TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
Pero yo no desaparezco. A partir de ahora podrás encontrarme en mi WEB OFICIAL DE AUTOR pinchando en la imagen inferior. Allí os ofreceré más artículos, noticias, reseñas y todo el contenido habitual en este blog.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

viernes, 26 de diciembre de 2008

La Balada de Tuan Mac Cairrill

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Los escritores somos una especie extraña y, sin duda, estamos más allá de lo que es lógico la mayoría de las veces. O quizás sólo sea yo.
Me explico. Llevo 6 años escribiendo "en serio", de un modo concienzudo, y en este tiempo he terminado 5 novelas (en teoría, porque jamás una obra está concluida) contando la historia corta La Sombra de la Luna, que en estos momentos están pululando en busca de una oportunidad. Pero es que además tengo en proceso de "modificación" al menos otras 6 novelas (algunas continuaciones de otras y por tanto dependientes de sus predecesoras). Pero, y he aquí lo que me asombra, tengo otra media docena de proyectos iniciados, y hablo de proyectos sólidos que por falta de tiempo y motivación han quedado estancados. Es una cantidad de trabajo extraordinario si además contamos con todos los relatos que mi cabeza ha parido.
Y a pesar de todo, no tengo bastante. Sigo creando nuevos proyectos y retomando otros que estaban parados, como es la novela que se abre con el prólogo que incluyo en este post, y para el que os pido vuestra opinión sincera.
Se trata de algo que me hace mucha ilusión. Quienes más me conocéis ya sabéis de mi pasión por la mitología, en especial las leyendas irlandesas. Hace tiempo me rondó por la cabeza la apabullante idea de adaptar a nuestros tiempos nada más y nada menos que "El Libro de las Invasiones", donde se narra las mitológicas conquistas de que fue objeto la Irlanda antigua. El proyecto de novelización se inició y luego quedó aparcado un par de veces, pero de algún modo siempre vuelvo a él más pronto que tarde (quizás sea el destino), sobre todo cuando me falta inspiración para crear cosas nuevas.
Y es lo que me pasa desde hace unas semanas. El trabajo nuevo me tiene desorientado, y me absorbe demasiado tiempo, ánimo e inspiración. La imaginación parece agotada, tanto que una novela de ciencia-ficción que tenía iniciada ha quedado relegada hasta que me lleguen nuevos ánimos e ideas. Todo ello me ha acercado de nuevo a este viejo proyecto que tengo más macerado y que además se basa en algo ya construido (aunque la adaptación y el trabajo de documentación es suficiente esfuerzo, creedme). Veremos cuanto tiempo capta mi atención hasta que otra historia me requiera.
Ahí va por tanto el prólogo de "La Isla Esmeralda".
PD: El prólogo, así como ambos títulos están registrados en la propiedad intelectual.

La Balada de Tuan Mac Cairrill
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Fuerte caía la lluvia sobre mí, dagas maledicientes que golpeaban mi hábito poco dispuestas a concederme piedad alguna. Mis ropajes, así como los de mis discípulos, eran tela empapada, el fango nos llegaba hasta las rodillas.
La tormenta había llegado de súbito, sin anuncio. Tal hecho no era en verdad desconcertante en las siempre húmedas tierras de nuestra amada Ierne, pues gran parte de los días estaban teñidos por grises nubes y prolongados aguaceros, que no obstante eran los hacedores de la verde belleza de nuestros prados y colinas. Así, incluso en las malas circunstancias, un temporal no era despreciado por completo.
—Deberíamos buscar refugio, padre McFinnen —dijo Oin, mi siempre fiel asistente—. Si no recuerdo mal, no muy lejos de nuestra posición, al oeste, se alza la fortaleza de un señor.
—Ciertamente llevas razón, hijo. Llévame pues a ese refugio, y demandemos la hospitalidad de ese hijo de Dios —convine yo.
Leí entonces en los ojos de Oin un azoramiento.
—Padre, quizá deberíais saber que ese hombre es un pagano, según tengo entendido.
Sonreí.
—Motivo de más para que nos acerquemos. El viaje no será totalmente una pérdida si rescatamos el alma de esta oveja descarriada.
Viendo mi asentimiento, el que hacía las veces de guía nos llevó por los enfangados caminos hasta que, no mucho después, llegamos a un terraplén donde se alzaba un caserío de roca y troncos, una poderosa construcción, poco ostentosa no obstante, aun cuando resultaba evidente que su dueño debía ser un hombre adinerado. Era una fortaleza en sí misma, pues estaba rodeada por una empalizada al modo que era común en aquellos tiempos. El portón principal se hallaba abierto pero custodiado por un guardia de aspecto rudo.
Cuando llegamos hasta su altura, el buen Oin tomó la palabra. El muchacho, acogido por mí en su más tierna infancia, mostró siempre una absoluta dedicación hacia mi figura. Era lo más cercano a un hijo verdadero que yo, un hombre dedicado por entero a la causa de Nuestro Señor, podía tener. Siempre velaba por mi comodidad hasta más allá de lo que yo mismo encontraba adecuado a mi común humildad.
—Solicito la hospitalidad de vuestro señor en nombre del padre McFinnen, abate del monasterio de Mag-bile.
El centinela no pareció para nada asombrado por la teatralidad de Oin, a juzgar por la mirada agria que nos dedicó. No obstante, se mostró cortés en palabra.
—Advertiré a mi señor de vuestra petición —dijo tan sólo.
Luego lanzó un silbido y un chico con el rostro sucio apareció casi al instante. Tras atender las instrucciones del guardia, el mozalbete se lanzó a la carrera hacia el caserío principal. No tuvimos que esperar mucho bajo el cubierto donde se guarecía el centinela, pues el mismo chiquillo desaliñado retornó en poco tiempo, trayendo consigo el permiso del señor de la finca a nuestro acceso.
Así, poco después nos hallábamos en el cálido refugio de una sala animada por el alegre fuego de un hogar repleto de leña. Un sirviente nos condujo hasta dicha estancia, maravillosamente decorada con murales que, a pesar de sus claras referencias paganas, no podía negar que eran trabajos hermosos. Mostraban épicas batallas, héroes enfrentados a grandes desafíos, criaturas extravagantes fuera de toda razón —llamadas mágicas por sus creyentes—, sin duda personajes adorados por quienes en su ignorancia aún no se habían dejado abrazar por la Fe de Dios.
La sala estaba regida por una alargada mesa, cercana al fuego. Sentado a la presidencia de ésta había un hombre. Su aspecto no daba lugar al error. Incluso un hombre de paz como yo —quizás más por tal motivo— sabía reconocer a un auténtico guerrero. Sin embargo, hubo mucho de éste hombre que, ya desde aquel primer instante, me desconcertó. Su aspecto era amplio, grande, de brazos gruesos y pecho ancho; aunque pulcramente ataviado, lucía una larga melena de rabioso carmesí y una barba no menos poblada, no podía por ello negar su origen.
Pero eran sus ojos los que maravillaban, tan hondos como el más hondo de los pozos. Aquella mirada, lo supe entonces aun sin ser consciente de la auténtica verdad, era la de alguien que había visto mucho, que había experimentado mucho… que había sufrido mucho.
El hombre se alzó para darnos la bienvenida. Quizás fuera un pagano, pero no cabía duda que sus modales eran exquisitos, y su trato agradable.
—Sed bienvenido a mi morada, padre, así como aquellos que os acompañan. Me disponía a tomar un ágape, confío en que consentiréis mostrarme el placer de vuestra compañía.
—Nuestro es el honor ante tu hospitalidad. Sin duda el Buen Señor te lo agradecerá mejor de lo que nosotros somos capaces —respondí yo.
El hombre sonrió, un tinte de sarcasmo tal vez, ante la mención de Dios, pero sin ápice de malicia.
—Mi nombre es Tuan Mac Cairrill[1]. Mi padre era así mismo hijo de Muredach Munderc.
Aquel noble fue generoso con nosotros. Sacó no pocas viandas, y habló y rió con alegría, como si aquella fuera una ocasión especial. Luego supimos que no tenía por costumbre recibir muchas visitas.
En un momento dado de la velada pidió que le hablara de «mi dios», tal y como él lo llamó, y una vez más no sentí burla en tal petición, sino un sincero interés, un anhelo por saber. Durante una larga si bien amena tertulia hablé mucho acerca de las magnificencias de Nuestro Señor Dios, de Sus Enseñanzas, de Su Amor por el Hombre, y Tuan escuchó con atención, absorbiendo cada una de mis palabras y, en especial, el sentir de mi arenga. Al fin, cuando poco me quedaba que decir, el noble tomó la palabra.
—La figura de ese Jesús, el Cristo, es sin duda digna de admiración, si tales cosas que narráis, buen padre, son ciertas.
—Mi señor, un siervo de Dios jamás miente —comenté.
—Ni por asomo pretendía dar a entender algo así. No creáis que no han llegado hasta mí las excelencias de esa nueva religión. No estoy tan aislado, al cabo. Sin embargo, jamás antes había escuchado tanta pasión y fervor hacia un dios. Y creedme cuando digo que he vivido muchos más años de los que imagináis, y conocido también varios dioses.
Aquella afirmación me sorprendió, pues mis ojos me mostraban a un hombre de mediana edad, si bien aún joven para cargar con la experiencia que Tuan aseguraba poseer. Sin embargo, cada vez que contemplaba su mirada me parecía advertir, ciertamente, la sabiduría de quien ha visto innumerables amaneceres. ¿Cómo podía explicarse aquello?
—Tu dios no es como aquellos que yo conozco. Me gustaría saber más —dijo entonces Tuan.
—Acompañadme a mi monasterio, y allí os daré a conocer todo Su Esplendor.
—Así lo haré, padre.

