agente señaló el reflectante cristal, el otro leyó en voz alta, pero vacilante.
-NO SÓLO LOS PERROS LAMEN.


© 2007 Javier Pellicer Moscardó

martes, 6 de noviembre de 2007

No quiero ver el final

Premio especial al relato más votado por los usuarios en el Certamen Anual 2007 GrupoBúho





Podría mentirme a mí mismo, sería sencillo decir que esto es sólo un bache, que existe una solución. Podría sonreír, poner al mal tiempo buena cara, y hacer como si nada. Mucha gente lo hace, muchos prefieren vivir en la ignorancia consentida, aferrarse a la monotonía.
El problema es que yo no soy así, y siempre creí que tú tampoco lo eras. De hecho, no hace tanto de aquel maravilloso día en el que prometimos que la rutina jamás tendría cabida en nuestra relación; aquel día en el que juramos que caminaríamos alzándonos sobre la mediocridad. ¿Han quedado tan sentidas palabras en el olvido? No quiero creerlo, pero las evidencias son claras. Ahora nos arrastramos agónicamente como dos perros en sus últimos momentos de vida.
Y la cuestión es que te veo ahí, echada sobre la cama, en apariencia dormida con placidez, y no puedo decirme más que aún te quiero. Y no es un alivio el saber que tú también a mí. ¿Acaso no me llamas todas las noches, en sueños? ¿Acaso no susurras mi nombre, entre gimoteos, y buscas mi lado de la cama? Me dices que me necesitas, pero sin embargo, yo nunca estoy allí. ¿Por qué nunca estoy allí?
Luego están los días. Te muestras como un témpano, distante, una frialdad con la que cargas durante toda la jornada, y allá donde vas. ¿Tanto daño te estoy haciendo? No me diriges nunca ni una sola mirada, como si yo no estuviera ante ti, como si ya no perteneciese a tu vida. Por supuesto, también han acabado las palabras entre nosotros, ya nunca más un “te quiero, Edu”. Te levantas sin darme los buenos días con un beso, sin despedirte cuando te vas a trabajar, como antes siempre hacías. Ni una sonrisa, pero sí llantos, cuando te quedas observando la foto de nuestra boda que, no sé bien porqué, aún conservas en tu mesilla de noche. ¿Por qué nunca me acerco a ti y te abrazo, cuando es lo que más deseo?
¿Cuánto hace que dura esto? Un año, creo. Un año en el que todo ha cambiado, en el que la proximidad, el roce, la pasión y el entendimiento han acabado. Un año huyendo el uno del otro. ¿Cómo hemos llegado a esto?
Y yo ya no puedo más, Verónica, este sin sentido me está consumiendo. He tratado de hablarlo, pero tú obvias mis intentos, nunca quieres escucharme, me ignoras sencillamente. Sea pues, ahora comprendo que nuestra historia ha acabado, quizás no sepa el porqué, pero ha acabado. Ya lo he aceptado.
Pero no me quedaré a ver el final. En lugar de ello me iré, antes de que pasemos de la fría indiferencia entre ambos a la odiosa discusión. No deseo eso, jamás, porque yo aún te quiero.
Sí, Verónica, me voy. Tengo un lugar esperándome, lejos de ti, lo presiento. Te lo digo, no sé si me escuchas, si te importa, o si es lo que realmente deseabas, pero me voy. Lo siento, siento que todo haya acabado así. Yo por mi parte atesoraré los buenos momentos, esos que aún me hacen sonreír. Siempre recordaré con ternura aquel día en las fiestas de tu barrio, cuando te torciste el tobillo y yo te llevé en brazos hasta la clínica, aun cuando no te conocía de nada. Aquella noche acabó con un beso, esta acabará con un adiós.
Adiós, Verónica, te quiero y te querré siempre.
***
Cuando Verónica abrió los ojos aquella mañana, justo cuando se colaban los primeros rayos de sol por la entreabierta ventana, le pareció que el día iba a ser, de algún modo, distinto. Lo era, estaba claro, pero fue más bien una sensación. Su vida, un camino bloqueado durante el último año, de repente le pareció despejado. Era como si se sintiera, al fin, capaz de seguir adelante.
Se irguió, aunque permaneció un rato sentada en el borde de la cama. Miró, como cada mañana, la foto sobre la mesilla, la foto en la que posaba junto a Edu el día de su boda: ella con el típico pero hermoso vestido blanco, él con el también habitual traje negro. Estaba guapísimo, pensó la mujer. Se sorprendió al advertir que este último pensamiento no había llegado acompañado de la esperada angustia, ni de tristeza alguna.
Todo eso había desaparecido, de la noche a la mañana.
Cogió su móvil, y llamó. Casi al instante, una voz respondió.
-Hola, cariño… ¿cómo estás hoy?
-Bien, mamá. Sabes qué día es hoy… ¿verdad?- dijo Verónica.
-Sí, hoy hace un año.
-¿Me acompañarás al cementerio?- preguntó la joven.
-Por supuesto, mi amor.
Verónica lloró aquel día frente a la lápida de Edu. Sin embargo, fueron lágrimas tanto de amor como de alivio. Ahora ya no lo recordaba agonizando sobre la camilla de la ambulancia, tras el accidente de tráfico. Ahora lo recordaba como fue en vida.
Ahora sentía que podía seguir adelante.





© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato registrado en el Registro de la Propiedad Intelectual.

domingo, 4 de noviembre de 2007

El Retorno a la Inocencia


Las manos de Omanba, ahora temblorosas por el hecho de apuntar a aquella pareja a la que le habían ordenado matar, no estaban hechas para sostener un fusil de asalto AK-47, aunque le habían acostumbrado bien a los cuatro quilos y medio del arma y a sus casi noventa centímetros de longitud; sus bracitos, aún delgados como espino a pesar de las semanas de instrucción, hubiesen sido más apropiados para jugar con una pelota. Sin embargo, su destino ya le había sido trazado.
Pero nadie había contado con sus deseos.
***
Omanba tenía doce años. En lejanos lugares, en países supuestamente civilizados, se le conocería como un “niño soldado”. No hacía ni un mes que una milicia de la NPFL- el Frente Nacional Patriótico de Liberia- lo había secuestrado en su “ciudad” natal, Ganta, en el condado de Nimba. La capital, devastada por la guerra, no tenía luz eléctrica, ni transporte o servicio alguno digno de llamarse como tal. La paupérrima paz que se creía respirar, propiciada por la anecdótica presencia de los Cascos Azules de Bangla Desh- anecdótica porque los soldados solían esconderse en sus cuarteles a la mínima confirmación de conflicto-, sabían todos que era un espejismo.
Omanba siempre había sabido que tarde o temprano algún grupo político armado se lo llevaría de su casa para servir como miliciano, porque era práctica común aquella, para horror de la mayoría de familias. Pero el chiquillo esperaba que ese momento no llegara hasta cumplir los quince, y por ello no se había unido todavía a los grupos de muchachos que se escondían por la noche en las colinas cercanas. Sin embargo, todo se truncó para Omanba antes de tiempo; los señores de la guerra de la NPFL debían andar necesitados de fuerzas para tomar a niños desnutridos que apenas podían aún sujetar un rifle.
A Omanba se lo llevaron de su propia casa a boca de cañón, ante la impotente mirada de sus padres, y con él a docenas de muchachos más, incluso niñas. Los cargaron en camiones sucios, como simple ganado, y durante un día viajaron en las malolientes partes traseras, sin que sus captores les dieran de comer o beber. Omanba vio cómo Zinna, una niña con la que había jugado en la calle, moría de sed ante sus aterrorizados ojos.
Pero lo peor estaba por llegar. Arribado el convoy a uno de los campos de instrucción, cercana la frontera con Côte D’Ivoire, los hacinaron en pordioseras barracas medio derruidas, y no mucho después comenzó el adoctrinamiento militar. Nada de lealtades a una ideología, a Omanba y sus compañeros los trataron con fuste: el miedo era la herramienta para aniquilar su inocencia, el abuso y la violencia destrozaron su entereza. Sus superiores no sólo les entregaban las tareas más duras del campamento, sino que los maltrataban físicamente con cada orden, ya estuviese bien o mal cumplida. Días después de llegar, al propio Omanba le rompieron a martillazos un dedo del pie derecho porque saludó a destiempo a un mando.