***

Llegó la mañana siguiente, y tal y como prometió, Tuan volvió con nuestro séquito. Cuando arribamos al fin a Mag-bile, y luego de un descanso, celebramos el oficio del domingo: la salmodia, la predicación y la misa. Frente a la Cruz de Cristo Nuestro Señor, los ojos de Tuan titilaron. No dijo nada durante toda la ceremonia, pero bebió de cada una de mis palabras, de cada uno de los rezos.
Luego de la celebración el salón de la misa quedó vacío, excepto por Tuan y yo mismo. Fue entonces cuando, iluminado por los cirios a la vera de la cruz de madera, vislumbre que aquel hombre era mucho más de lo que aparentaba.
—¿A quien servís vos, noble Tuan? —pregunté, sin pensar, pues era una cuestión grosera en tales circunstancias.
—Un hombre sabio no pregunta a otro tal cosa, padre —dijo él con una sonrisa.
—Perdonadme, ha sido una falta de respeto por mi parte. La sabiduría no está entre mis virtudes, ciertamente.
—Quizás haya algo más valioso que la sabiduría —comentó él—. La bondad, por ejemplo, y vos sois un hombre bueno.
Me complació que aquel hombre me tomara como tal.
—Pero sin duda vos sois sabio, lo veo en vuestros ojos —dije.
—¡Ah, padre McFinnen! —rió él— Veo que sois más certero de lo que imagináis.
Salimos del monasterio, y paseamos sosegadamente por los alrededores, entre el trino de los pájaros y el suave ulular de los árboles.
—No sé si sabio, pero en verdad conozco mucho más que cualquier hombre que haya nacido en este país, y tal vez en ningún otro —adujo Tuan—. Ierne ha sido mi morada durante más tiempo de lo que podáis llegar a concebir, padre. Sí, he vivido innumerables años, y no siempre con el conocimiento de cual era mi origen o cual mi destino en este mundo. Lo descubrí, con el tiempo, pero no ha sido hasta ahora, gracias a vuestro… —rectificó a tiempo— Nuestro Dios, que atisbo el final de tan largo camino.
Aquellas palabras crearon profundo desconcierto en mí. ¿Quién era aquel hombre en realidad?
—No siempre fue mi nombre Tuan Mac Cairrill. En otro tiempo fui conocido como Tuan, hijo de Starn, hijo de Sera, hermano de Partolón de Grecia.
Me detuve entonces, aún más confuso. Había escuchado tales leyendas, vagas referencias de los paganos a sus orígenes. Nunca les atribuí demasiada importancia, pero ahora aquel hombre aseguraba que había llegado al mundo en tiempos apenas posteriores al Diluvio Universal. Sin embargo, lejos de escandalizarme, no pude más que contener el aliento ante la seguridad en los ojos de Tuan. No vi locura en ellos, y por supuesto no vi mentira.
—Si, padre, sé que es difícil de creer, pero he hollado estas tierras durante más de mil quinientos años.
Sin casi advertirlo habíamos llegado a un pequeño claro del bosquecillo cercano al monasterio. Tuan se acercó a uno de los árboles y se sentó en su base, recostando la espalda en el tronco e invitándome a tomar asiento junto a él.
—Dígame, padre McFinnen… ¿le apetece escuchar mi historia? Porque del mismo modo, es la historia de nuestra maravillosa Ierne.
Como única respuesta me senté junto a él.


[1] En irlandés, hijo de Carell.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Retirada de uno de mis relatos del blog: YO SIENTO

Así es, he tenido que retirar uno de mis relatos. Se trata de YO SIENTO. Pero descuidad, es por un feliz motivo. De momento, no daré más detalles por eso de no llamar a la mala suerte, pero los escritores que leáis esto ya imaginaréis por donde van los tiros.
Pronto daré más noticias, espero que alegres.

sábado, 20 de diciembre de 2008

GRANDES ESCRITORES POR DESCUBRIR - DAVID GÓMEZ HIDALGO - BAJO EL EUCALIPTO


En mi reseña de hoy hablaré del último libro que he leído. Se trata de BAJO EL EUCALIPTO, de mi buen compañero de la "Generación TusRelatos" David Gómez Hidalgo, más conocido como Bolzano. Antes que nada, agradeceré al autor que me hiciera llegar un ejemplar firmado.

BAJO EL EUCALIPTO es una obra autopublicada, pero a diferencia de otras, no se trata de la obra primeriza de un escritor atolondrado con ganas de ver su novela publicada. David Gómez Hidalgo es un apasionado escritor, se demuestra con sólo leer esta obra.
En primer lugar cabe destacar que la novela es, en realidad, dos historias distintas aunque paralelas. O mejor dicho, en clara contraposición: un hombre que de repente se encuentra en el camino hacia la obsesión y la locura debido al encuentro con una desconocida en un viaje aparentemente de negocios; por otra parte, una mujer, desde lo más hondo de un pozo de desesperación, ni más ni menos que en un centro psiquiátrico donde se halla recluída, encontrará una ilusión para seguir adelante.
Ambas historias fluyen al unísono hasta que al final de la novela encuentran un punto de coincidencia, dos caminos que se cruzan fugazmente. Bajo mi opinión, aunque ambas historias son argumentalmente atractivas, los pasajes de Alba me han agradado especialmente. En ambas tiene un papel fundamental el amor, que cada uno de los personajes principales abordará de un modo hasta llegar a la magnífica conclusión.
En cuanto a la narración, es en sí fluida, nada pretenciosa, en su justa medida. Quizás al autor le convendría pulir ciertos detalles, como varias repeticiones, quizás el único punto flaco de la narración. Hay párrafos donde se suceden las mismas palabras en muy poco espacio de tiempo, y algun fallo de maquetación. Pero nada de ello empaña la calidad de la novela y su narrativa, agradable para todo tipo de lector bajo mi opinión.
Un gran trabajo y un libro del que he disfrutado sobremanera. Si queréis adquirirlo (muy recomendable), sólo tenéis que pinchar en la imagen del libro que hay en la barra de la derecha de este mismo blog.

domingo, 7 de diciembre de 2008

41

Vamos con un nuevo relato. Debo apuntar que si la publicación de mis relatos ha decaído un poco es principalmente porque tengo varios participando en concursos que demandan no haber sido colgados siquiera en internet, de ahí no poder mostrarlos (por ahora). También, mi creación de relatos ha sufrido un parón debido a que llevo entre manos otros proyectos, en especial alguna novela. Siendo así, saboreadlos bien, porque habrá pocos relatos de momento en el blog.
En este caso, os ofrezco "41", un relato inspirado por una famosa canción de Bruce Springsteen, que a su vez se basó en una historia real y terrible, una historia que demuestra la sinrazón que, a veces, mostramos los seres humanos. No es mi mejor trabajo, y necesita retoques, pero es un texto muy sentido.
Como siempre, espero que la disfrutéis.

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41

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Basado en el caso de Amadou Diallo
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Ahora, tan cerca del final, todo vuelve a comenzar.
Amadou ha vuelto atrás en el tiempo, es de nuevo aquel día, hace ya tres años, en Conakry, cuando marchó. Kaidu, su madre, trata de ser fuerte, de no llorar, pero sus ojos aparecen rodeados de los más que evidentes estragos de toda una noche de llanto. “No llames la atención, hijo”, le ha repetido una y otra vez en los últimos días. “No le des motivos a esa gente para que te devore”. “Recuerda siempre quién eres y de dónde vienes”, le dice Saikou, el padre. Allí, junto al herrumbroso barco que iba a llevarse a su hijo lejos de ella, Kaidu no puede contenerse más. Madre, padre e hijo se abrazan.
Todos lloran.
Amadou sube al barco, tan sucio, oxidado y ajado que casi está convencido de que en cuanto dejen atrás la tierra, y todo sea agua, y el mar demuestre su poder, aquel cascarón, enorme pero viejo, no soportará el ímpetu de las olas. Se dice que el mísero pasaje, en un camarote donde se apiñan docenas de compatriotas, no merece que su familia haya sacrificado los exiguos ahorros de toda una vida. No es consciente de que en el lugar a donde se dirige no importan las esperanzas depositadas en aquel billete de papel, ni el dolor al separarse de aquellos a quienes se ama.
“No os preocupéis, todo irá bien. Encontraré trabajo, ganaré dinero y os lo enviaré siempre que pueda. Y algún día, cuando haya prosperado, os vendréis a vivir conmigo y volveremos a estar juntos”, les había dicho a sus padres cuando meses antes les comentó la posibilidad de viajar a los Estados Unidos. Sin embargo, Amadou está muy lejos de sentirse tan seguro como siempre trata de aparentar. Y ni siquiera es consciente de todo cuanto le espera.
Luego de incontables días de travesía por mar, malviviendo, la estampa de la tan gloriosa Estatua de la Libertad, que a tantos inmigrantes ha otorgado su bienvenida, le hace creer que en cuanto baje de aquel cacharro todo irá bien. Sí, sus sueños se cumplirían, no podía ser de otro modo en un lugar al que tantos antes que él habían marchado en busca de una nueva vida. No podía ser que todos ellos estuviesen equivocados.
Pero aquella dama y su antorcha resultarían ser sólo espejismos para Amadou, simples placebos. La brutal realidad, la única realidad, es que ha cambiado un territorio hostil por otro. Lo advierte en cuanto pone un pie en Manhattan. Los albergues para indigentes se suceden una noche tras otra, en donde, como un indigente más, se ve obligado ha convivir con todo tipo de individuo descarriado. Muchos no son agradables.
Algunos son peligrosos.
Al fin le sorprende lo que podría llamarse un soplo de relativa buena suerte. Gracias a un compañero inmigrante, alguien que conoce a alguien, consigue un trabajo. Comienza por vender baratijas en las calles de la ciudad: tijeras, dedales, ropa y artículos de imitación, fotos de los lugares emblemáticos para los turistas… un trabajo miserable, mal pagado, y que le hace correr más de una vez para huir de la policía.
Pero pasan las semanas, los meses, un año se va, y luego otro. Mal que bien, Amadou ha prosperado poco a poco, hasta que un día advierte que ha ahorrado lo suficiente para pagar el alquiler de un destartalado apartamento en el Bronx. No es más que un cuchitril, una habitación sin baño propio, con una dura cama y repleto de enormes cucarachas y goteras.
Y sin embargo a Amadou le parece el paraíso, aun cuando se vea obligado a compartirlo con otros tres compañeros de infortunio para poder pagar el alquiler. Sabe lo que es pasar las noches a la intemperie, soportando el frío intenso de las noches invernales de Manhattan, temblando de pies a cabeza mientras se busca el mísero calor de los cartones y con el recuerdo de aquellos a quienes ama en la distancia. La sucia y deteriorada habitación representa para él la certidumbre de que las cosas marchan hacia adelante, aunque sea a regañadientes. Se dice que resistirá en aquel lugar, con la ilusión de que, quizás en no demasiado tiempo, podrá al fin enviar los tan ansiados billetes de barco a sus padres.
Y sin embargo todo está presto a truncarse con la facilidad con que se rompe un jarrón.
Es pasada la medianoche, Amadou sale de su apartamento con la llana y única intención de dar una vuelta por el barrio antes de acostarse. Baja las crujientes y deterioradas escaleras con cuidado, pues las bombillas llevan fundidas desde hace semanas. El casero, como siempre, se ha desentendido de la avería; alega que por 500 dólares al mes de alquiler- una cantidad extraordinariamente baja en Manhattan, incluso para tratarse de viviendas en tan mal estado- no va a mover un dedo aunque se caiga el edificio a pedazos.
El vestíbulo, en cambio, tiene bastante luz, al menos la suficiente para que Amadou distinga al instante las cuatro figuras que se acercan a él con aire serio y decidido. El joven no tiene motivo alguno para temer, sus papeles están en regla, no ha sido detenido anteriormente ni tiene cuentas pendientes con ninguna banda mafiosa. Ha seguido al pie de la letra el consejo de su madre. Nunca había llamado la atención.
Y sin embargo aquellos cuatro hombres se dirigen, claramente, a su encuentro. Por puro instinto, Amadou reacciona del único modo que no debe hacerlo. Se detiene, da varios pasos hacia atrás, azotado por un repentino e inexplicable miedo. En cuanto el joven recula, los ojos de los desconocidos se agrandan, chispean, y en un movimiento fugaz y sincronizado, los cuatro desenfundan. Ahora cuatro revólveres apuntan a su rostro.
“¡Policía!”. “No, por Dios, no disparen”. ”¡Cállate!”. “No te muevas, negro. No hagas tonterías”. “N-no, por favor… tengo los papeles en regla…” “¡No hagas tonterías!” Una mano se desliza a un bolsillo. Saca algo oscuro. Los nervios se tensan. Las miradas chispean. Las manos se crispan y las pistolas se impacientan. El tiempo se detiene. Algo oscuro en su mano, mirada fiera de los desconocidos. Amadou comprende entonces su error. Demasiado tarde.
Los dedos se mueven por puro instinto. Se desata la tormenta. El acre olor a pólvora y el estruendo se adueña del vestíbulo. Cuatro truenos, a los que siguen otros cuatro, y luego otros cuatro, y otros cuatro…
Amadou no sabe lo que le golpea. Su mente ya no está en el vestíbulo para cuando su cuerpo toca el suelo. Tan cerca del final, ha vuelto atrás en el tiempo. Es de nuevo aquel día, hace ya tres años, en Conakry, el día en que marchó. Allí están sus padres.
Esta vez, sin embargo, no sube al barco.
***
¿Cuántas balas se necesitan para matar a un hombre?
41.
Ni una menos.
41 balas para acabar con una vida.

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Amadou Diallo murió el 4 de febrero de 1999, en el vestíbulo del edificio donde vivía, a manos de la Policía de Nueva York. Según los cuatro agentes el joven guineano de 22 años no obedeció la orden de alto y sacó algo oscuro de un bolsillo. 41 disparos lo mataron en el acto. Cuando los agentes advirtieron cual era el objeto que Amadou había sacado del bolsillo, ya era demasiado tarde. Una cartera.
Amadou sólo pretendía identificarse.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Grandes escritores por descubrir - Estirpe Salvaje, de Montse de Paz

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Siguiendo con la nueva sección de apoyo a amigos escritores, hoy me detengo en una creadora de historias que realmente "ya ha sido descubierta". Sin embargo, por ser su primera novela de ficción, porque tengo el placer de conocerla, y porque me da la gana (para eso es mi blog), hoy me detendré en mis impresiones acerca de "Estirpe Salvaje", de Montse de Paz.
En primer lugar, cabe destacar que ES es original en su clasificación. Se trata innegablemente de una novela de ficción, pero es tanto fantástica como podría serlo pseudo-histórica. No esperéis elfos, magos, enanos y trolls, no encontraréis nada de eso, y no se hace necesario. Se enclava en el reino imaginario de Slavamir, parte de un mundo mayor creado por la autora, y narra la historia de dos hermanos, Ruslan e Yvanka, dos niños que quedan huérfanos a muy temprana edad cuando un grupo de guerreros asola su aldea y mata a sus padres. Tras pasar años de terribles vicisitudes, deciden marchar con una compañía de guerreros.
Hasta aquí podría parecer una historia al uso para jóvenes, pero yo mismo no estoy de acuerdo con la clasificiación que la propia editorial (Espasa) ha hecho del libro. Esta engoblada en su sección juvenil, pero considero que los temas que trata Montse en el ES son mucho más maduros de lo que en principio puede esperarse. Asuntos como la pobreza (espectacular la escena con los perros), el amor fraternal (la relación entre ambos hermanos), la autoestima, forman parte de la historia y nos llevan a una visión que bien podría englobarse en el mundo actual, en nuestro mundo. Mención especial en cómo trata la autora lo que supone para Yvanka convivir con cientos de soldados, la mayoría de ellos rudos hombres que la violarían sin pensárselo. No, sinceramente no es una novela sólo para jóvenes, aunque tampoco es inapropiada para ellos. Quizás aprendan que la guerra sólo provoca víctimas, en todos los bandos.
En cuanto a la narración, sólo cabe decir que es deliciosa, fluida y para nada pesada. Es muy agradable, invita a deslizarse párrafo tras párrafo. Cuando una historia se hace corta, es sinónimo de calidad. Las distintas escenas están bien representadas, tanto si se trata de una batalla como un acto más calmado. Momentos dulces se entremezclan con las terribles experiencias de los personajes con gran realismo y con un lenguaje claro. Y cuenta con frases antológicas, de esas que quedan en la mente: "Ellas son las mujeres de mi vida... Por ellas no puedo rebajarme a eso".
Los personajes, asímismo, están muy bien tratados, sus modos de ser bien dibujados. Llegas a enamorarte de la pequeña Yvanka, y compartir la responsabilidad que acarrea sobre sus hombros Ruslan. De igual modo, llegas a odiar a ciertos personajes (por sus actos crueles) como Turiak y, sobre todo, la pérfida Ogashka (¡¡¡Dios, cómo aborrecí a esa mujer!!!). Quizás se eche de menos más protagonismo de Yvanka, a mi modo de ver la autora se inclina un poco más por el hermano mayor. O será que me ha gustado tanto el personaje de la niña que me sabe a poco.
Hablando de la presentación, quizás contenga los únicos puntos negros a destacar. La portada es hermosa, blanca, con un dibujo montado muy bien conseguido. Aunque no me gustan los dibujos en las portadas (prefiero fotomontajes más ambiguos pero espectaculares), debo reconocer que en este caso la editorial ha conseguido una buena presentación. Sin embargo, y aquí viene el punto negro, no me gusta el marco de celosías que rodea cada página. A mi modo de ver carga demasiado cada página y no aporta mucha seriedad. Pero son menudencias.
Más allá de eso, y como conclusión, no puedo decir más que Estirpe Salvaje es una gran historia, muy recomendable para todo tipo de públicos, pero especialmente para adultos por la madurez de sus contenidos. Una gran novela que sinceramente aplaudo por su calidad, y os animo a que la adquiráis, no os arrepentiréis.
Gracias, Montse, por regalarnos esta historia, y espero que el mundo donde se situa Slavamir siga creciendo.