Pero si a Omanba le provocó horror algo fue lo que hicieron con las niñas. El chiquillo no comprendió el día de su llegada las miradas intensas que los milicianos dedicaron a las pequeñas- ninguna de las cuales superaba los doce años-, pero el entendimiento llegó con la primera noche. Sacaron a todos los chicos nuevos de los barracones, y también a las niñas. Los instructores hicieron un coro alrededor de las muchachas; dos de ellos tomaron a sendas niñas, y allí mismo comenzaron a violarlas, sin atender a los gritos de dolor de las pequeñas. Tan brutal fue el acto, tan salvaje la corrupción, que las dos niñas se desmayaron, pero eso no fue óbice para que los soldados terminaran su malsano disfrute. Las dos murieron aquella misma noche, desangradas.
Omanba volvió la cabeza, porque tanto espanto le provocó no pocas náuseas, pero uno de los soldados advirtió su gesto, y las lágrimas que corrían por sus mejillas, y de una bofetada lo tumbó en el fango.
-¡Aquí no queremos mocosos!- le dijo uno de los mandos- ¡Aquí queremos hombres!
Y lo alzó del suelo tomándolo del brazo, y lo echó al centro del círculo. Y luego hizo lo mismo con otra de las niñas, no sin antes desnudarla desgarrando sus ropas.
-¡Ya has visto cómo se hace!- le gritó uno de los instructores al chiquillo- ¡Ahora te toca a ti!
Así fue como, entre lágrimas, vómitos, sangre y dolores infernales, y en un charcal de fango, Omanba consumó su primera violación.
***
La instrucción continuó durante largos e interminables días, duras jornadas que acabaron con muchos de los niños. Las primeras noches su propio llanto y el de sus compañeros llenaron la cabeza de Omanba. El asco les inundaba, en especial a las niñas violadas, y la ansiedad era tan extrema que una de las niñas de la que aún no habían abusado, aterrorizada porque sabía que pronto llegaría su turno, se suicidó cortándose las venas de la muñeca con una piedra afilada. Algunos niños se volvieron locos y fueron fusilados.
Al resto les pudo el instinto de supervivencia. Mal que bien, aprendieron, porque en ello les iba la vida. Les enseñaron a cargar, apuntar y disparar un Kalashnikov; a formar, a combatir, a torturar, saquear y secuestrar; a espiar, a trabajar como avanzadilla, con la secreta intención por parte de sus superiores de utilizarlos para hacer estallar minas a su paso; las niñas, además de ser agredidas sexualmente casi cada noche, también aprendieron a luchar, pero normalmente, en el frente, serían las encargadas de transportar la munición.
La disciplina se conseguía a base de violencia, pero había otras técnicas, como las drogas. Cuando Omanba consumía los polvos de plantas que sus superiores le cedían, se creía poderoso y fuerte, realmente pensaba que era invencible y que nadie podría herirle. Pero cuando los efectos pasaban, Omanba sentía el ánimo destrozado, y siempre le atacaban las fiebres. Y en su delirio echaba de menos a sus padres, y quería más que nada volver a Ganta y a la escuela, tener de nuevo en los pies un balón de fútbol. Su sueño, que jamás se cumpliría, era llegar a ser un jugador tan bueno como su compatriota George Weah.
Para cuando la instrucción acabó, Omanba aprendió a odiar con toda su alma: odió a los que serían sus enemigos en el campo de batalla- aunque no conocía sus rostros-, sin atender a la razón: aquellos a los que tendría que matar a buen seguro serían niños como él. Pero a quien más odió fue a sus mandos. Los aborrecía tanto que se encontró con que no cesaba de imaginar cómo los torturaba, se retorcía de satisfacción al imaginar cuál de los métodos que le habían enseñado emplearía para vengarse. El indefinido conflicto interior lo enardecía, y el anhelo crecía y crecía, hasta que nada más ocupaba su corazón. Un abismo a la demencia en el que Omanba no quería caer, pero del que ya no podía escapar. Sin embargo, en última instancia el miedo a ellos siempre se imponía. Los odiaba, sí, pero los temía más aún, y quizás ello salvó su cordura en aquellos días.