Publicación V Certamen de poesía y relatos GrupoBúho.com

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Apareció la quinta antología del citado concurso, un compendio de los ganadores, finalistas y semifinalistas (entre los que me encuentro, con mi microrrelato "Demasiada fantasía") de la edición de este año. En esta ocasión la particularidad es que puede adquirirse el libro tanto en la propia editorial como en Bubok (curiosamente, aún no está disponible en la editorial, aunque imagino que no tardará en aparecer). Os dejo la dirección por si a alguien le interesa comprarlo (11.79 euros más gastos de envío):


viernes, 21 de noviembre de 2008

Demasiada fantasía - microrrelato semifinalista premio anual GrupoBúho

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Por segundo año consecutivo, un texto mío saldrá en la antología del Certamen de GrupoBúho. El año pasado fue por partida doble, con "No sólo los perros lamen" y "No quiero ver el final". Para variar, en la actual edición ha sido elegido un pequeño relato enclavado en un género que he tocado muy poco, el microrrelato. Realmente se me antoja toda una odisea plasmar en tan pocas palabras una historia. A continuación dejo el mencionado texto para que lo valoréis y opinéis sobre el mensaje que subyace en el microrrelato, y si estáis de acuerdo con él o no.
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DEMASIADA FANTASÍA

I. EL LECTOR PRUDENTE.

Fue abrir la cubierta desgastada de aquel ejemplar viejo, de páginas amarillentas y quebradizas, y una locura de historias, escenarios, personajes, sentimientos y vivencias, escaparon cual presos ansiosos por una libertad largo tiempo deseada, largo tiempo denegada.
Cerró las tapas, asustado, tembloroso.
Demasiada fantasía.

II. EL LECTOR OSADO.

Fue abrir la cubierta desgastada de aquel ejemplar viejo, de páginas amarillentas y quebradizas, y una locura de historias, escenarios, personajes, sentimientos y vivencias, escaparon cual presos ansiosos por una libertad largo tiempo deseada, largo tiempo denegada.
Siguió leyendo, y pronto se vio devorado, deliciosamente devorado, su alma henchida, su mente capaz de vagar por otros mundos… su alma un poco más libre.
Jamás demasiada fantasía.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Grandes escritores por descubrir - Víctor Morata Cortado

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Estamos acostumbrados a que se hable de los peligros que conlleva internet, pero para gente como yo, para los escritores, la red es como el descubrimiento del Grial: lo cambia todo. Pero más allá de las posibilidades a nivel de promoción de nuestras historias, más allá está la posibilidad de conocer gente con aficiones y pasiones similares. Desde que comencé a moverme como escritor por internet, he conocido a mucha gente interesante, algunos son mis amigos, otros no tanto, pero he aprendido mucho de otros que, como yo, aman las letras.
El otro día pensaba en ello, y se me ocurrió la idea de diseñar una sección para mi blog en la que mostrara el trabajo de otros escritores que están más o menos en mi misma situación. Lo comenté con mi buen colega de letras, Víctor Morata, y él me confesó que esa misma idea le había pasado por la mente recientemente. Quizás es que todos los escritores estamos hechos en el mismo molde, quien sabe.
Así que aquí está, la nueva sección Grandes Escritores por Descubrir, en la que trataré de mostraros a gente que, además de amigos (o quizás sólo conocidos), considero grandísimos escritores, aunque su nombre aún no esté en las bibliotecas y las librerías. Tiempo al tiempo.

Y no podía iniciar esta sección con otra persona que no fuera Víctor Morata Cortado. Varias veces he comentado mi predilección por este gran escritor que conocí gracias a la página TusRelatos.com (aunque luego hemos coincidido en montones de páginas más, incluso en la radio). Él pertenece a lo que yo llamo “La Generación de TusRelatos”.
Víctor tiene en su haber una increíble cantidad de relatos, que tocan cada género que se pueda imaginar (sí, también mi asignatura pendiente, la poesía, e incluso el teatro). Su especialidad, sin embargo, donde personalmente lo tengo por un maestro, es en la fantasía. No hablo sólo de literatura de espada y brujería, no. Si de algo puede presumir Víctor por encima de otras virtudes es la originalidad de sus historias, y la, asimismo, original manera de contar tales obras. Uno de sus grandes proyectos es “Universo Mágico. Cuentos de Seres Extraordinarios”, trabajo dividido en cuatro volúmenes (agua, tierra, aire y crepúsculo), y que comprende relatos dedicados a todas y cada una de las criaturas mitológicas que el hombre ha adorado o temido desde que es tal.
Como yo, Víctor aún no es un escritor profesional. Ha colaborado con varias revistas, y sus relatos se han publicado en antologías como las del concurso “Una imagen en 1000 palabras”, o en revistas tales que Logogrifo y la prestigiosa El País Literario. Su mayor éxito es, y sólo de momento, el Premio Yoescribo 2008, con su sensacional relato El Cosechador (y que acto seguido os ofreceré, con su beneplácito). Derivado de dicho premio vino el libro con el mismo nombre del relato, pero que además incluía otros dos relatos, Mystica (maravilloso, quizás su mejor trabajo), y Las Palabras que no ves (un delicioso relato, tan tremendamente tierno que se os hará un nudo en la garganta). Un libro muy recomendable (podéis comprarlo si accedéis a la imagen de la portada en la columna de la izquierda).
Y entre concurso y concurso, como quien esto escribe, Víctor sigue peleando por la dorada oportunidad de una primera publicación con una editorial. No le perdáis de vista, quedaos con su nombre: Víctor Morata Cortado.
Yo os digo que pronto os sonará.

Y ahora, disfrutad de “El Cosechador”, Premio Yoescribo 2008.
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EL COSECHADOR

El ser humano se cuestiona constantemente muchas de las incógnitas que envuelven el mundo y, como ser social que es, se interrelaciona en función de cada una de las preguntas que le acometen. Así cada hombre o mujer viven sumidos en una inquebrantable cadena de relaciones anexionadas por sus inquietudes, sus dudas y, en definitiva, sus verdades individuales. Pero, ¿qué sucede cuando esas incógnitas se despejan para alguno de estos entes?

Romeo, como muchos otros hombres, vagaba por la vida con las pretensiones adquiridas de aquellos que se pavonean al decir que nos aman. Caminaba sin darle sentido a sus pasos, sin pretender más de los acontecimientos que lo que por si mismos reflejaban llanamente. Trabajaba, se relacionaba con el entorno – amigos, compañeros, amantes y clientes –, disfrutaba de sus momentos de ocio con escapadas muy sutiles a la casita de la playa, hacía el amor, con cada vez menor frecuencia y así eran todos los días a excepción de aquellos otros en los que se veía sorprendido, en la mayoría de las ocasiones incomodado, por las inesperadas visitas de conocidos y familiares, invasores del espacio personal y vital de Romeo y su pareja. Una rutina que desgastaba sus ansias y ambiciones, mermadas y casi extintas por el paso de los años, erosionadas por el deber de ser social que le inmiscuía en la vorágine del día a día. Un paseo gris que cada jornada se repetía sin aportarle especial aliciente y le hacía meditar acerca de si habría alguna función prevista para él en el futuro que se mostraba más oscuro aún de lo que se veía el presente. Hasta el momento, esto no describe más que la vida de cientos de miles de seres que moribundos habitan nuestro amado-odiado planeta azul casi gris, poluto y resacoso. La vida de aquellos que ya dejaron de subir al desván para echar un vistazo a todo lo que amaron en el pasado y que hoy ya no merece más que el adjetivo de viejo o desgastado o fuera de lugar. Pero Romeo había de ser especial, al menos por un motivo, un impulso que le abriría las puertas de ciertas salas que apenas sabía que existían.

Un día volvía del trabajo. Las nueve y diez. Hora de cenar. Abre el portón. Enciende la luz de la escalera. El ascensor está estropeado. Dos pisos con el pesado maletín. El pecho oprimido por el exceso de tabaco y la carencia de ejercicio. El calor de la época estival. La corbata demasiado apretada. Afloja un poco el nudo. Respira profundamente antes de introducir la llave en la cerradura. Mira el letrerito B sobre el marco. Abre la puerta. Está todo a oscuras. No huele a comida recién hecha. Algo no está bien, sus entrañas le avisan de la desavenencia. Tiene hambre. Sus tripas crujen con desgana, tímidamente. Enciende la luz.

- Cariño... ya estoy en casa... – apenas si se atreve a pronunciar palabra, pero habla con la esperanza de obtener respuesta.

Parece que no hay nadie, se acerca al salón, unos metros a la derecha. Deja el maletín y la chaqueta sobre el sofá. Se afloja un poco más la corbata. Desabrocha un par de botones de la camisa. Sigue encendiendo luces. Se dirige a la cocina. Todo está impoluto. La inquietud empieza a apoderarse de él. Va hacia la habitación principal y no hay nadie, las persianas bajadas y la cama hecha. En el baño no está. Tampoco en la habitación de su futura progenie ni en el despacho. Definitivamente no hay nadie en casa. Raro. Preocupado pero aún tranquilo, Romeo decide aplacar los deseos de su aspecto biológico y se acerca a la nevera. Coge una zanahoria y la mordisquea, un poco de zumo de manzana. Así acallará su estómago, al menos hasta que sea el momento de cenar en serio. Vuelve al salón y enciende el televisor, hace zapping durante unos segundos, nada interesante. Apaga mientras apura el vaso de zumo. Coge la chaqueta y la lleva al armario de su habitación. Mira el reloj. Las diez menos veinte. Coge el móvil. No hay llamadas perdidas. No hay mensajes. No hay nada. Marca los nueve dígitos del celular de Julia. Vodafone informa que este teléfono está apagado o fuera de cobertura en este momento, si quiere realizar... Lo corta antes de escuchar por completo la retahíla. Romeo empieza a ponerse nervioso. Esto es extraño. Coge un pitillo y lo enciende, camina por el salón. Va a la cocina. Allí vuelve a coger el teléfono y marca de nuevo el número de su mujer. Nada. La preocupación aumenta. Su rutina de autómata se ha visto considerablemente afectada y no sabe qué hacer. Quizá no sea nada, se preocupa demasiado. Pero es extraño. Ella no está, ella siempre está. La cena humeante sobre la mesa de la cocina a las nueve y cuarto. El noticiero informando de los avances en el senado. Después de pensar en los posibles lugares en los que podría estar, decide llamar a los padres de Julia, tal vez se encuentre allí. Llama. Al cabo de unos tonos se oye un clic y una voz masculina avejentada.

- ¿Diga...? – Parecía que estuviera masticando algo, eso se nota, les habría pillado cenando.
- Hola Mauri... soy Romeo. ¿Está por ahí tu hija? – Intentaba no mostrar señal alguna de preocupación.
- Ah, hola Romeo... no, no está aquí... espera – se oye un grito algo alejado del auricular - ...nena, ha estado tu hija por aquí hoy... no... Julia... es Romeo... ah... vale... – vuelve a acercarse el aparato para contestar – pues no ha estado por aquí hoy. ¿Pasa algo? ¿Va todo bien?
- Oh, sí, sí... – mintió, nada estaba bien – quizá me avisó de alguno de esos cursos a los que va y no me acordé, no pasa nada Mauri, es que volví del trabajo y pensé que... que estaría por allí.
- Pues hijo... no sé. ¿La has llamado al móvil? – Dijo con cierto aire despreocupado.
- Sí, lo tiene apagado. - Atajó la conversación – Seguro que está en algún curso. Uff... me lo diría y como siempre voy liado ni me enteré...
- Será eso...
- Bueno... Mauri, perdona la molestia... un abrazo. – y colgó.

Romeo no creía en absoluto que Julia estuviese en ningún curso. Si se lo hubiera dicho habría caído en ello aunque no se acordara de la fecha exacta. No sabía donde estaba su mujer. Estaba desconcertado. Pero tampoco quería alarmar a sus padres. Llamó a sus amigas más íntimas con idéntico resultado. Nadie sabía nada o, al menos, todos decían no saber nada. La paranoia asomó por un momento a la mente de Romeo y la alejó consciente de que no era buena idea dejarla aflorar por un hecho que probablemente con el tiempo quedaría en anécdota. Decidió cenar algo más consistente, había ensaladilla rusa del día anterior en el frigorífico. La engulló con la mirada perdida en la cenefa con motivos frutales que rodeaba la estancia. Dejó el plato sucio en el fregadero. Como postre comió un yogur. Un cigarro mientras volvía a hacer zaping en el salón. Un cuarto de hora de una serie de esas americanizadas que se supone han de amenizarte el día. Aburrido y desquiciado, se fue a la cama. Cuando llegara se despertaría y todo habría pasado. Solía volver tarde de los cursos. Por si acaso, confió en que aquello fuera el producto de un malentendido, una mala comunicación marital. Tardó en dormirse. A las tres se despertó. Creyó oír algo. Salió con los ojos entrecerrados al pasillo, no había nadie. Falsa alarma. Miró el reloj. Era muy tarde. Ella no estaba a su lado. La poca tranquilidad que podía haber permanecido hasta el momento desapareció como un estruendo. Pasaron los minutos muy lentamente, los segunderos marcaban el ritmo con un sonido enloquecedor que impedía cualquier intención de descanso y sosiego. Las cuatro. Las cuatro y cuarto. Las cinco menos veinticinco. Las cinco menos diez. Las cinco y cinco. No podía dormir. Daba vueltas en la cama. Sudaba. Se levantaba. Bebía un poco de agua. Se acostaba. Volvía a levantarse, esta vez al baño. A las seis y media decidió levantarse. Se dio una ducha y preparó café. Esperaría hasta las ocho. Nada. Cogió el maletín. Tristemente, con una mala corazonada, cerró la puerta tras de sí. Bajó los peldaños y salió del edificio en dirección al coche. En dirección al trabajo.

Tres cafés no fueron suficientes para aplacar su estado casi hipnótico, sino para acrecentar aún más la alteración de su sistema nervioso que no paraba de azuzarle con esperadas reacciones de ansiedad. No podía dejar de aferrarse a la gran incógnita que había desplantado al resto, la cabeza le daba vueltas buscando una respuesta, aunque fuera tan sólo una, acerca de lo inopinado de la situación acontecida en las últimas horas. No había rastro de su esposa, ni una nota, ni una llamada... nada. Si al menos supiera... pero no sabía, y eso le mataba. Antes de alcanzar el mediodía uno de sus compañeros advirtió el cansancio en Romeo y le instó a que se marchara a casa. Su jefe, despreocupado de los asuntos de la jerarquía inferior, echó un vistazo a su empleado, un buen ejemplar de ejecutivo moderno, responsable e impecable trabajador de los que generaban sustanciosos beneficios para su empresa, y le obligó a abandonar su puesto por el resto de la semana. Su aspecto le delataba y todos tenían razón, en ese estado no podía trabajar. Ausente como andaba, con aspecto fantasmal, arrastrándose por los rincones de la oficina, con una mano sobre la cabeza, los hombros caídos y un halo de tristeza muy impropia de él, decidió que no sería mala idea. Volvió a llamar al móvil de su mujer durante una docena de veces más antes de emprender el camino de vuelta a su hogar. Quizá ya estuviera allí. Aquel pensamiento era más una esperanza que un acto de fe. Una esperanza que se desvanecía rápidamente, que dejaba un sabor amargo en sus arrebatos reflexivos, aquellos que no albergaban sino negativas respuestas indicándole lo que él ya sabía. Julia no volvería. No sabía por qué, pero su intuición le decía que no, que no, que no... y se hacía preguntas que no se atrevía a contestar, se sucedían ignorantes una tras otra, pero nada. Eso es lo que había. Nada. O quizá menos que nada. Al llegar a casa todo seguía tal como lo había dejado al marchar. La cama medio hecha o medio deshecha, que más da. Un plato sucio en el fregadero, un cenicero lleno de colillas apagadas a medio fumar, un olor acre envolviéndolo todo. Pero ni el más mínimo indicio de ella. En un distraído soliloquio se aconsejó mirar el armario, algo que no había caído en hacer la noche anterior y que quizá le diera más pistas acerca del paradero de su esposa. Lo abrió con repentina ilusión en espera de un acontecimiento resolutivo. Las ropas de Julia estaban allí, intactas, quietas, mudas... aquello no hacía más que envolver toda aquella situación en un entorno aún más misterioso de lo que ya era. ¿Habría sido quizá víctima de un secuestro? En su fuero interno algo le decía que no, así que desistió y simplemente esperó. Y aguardó tanto la llegada de su mujer que perdió la noción del tiempo e incluso del espacio. Se encontraba confuso, abstraído, embargado en una sensación de profunda melancolía. Dormía a ratos, se despertaba, vagaba por toda la casa, se sentaba en el sofá del salón y encendía la tele, la apagaba y se iba a la cocina, se sentaba a la mesa quizá esperando que Julia apareciese por detrás con un plato humeante de alguno de sus deliciosos guisos, pero no venía nadie. Se echaba las manos a la cabeza y gacha la zarandeaba mientras alguna lágrima se desprendía golpeando el mantel y humedeciéndolo. Volvía a levantarse, esta vez para ir a la cama. Se recostaba sobre su lado, el izquierdo, y miraba distraído el lado que ella ocupaba, lo acariciaba recordando las curvas de aquella espléndida mujer que había tomado por esposa. A veces le parecía oler sus cabellos, su piel... pero era una ilusión que no hacía más que sumirlo más aún en aquella tormenta de desesperación y desasosiego. Apenas se dormía, terribles pesadillas arremetían contra su debilitada psique y entonces despertaba, sudoroso, frío como un témpano, temblando, asustado... se desvestía y caminaba, zombi, desnudo hacia el baño, se metía en la ducha y dejaba que el agua resbalara largo tiempo por su piel, con la esperanza que el agua se llevara su dolor y que el desagüe engullera cada resquicio de aquel injusto sufrimiento. Pero el agua caía y caía, ni fría ni caliente le purgaban de aquel mal. Desistió y, sin secarse, anduvo por el pasillo, acariciando las paredes, recordando, gimiendo como animal herido y cabizbajo en su desnudez. Abatido se dejó caer sobre el linóleo y lloró hasta secarse. Cuando la última de sus lágrimas cayó y el último sollozo cesó, habían pasado días, no sabía cuantos, pero bastantes. Había migrado otras decenas de veces de un lado a otro del piso, esta vez sin pensar en nada, absorto en la más absoluta negrura, en la eterna nada de su ser. Se vistió cómodamente y se trasladó al salón. Llevaba días sin comer, sin apenas dormir y bebiendo lo justo para aplacar su sed. Lo que antiguos maitreyas habían realizado con el fin de alcanzar la purificación de su cuerpo encarnado y, después de todo, la iluminación, había supuesto para Romeo una devastadora etapa para su organismo que no toleraba ni un gramo de la más liviana comida. Con el estómago cerrado y oprimido, apenas había alimentado aquel quejumbroso cuerpo, despojo de un duro golpe, lo que algunos especialistas darían en llamar un shock, un trauma.