Pero faltaba la última de las pruebas: el primer asesinato. Uno que debía ser especialmente significativo.
***
Así fue como Omanba volvió a Ganta, a la casa de su familia. Y ahora tenía frente a él a sus padres y a sus dos hermanas, de cuatro y cinco años. Y temblaba, porque las órdenes habían sido claras:
-Mátalos tú mismo, de un tiro cada uno. Será rápido, no sufrirán- le dijeron sus superiores-. Si no lo haces, las torturaremos hasta que sus gritos se oigan en toda la ciudad. Pero antes nos follaremos a tu madre y tus hermanas. Así que tú eliges.
¿Cómo se podía elegir entre tan horrendas opciones? ¿Cómo se podía elegir entre matar o dejar morir a tus propios padres? Omanba sólo quería derrumbarse, dejarse caer allí mismo; o peor aún, hacer lo impensable, volverse y disparar a sus superiores. Con suerte mataría a uno o dos antes de que lo abatieran. Pero… ¿y luego? La venganza caería sobre su familia, y sería terrible.
El rostro de Omanba aparecía anegado de lágrimas. Se mordió el labio hasta que se hizo sangre, miró a sus padres y a sus pequeñas hermanas. Ellas no parecían comprender nada, berreaban ante la imagen de su hermano mayor apuntándolas con aquella arma tan horrible. Sus padres, en cambio, sí entendían. También lloraban, pero a la vez asintieron, transmitiéndole un silencioso “hazlo, hijo mío”.
Conocían la alternativa, y no la deseaban para sus hijas.
Omanba cerró los ojos, y apretó el gatillo. Fue rápido, bastó con una ráfaga directa a sus cabezas. Tan cerca como estaba no podía fallar. El muchacho quedó salpicado de sangre, que casi podía decirse que era la suya. Mientras, al advertir lo que había hecho, un vacío se apoderó de su alma, hasta devorarla y tornarla en fría nada.
Pues Omanba había muerto, se había despeñado al fin por aquel precipicio que daba directamente a una locura sin fin. La caída significaba su destrucción como individuo; el sufrimiento desapareció porque no tenía ya un lugar en el que ubicarse, no en un corazón vacío. La estatua insensible que quedó después de aquello fue un terrible soldado, tan inhumano como sus mandos habían pretendido. Una bestia.
Al día siguiente lo llevaron al frente. Ni siquiera necesitó tomar drogas. Repartió muerte, asesinó indiscriminadamente, y durante los meses siguientes torturó y violó a decenas, sin piedad, sin remordimientos, más aún, deleitándose con sus atrocidades. Llegó incluso a beber la sangre de los enemigos abatidos, a comerse los corazones de los caídos, y pronto fue muy apreciado por sus mandos.
***
Omanba murió combatiendo, como no podía ser de otro modo, cuando las tropas de su destacamento cayeron ante una emboscada del Movimiento Unido de Liberación de Liberia para la Democracia- ULIMO-. En sus últimos momentos, mientras la sangre escapaba de la herida de bala en el estómago, sintió que el frío de su corazón desaparecía, y que esa alma perdida cuatro años atrás volvía brevemente antes de marchar para siempre. Y volvía a ser un niño, no más un soldado; había retornado a la inocencia, y jugaba a fútbol, y sus padres reían a su lado, y sus hermanas corrían con él, y sus amigos… y no había guerra, ni dolor, sólo…
…paz.
Omanba tenía dieciséis años.



©Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo Relatos de lo mundano y lo fantástico”
La imagen pertenece a un niño soldado en Uganda, y ha sido extraída del siguiente enlace:

La Pasión del Bardo


El arte de narrar, un ansia del alma, pasión jamás satisfecha, amante siempre hambrienta, nunca saciada; bendita obsesión incontrolada, que nace en las entrañas del bardo cuando éste aún no sabe que lo es; ora llega en su niñez, ora ya en plena madurez, pero siempre inesperada, aun cuando hubiese estado latente en algún rincón escondido del corazón.
Llega el día en que el bardo comprende su inquietud, en que por fin vuelca tantos y tantos sueños mediante la palabra escrita. Es entonces cuando, en verdad, el bardo toma conciencia de sí mismo, y aparece ante él un camino de sombras y luces, de dudas y satisfacciones, de carga y recompensa. Nacen historias, surgen leyendas, amores, batallas, intrigas y poesía, y la pasión se desboca, se convierte en necesidad, en alimento para el voraz espíritu. Algunos relatos jamás serán más que abortos, unos en su mente, otros en su pluma; y los habrá también que prosperarán.
De todos ellos el bardo aprende.
Y crece en virtud. Y ocurre no pocas veces que la historia se adueña de su voluntad, y toma ésta senderos propios, ajenos a su creador, del mismo modo que una imperiosa riada rugiente abre cauces allá donde antes no los había. Llegado el momento, la criatura supera al dios.
Es precisamente en tales instantes cuando el bardo olvida el mundo, la misma realidad, para sumergirse en las, en ocasiones, tumultuosas y por tanto traicioneras aguas del relato; se deja llevar, mar adentro, donde no hay salvación posible ni mucho menos deseable; y el transcurrir del tiempo pierde todo significado, y su influencia se torna evanescente, difusa… insignificante. Y ya queda sólo seguir adelante, cual infeliz marinero cautivado por el bello pero letal canto de la sirena. Así, como un amante al vaciarse, el bardo pierde un poco de su alma en cada párrafo, en cada página, en cada historia; entrega cuanto es gustoso a cambio de una finalización a la que ansía llegar pero que al tiempo tanto teme alcanzar.
Y la conclusión, aunque no siempre, llega. Y el bardo entra en éxtasis, pero apenas durante un fugaz momento de placentero disfrute; luego de ello, el vacío se apodera del alma del bardo, criatura eternamente insatisfecha, siempre buscando una perfección que jamás hallará, pues ésta, en un mundo por fuerza imperfecto, se muestra eternamente esquiva.
Pero he aquí que el bardo se mueve por pasiones e impulsos, sentimientos que siempre renacen cual mítica ave fénix. Pronto llega nueva inspiración, pronto la imaginación despierta una vez más; en la mente del bardo se forjan nuevas historias, algunas de las cuales su corazón hará suyas: relatos de mundos olvidados en tiempos arcaicos, héroes amargados, doncellas en apuros, villanos a los que odiar, lágrimas que derramar…
Y así se renueva el ciclo, eterno, devorador y dador de vida, siempre demandando lo más precioso del bardo.
Sus sueños.




© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”

Un nuevo mundo por explorar


Ante mí se abren unas nuevas tierras, vírgenes, inexploradas. Huelen a hierba húmeda, a encina y roble vetusto, a vida... y magia. El hermoso cantar de los riachuelos y las aves estremece mi corazón y llena mi alma.
Estoy en casa.
Mi nombre es Taliesin, el Bardo Errante, y en estos parajes recién descubiertos volcaré mis sueños y mis fantasías a partir de este día, en espera de que otros encuentren solaz en éstos los pequeños mundos que nacen de mi ser constantemente.
Dejadme, pues, viajeros, compartir mi pasión con vosotros.
Bienvenidos a la Tierra de los Bardos.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"