El estado lamentable en el cual se encontraba Romeo no hacía más que incubar una locura subyacente, la alimentaba y se notaba como crecía en su interior. Él mismo sentía desquiciarse desde dentro hacia fuera, como si alguien estuviera desgarrándole las entrañas para conseguir ver la luz de aquella realidad que se le reprimía, aquella realidad que empezaba en los surcos cerebrales y acababa dando forma a lo que Romeo percibía a través de sus receptores. Había oído hablar de cómo funcionaba la mente, de cómo los sentidos se organizaban para darle forma a lo que la realidad exponía ante sus órganos receptores y transmitían la información que conformaban la realidad sobre la que se desenvolvía el ser humano. También había oído hablar de las neuronas espejo, un nuevo descubrimiento que ampliaba algo más el sistema perceptivo del ser humano, llevándolo a un nivel de empatía tal que el organismo era capaz de reconocer la verdad de los objetos, personas y demás, de ver el futuro, de ser capaz de vivir perceptivamente lo que otros percibían directamente. Algunos daban incluso en llamar a estas neuronas, Dalai Lama, por el efecto que sobre las personas producía. Esto daba explicación a muchas de las cosas que motivaban al ser humano, como la sensación gratificante de ver cómo alguien gana en televisión ante cualquier evento competitivo o la conquista de un amor por parte de un amigo o familiar. Nuestro organismo empatiza con ese otro organismo y es capaz de vivir al mismo tiempo lo que aquel experimenta. Ahora, Romeo se sentía incapaz de mostrar empatía por nada ni por nadie, simplemente estaba.

Aturdido, agazapado y enroscado sobre sí mismo en el sofá, miraba al frente. Sus ojos se dirigían al vacío, atravesando la pantalla del televisor apagado. De vez en cuando, se balanceaba levemente, intentando mantener el equilibrio producido por la inanición y la creciente deshidratación. No notaba la estancia a su alrededor, había olvidado incluso su propio cuerpo. Se creía una mente volátil, como humo estático sumido en una profundidad absoluta. Nada existía, él tampoco.

En uno de los momentos en los cuales su organismo hizo una llamada de atención, Romeo notó una presencia a su izquierda. Al principio era como una sombra, quizá la suya, pensó, pero luego se fue estableciendo una silueta más clara, con unos contornos más precisos y unos rasgos mucho más marcados y definidos. En unos segundos, su vista se acomodó y pudo apreciar a alguien sentado junto a él, mirándole fijamente a los ojos. Por un instante se estremeció y un escalofrío le recorrió con un espasmo dorsal. No sabía quién era aquella persona, ni cuanto tiempo llevaba allí junto a él, sólo sabía que estaba ahí. Mirando, impasible. Ahora sí que estaba mal, tenía alucinaciones. Si esperaba algún síntoma claro que le indujera a ponerse en manos de profesionales sin duda era aquel. Una persona, posiblemente una visión deformada de su propio yo, se había manifestado como algo real. Si no creía mal, aquello era perfectamente reconocido como un cristalino presagio de Esquizofrenia. No podía dar crédito a lo que sus ojos veían, los frotó para mayor seguridad. Aquel hombre seguía allí. Se acercó hasta que pudo percibir un aliento dulce emanando de la boca de su alucinación. Levantó un brazo y alargó un dedo lentamente, con su cara a escasos centímetros de la de él, quería comprobar si podía tocarlo, si la alucinación le llevaba al extremo de experimentar el tacto de algo inexistente como físico y real. Cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo, una voz hizo que se detuviese en seco.

- ¿Has terminado ya? – Era aquel hombre el que hablaba.
- ... mmm... – Romeo se encontraba absorto por tal acontecimiento.
- Digo qué si has terminado ya... – tenía una voz muy natural, carente de cualquier aspecto sombrío – y te has convencido de que no soy una alucinación.
- Pero... pero... yo... pero... – Estaba desconcertado. Aquello no lo esperaba. Permanecieron en silencio durante varios minutos, mientras Romeo llevaba a cabo un exhaustivo análisis de su propio estado y calmaba su ser para afrontar aquel hito con la mayor serenidad posible.

Trató de comprender, pero la confusión que precedía a tal aparición se hizo notablemente firme y su crecimiento llegó a tal punto que abrumó la conciencia de Romeo, imposibilitándole pensar, hablar e incluso ser. Si la voz de aquel ser no despertaba el más absoluto temor en él, su apariencia física evocaba no muy agradables deseos de tenerle al lado. Era quizá un hombre desmesuradamente delgado que en su desnudez dejaba ver las venas sanguinolentas que le recorrían todo. Su cráneo pelado dibujaba pequeñas vetas azul-violáceas que se cruzaban por todo el rostro, acentuando la expresión de aquellos ojos negros. Con los pies sobre el sofá y su espalda encorvada hacia delante recordaba a esos extraños seres que cuidan de los tejados mientras la lluvia se desagua bajo sus pies engarrados. Su tez además era de un pálido inusual, su piel nacarada casi parecía rodearse de un halo luminoso entre tanta tenebrosidad. Ponía los pelos de punta, ciertamente Romeo estaba erizado de pies a cabeza. Todo aquello no exigía menos de él. Harto curioso a la vez que asustado, Romeo no podía más que verse sorprendido por un acontecimiento insólito, a saber, por mucho que aquel aspecto le repugnara, su voz se mostraba antagonista, distante de representar aquel porte que ante él se evidenciaba. Entonces no pudo más que evocar un antiguo dogma popular que le procuraba precaución y desconfianza, no conseguía recordar las palabras exactas pero el mensaje estaba claro y no pudo más que retrotraerse sobre el sofá, apoyando el peso de su cuerpo sobre el brazo, guardando la distancia con aquel ser en la medida en que el espacio se lo permitía. La fealdad evidente de aquel que le acompañaba desde hacía pocos minutos evidenciaba las teorías que recordaba años atrás le habían impactado en las clases de Psicobiología. Fueron años en los cuales aún andaba perdido vocacionalmente y saltaba de carrera en carrera como si fuera una mariposa libando las flores de un campo pleno y dispuesto. En una de esas clases se hablaba de los mecanismos adaptativos por los cuales se rige el hombre como organismo biológico ante situaciones de elección de pareja, amistades, etc... Eran unos estudios algo alarmantes, ya que establecían a grandes rasgos que la belleza evidente y los aspectos que denotaban una mayor salud eran los que determinaban la deseabilidad por parte del sexo opuesto e incluso la aceptación por parte de nuestros congéneres. Si ocurría alguna fechoría, siempre se apuntaba con el dedo al feo antes que a la persona atractiva; si se atribuían ciertas cualidades negativas y se mostraban posibles candidatos para ostentarlas, la mayoría señalaban sin albergar la más mínima duda a aquellos que eran menos agraciados físicamente o mostraban un aspecto menos saludable. Era curioso como el ser humano se ve irremediablemente encadenado a su condición de ser biológico y por ende a los mecanismos que lo maniobran. Así se sentía Romeo en ese momento en el cual intentaba con no demasiado éxito alejarse del visitante inesperado, controlado por su biología y negando la bondad de aquel ser por su talante afeado. Aquello era inherente a él, tanto más a Romeo su condición humana que la condición desatendida de aquel otro, pues aún se tenía por una alucinación procedente de la psique del reciente abandonado y como tal concedía tal aspecto a una decisión de su subconsciencia. En cualquier caso, allí estaban ambos. Enfrentadas las miradas a una altura descompensada por sus respectivas posiciones: Romeo sentado con medio cuerpo sobre el respaldo y el otro medio sobre el brazo; el ente acuclillado sobre el mullido sofá con la cara girada hacia su interlocutor. Una escena acunada en la penumbra, digna de ser retratada con el aire dramático que en sí misma evocaba.

Cuando el reconocimiento de la figura fantasmagórica le llevó a pensar que no había nada más que pudiera perder salvo la cordura que ya andaba escasa, Romeo decidió asentir a la pregunta que el horrendo ser le lanzó en su pleno encrespamiento mental y emocional. No pronunció ni una palabra, solamente agitó la cabeza con lentitud temiendo la respuesta no agradara a la bestia y acabase con la poca vida que le quedaba. Quizá aquel le ofreciese datos acerca del paradero de su mujer, pero al tiempo ,temía que ese momento que compartía ahora no fuera más que el instante previo al fin al que hubiese estado sometida su esposa. Romeo, nervioso y pálido, calló y miró algo retrotraído hacia la oscuridad proyectada sobre el ente.

- ¿Sabes por qué estoy aquí? – dijo sombría.

Romeo contestó igual que afirmara segundos antes, con un leve giro de cabeza, lento y controlado.

- ¿De verdad qué no lo sabes? ¿No te haces una idea? – dijo esbozando una sonrisa macabra. No esperó a que Romeo contestase esta vez. – Vengo a llevarte.

El horror se dibujó en el rostro del hombre ajado por los días de reclusión, con la inanición llevada al extremo. Se reclinó sobre el brazo del sofá con fuerza, intentando huir de la imagen que se mostraba al otro lado. La figura sonrió mostrando sus dientes, eran afilados y oscuros. Pasó la lengua entre ellos antes de proseguir.

- ¿Aún no te has dado cuenta? – Era una pregunta retórica.

La escena cambió sorprendiendo a Romeo. El ser posó un pie en el suelo con calma y lentitud, luego el otro. Aún de pie no se mostraba totalmente erguido, se mantenía encorvado mientras se frotaba ambas manos en dirección a Romeo. El hombre perdió de vista el motivo que le había llevado a esa situación, reubicando sus prioridades y estableciendo como primer orden el hecho de seguir con vida. Su mujer, donde quiera que estuviese, no estaba allí. Él sí y, sin duda, preveía que su fin se acercaba a cada paso que daba la criatura. Aún en la penumbra, la bestia se aproximó a Romeo y rozó con la punta de su lengua la cara del asustado humano. Le pareció que se relamía, pero quizá solamente fuese un producto de su agrietada imaginación, en ciernes de sobrepasar la realidad misma. Entonces, el ente tomó por el hombro a Romeo y le instó a que le acompañara. Darían un breve paseo.

- Primero saciaré tu incógnita. – Y tiró de él hacia la puerta de entrada.

La figura salió al pasillo, parecía no temer que nadie le viese. Sus vecinos del A solían tener un movimiento bastante concurrido, se trataba de una pareja muy familiar y no faltaban primos, hermanos, tíos, padres... que les visitaran a diario, varias veces además. Por un lado, aquella algarabía que a veces se montaba en el pasillo, ofrecía a Romeo la suculenta posibilidad de ser visto y, de este modo, liberado de la bestia. Por otro, no creía mucho en la disposición de estas personas a arriesgar sus vidas por la de alguien que apenas conocían e, incluso, no caía demasiado en gracia por sus constantes quejas a la comunidad. La criatura, ahora a la luz del pasillo, seguía siendo tan siniestra como entre sombras. Ahora pudo ver sus amarillentos ojos penetrantes. La sangre se le heló y el corazón sintió una punzada de dolor.

- Bajemos. – Dijo.

Descendieron peldaño a peldaño sin abrir la boca. Romeo estuvo tentado de llamar a alguno de los timbres mientras bajaban, pero esta idea se esfumó cuando otra más terrorífica le advertía que aquella podía no ser una decisión acertada. Llegaron a la planta baja y siguieron bajando hacia el sótano. La criatura se acercó al hueco del ascensor y cogió a Romeo por el hombro, insistiéndole para que se aproximara. El horror se encendió de nuevo en todo su cuerpo y la cara se le desencajó en un sollozo ahogado justo antes de caer de rodillas ante la imagen. Era el cadáver de Julia. Su mujer estaba de un color extraño, sin vida y con los primero signos de descomposición. No entendía como podría haber llegado allí, pero ahora sabía porqué no funcionaba el ascensor.

- No sufrió. Mira. – dijo señalando a la cabeza.

En la sien derecha tenía un orificio diminuto. Era el rastro de una bala. Alguien había disparado a bocajarro a su esposa y había escondido el cadáver allí. El bolso abierto y destripado sobre el cuerpo no dejaba lugar a dudas que algún desalmado asaltante la había sorprendido en el portal, quizá al azar, para más tarde cometer aquella atrocidad por una mísera cantidad. No podía dar crédito a lo que veía. El vómito se quiso pronunciar, pero su estómago estaba vacío y se rebelaba ante tal idea.

- Fue un disparo limpio. Yo mismo vine aquí hace unos días.

La cabeza le daba vueltas, las preguntas se agolpaban intentando ganar puestos y pronunciarse para ser resueltas. En cambio, lo único que Romeo pudo emitir fue un balbuceo incoherente e incomprensible. La bestia volvió a coger del brazo al hombre y le empujó escaleras arriba.

- Volvamos arriba. Se acerca la hora.

Durante el trayecto de vuelta no se cruzaron con nadie. Romeo se supo condenado en el instante en que cruzaron de nuevo el umbral de su casa. Intentó zafarse justo en ese momento en el que era sentenciado, pero la fuerza sobrehumana de aquel ser le hizo caer de espaldas en el pasillo al empujarle. Cerró la puerta tras de sí y se acercó a Romeo.

- Puedes intentarlo... pero es inútil.

Romeo se levantó. Comprendió que no había nada que hacer y esperó los próximos movimientos del ser. Este lo miró con cierta melancolía. Entonces le indicó con un gesto de su pelada cabeza que anduviese por el pasillo hacia el baño. Pasaron por la habitación y echó un último vistazo, rememorando los felices momentos que había compartido con su esposa. Noches en vela y complicidades envueltas en las sábanas de aquella cama. Esos momentos nunca volverían, Romeo lo sabía. Un empujoncito sacó a Romeo de su ensueño y siguió su camino hacia el baño. Cuando llegaron, la puerta estaba entreabierta y la luz encendida. Romeo no recordaba haberla dejado conectada. No le dio importancia dadas las circunstancias.

- Ábrela – dijo dándole un toquecito en el hombro.

Romeo se giró para mirar a la criatura. Eran rasgos firmes que no admitían una respuesta contraria. Se volvió y empujó la puerta. La hoja chocó, había algo que impedía que se abriera, pero dejaba una abertura suficiente como para entrar. Miró de nuevo al ente y este le indicó que entrase. Al hacerlo, la criatura ya estaba dentro y, en el suelo, tirado sobre un charco cristalino, había un hombre. Estaba rígido, esquelético y pálido. Romeo hizo una mueca de asco y giró la cara en dirección opuesta, enfrentando su aliento con el de aquel monstruo.

- Míralo bien – dijo con parsimonia.

Romeo obedeció. Casi pierde el equilibrio. Intentó no caerse aferrándose al grifo del lavabo. Luego deslizó su espalda por la pared hasta quedar sentado. Miró quedamente el cadáver del baño. Era él. Había muerto y aquel ser, efectivamente estaba allí para llevárselo consigo. El dónde y el cómo aún seguían siendo un misterio. Cuando la respiración de Romeo recuperó su cadencia normal, la bestia lo tomó por los hombros y lo elevó hasta ponerlo de pie. Entonces aparecieron de nuevo en el salón. Aquellos instantes se sucedieron pesados, el tiempo se paseaba con zapatos de plomo. La figura se situó frente al hombre y lo volvió a mirar de arriba abajo. Esbozó una sonrisa.

- No sé si mereces esto. – dijo justificándose – Yo no dicto las normas.
Dicho esto, de las sombras emergió una forma lentamente. Al principió no supo asignarle rostro ni rasgos humanos, pero cuando la oscuridad se acomodó finalmente a su visión, pudo comprobar como la figura que se mostraba ante él y tras el ente se definía como la de una mujer. Julia. La sonrisa de la criatura se pronunció más aún y la mujer se acercó sinuosa hacia Romeo, con pasos lentos y mirada tímida. Romeo no supo reaccionar y esperó a la sucesión de acontecimientos. Julia se acercó a Romeo, le miró a los ojos sin pestañear. Su mirada lo decía todo. La mujer depositó sus labios dulcemente sobre los de Romeo y el tiempo se detuvo una vez más, ahora con complacencia, dejando que los amantes saborearan el beso del reencuentro. Había echado tanto de menos a su esposa que Romeo no pudo evitar una lágrima le recorriese el rostro y salara aquella unión. Julia se separó para mirarle una vez más, sus narices casi se tocaban, quedando ambos desenfocados ante los ojos del otro. Ella entonces se giró y asintió con la cabeza hacia el ser que aguardaba. Tomó la mano de Romeo y la criatura se situó a sus espaldas, colocando sus garras sobre los hombros de la pareja. Una luz blanca e intensa inundó la habitación. No supieron identificar su procedencia pero tenía un aspecto cegador que, curiosamente, no provocó que desviaran sus caras para protegerse de tal potencia luminosa. Los amantes se miraron mientras las tres figuras se disipaban engullidos por la blancura. Después un sonido sin sonido y la luz desapareció, como si hubiese sido aspirada hacia el interior de alguna dimensión desconocida. El salón quedó entre sombras, con alguna luz mortecina de la calle invadiendo algunos rincones. La quietud se apoderó del lugar, el silencio también.

sábado, 8 de noviembre de 2008

La Sombra de la Luna, publicada en Bubok

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Con motivo del próximo certamen literario convocado por el portal de auto-edición Bubok, acabo de presentar en dicho portal uno de mis trabajos, una novela corta llamada La Sombra de la Luna.

¿Y de qué va esta novela? Se trata de una historia a medio camino entre varios géneros, a saber, policiaca, romántica y fantástica. Todo comienza cuando en las alcantarillas de la ciudad de Amalgama (ciudad imaginaria donde transcurre la historia) la policía encuentra el cadáver de una joven y hermosa muchacha. Arrabal, un inspector del departamento de Crímenes Violentos con cargas sobre su conciencia por una terrible pérdida, investigará el asesinato, relacionado con una serie de crímenes idénticos cometidos en el pasado. Su única pista será un siniestro símbolo marcado con sangre en la víctima: un pentagrama.

Al mismo tiempo, un escritor de éxito, acosado por los demonios internos de una vida incompleta, de pronto conocerá a la mujer de sus sueños, bajo la forma de su nueva vecina. A partir de entonces, una obsesión sin sentido roerá su alma hasta envolverlo en una historia oscura que sobrepasará todos los límites de su imaginación.

Poco más puedo decir sin revelar más de lo necesario. La novela, de 134 páginas, ya está disponible en la página de Bubok http://www.bubok.com/libros/4710/La-Sombra-de-la-Luna, al precio de 10 Euros (más gastos de envío). El pago de la compra se puede realizar por el servicio PayPal o mediante tarjeta (ambos métodos totalmente seguros, yo mismo lo he comprobado). Si, de todos modos, alguno de quienes leéis esto estuvierais interesados en comprarlo, pero no pudierais pagarlo con esos métodos, yo podría hacer de intermediario y haceros llegar un ejemplar. Para ello, os podéis poner en contacto conmigo a mi dirección de correo electrónico: javibenigani@hotmail.com y acordaríamos el modo (lo más cómodo sería realizar una trasferencia bancaria a mi cuenta y una vez hecho yo os envío el libro).


A continuación, la portada y contraportada del libro, y un extracto de la novela para que valoréis convenientemente.


LA SOMBRA DE LA LUNA (Extracto)
PROLOGO

Lo primero que sintió al despertar fue dolor. Era insoportable, la cabeza le ardía, y sentía el cuerpo embotado, como si estuviera muy lejos de su alma. Poco a poco, la conciencia fue completándose en su cuerpo, y no mucho después fue capaz, no sin esfuerzo, de abrir los ojos.
Nuria no vio nada al principio. Todo se le antojó borroso, y sólo logró identificar una extraña calidez en la zona de su vientre, sobre la piel, algo húmedo que no supo reconocer. Con tiempo logró enfocar la imagen hasta advertir un cielo nocturno, veteado con estrellas, aunque parcialmente cubierto por algún tipo de techo, que sin embargo se alzaba muy por encima de su cabeza. La luna brillaba con una intensidad fuera de lo común, casi parecía un ojo vivo que la mirara. De repente, una fugaz línea cruzó la bóveda celeste.
La luna lloraba por ella.
Trató de alzar la cabeza, pero al instante advirtió que no podía. Se sintió sujeta por el cuello, pero también por las muñecas y los pies. Comprendió que estaba tumbada, y entonces un terror salvaje, hiriente en verdad, nació en su corazón, justo en el centro de su centro emocional. Rompió a llorar, se sintió más impotente que jamás en su vida, pues, por su condición, no podía siquiera pedir ayuda.
Nuria era muda.
Entonces escuchó murmullos, como una retahíla de ronroneos, como rezos de tono monótono. Sintió la proximidad de alguien, y de pronto, en su línea de visión, apareció un demonio, o así lo creyó la muchacha. Vestía del negro más insondable y funesto, y su rostro era el del diablo, un carnero con grandes cuernos enrollados y facciones de sangre. En su terror, no advirtió que se trataba de una máscara de madera.
No, porque su atención pasó pronto al objeto que portaba el hombre.
Una daga.
-Y como he vertido la sangre del cordero, ahora verteré la tuya, pues no eres más que carne y hueso. El espíritu esplendoroso, puro, que vive en ti, será expulsado de tu prisión, y alzado a su glorioso plano de existencia.

Y cuando aquellos versos impíos surgieron de la boca del individuo vestido de demonio, algo se rompió en Nuria. La desesperación la abrumó hasta la histeria, pues de repente supo cual era su destino.
Por vez primera en su vida, un fino hilillo de voz surgió de su garganta cuando sintió la hoja clavarse en su carne y desgarrar su corazón.
Luego, oscuridad.

1. EL PENTAGRAMA

Sorteó el charco de inmundicia con escasa elegancia, pero la mala fortuna quiso que, en su descenso, el mocasín derecho fuese a pisar algo gelatinoso. Arrabal tardó un momento en despegar la suela del zapato, pero en ningún momento bajó la vista. Mejor no saber qué demonios era aquella sustancia pegajosa.
Se dirigió hacia la zona acordonada con cinta amarilla, un rincón cerca de una de las desembocaduras de aquella sección de alcantarillado. Allí había varios hombres uniformados, algunos de ellos con el rostro cubierto con pañuelos, alrededor de un bulto posado en el suelo de una de las aceras que bordeaban el canal. De todos aquellos policías, no había uno sólo que no mostrara una faz blanca como la cal, cuando no amarilla. La mezcla de humedad y hedor era tan insoportable que incluso cubriéndose la nariz resultaba imposible no percibir el tufo a descomposición del lugar.
No era aquello lo peor, sin embargo. A Arrabal, su trabajo como Inspector Jefe del departamento de Crímenes Violentos de la Policía no solía reportarle gratas visiones, por lo que la costumbre le valió para no inmutarse demasiado ante lo escabroso de la escena- a diferencia de otros de los allí presentes, que evitaban mirar directamente al causante de tanto ajetreo-. Era además un hombre cuyo carácter tendía exageradamente a inclinarse hacia el lado racional de las cosas, y quizás por ello era capaz de mantener la compostura en situaciones en las que resultaba incomprensible la entereza. La mayoría de individuos como poco habrían palidecido ante el cadáver apostado en aquellas sucias alcantarillas; la mayoría habría vomitado, algunos incluso hubiesen caído desmayados.
Arrabal, sin embargo, más que asqueado se sintió de algún modo agradecido a la providencia y al funcionario de mantenimiento del alcantarillado que había descubierto el cuerpo sin vida. Hacía meses que había perdido el rastro de aquel caso, y ya algunos en el departamento pensaban que debía ser archivado. Arrabal llegó a creer que, por primera vez en su carrera, tendría que dejar un caso inconcluso, y no era aquella una mancha que deseara en su expediente. Bastante vapuleado se sentía ya, a título personal.
-El tipo que lo encontró asegura que el cuerpo había quedado anclado en la reja- dijo Iván Prieto, el veterano capitán de policía que había llamado al departamento de Arrabal.
El inspector asintió, sin decir nada. Era poco dado a dar opiniones, al menos mientras no estuvieran más contrastadas, aun cuando en su cabeza no cesaban de apelotonarse decenas de ideas e hipótesis.
-¿Han fotografiado y tomado huellas los del laboratorio?- preguntó Arrabal.
-Sí, inspector, han hecho su trabajo.
Haciendo caso omiso del hedor del entorno- algo que no resultaba sencillo-, y de aquella maldita humedad que conseguía que sus huesos se lamentaran con cada movimiento, se arrodilló junto al cadáver, tratando de que la parte baja de la gabardina no cayera sobre el sucio suelo. Luego de cubrir sus manos con sendos guantes de látex, y con el inestimable concurso de Silverio, su joven e impetuoso ayudante- y nuevo, hacía apenas unos meses que había ingresado en el cuerpo desde la facultad de criminología-, ahora extrañamente moderado, dio la vuelta al cuerpo. Arrabal sabía en todo momento lo que iba a encontrar, así que los ojos tras los gruesos cristales de sus gafas de montura de pasta ni parpadearon.
Ah, lo que daría por un puto pitillo, y por no ser tan condenadamente listo, se dijo, al comprobar que su intuición no había errado.
Que el cadáver era el de una mujer había estado claro antes de voltear el cuerpo; una mujer que, en vida, debía haber sido hermosa, a juzgar por sus rasgos bien perfilados, y la juventud ahora sin color y fría; largo cabello rubio, a pesar de la suciedad que lo manchaba, y buena figura, sinuosa, atractiva. Estaba en buen estado de conservación, por lo visto no hacía mucho que había sido dejado allí, porque de otro modo las ratas ya habrían dado buena cuenta de su carne.
-Lástima de muchacha…- balbuceó Arrabal.
Silverio no lo escuchaba, en aquel momento; el pobre chico, a pesar de las advertencias de su superior, a pesar de sus esfuerzos por demostrar al inspector su hombría, se había apartado un poco para expulsar de su estómago los huevos y la panceta ahumada que había desayunado aquella mañana. Aprendería, con el tiempo, y si lograba resistir los horrores de aquel trabajo, que las comidas copiosas estaban de más cuando uno era policía de homicidios.
Arrabal emitió algo parecido al ronroneo de un gato, sólo que no era un sonido de complacencia, sino de asentimiento. Coincidía, sí, el cuerpo, con los que le habían precedido. Aquella pobre infeliz tenía el dudoso honor de ser la víctima número diez de un o unos asesinos que ni siquiera el mejor detective de la ciudad podía localizar… por el momento.
Pero lo peor, lo que más intranquilizaba a Arrabal, no era el cuerpo, ni la terrible herida a la altura del corazón. No, lo único que lograba inquietar a un hombre que había visto de todo era un símbolo marcado con sangre ahora reseca en el abdomen de la víctima. Un símbolo que evocaba malos presagios, al menos para su mente anclada en la cotidianeidad del mundo.
Cinco líneas formando una estrella.
Un pentagrama.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Seguimos sumando - LA PUERTA - Publicación en la antología HELLinFILM

Nueva mención, esta vez ha sido mi relato "La puerta", que ha sido elegido para participar en la antología HELLinFILM, junto con otros 29 trabajos, entre los más de 130 relatos que competían en dicho concurso. La novedad es que la antología sólo puede adquirirse a través del portal Bubok. Si alguien está interesado en adquirir un ejemplar, pinchando en la imagen de la portada de la antología, en la columna derecha de este mismo blog, se enlaza con la página de presentación del libro.
Y para celebrarlo, mi relato:

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LA PUERTA


La puerta no tenía nada de especial más allá de lo que representaba para Pablo. Se trataba de una simple hoja de madera blanca, adornada con unos ribetes que formaban dos cuadrados, uno superior y otro inferior. Nada más. Era tan común como cualquier otra puerta.
¿O tal vez no?
Alojada en el pasillo, se suponía que daba a un trastero. Se suponía, porque Pablo jamás había visto el interior de la habitación. Muchas veces le habían dicho al niño que no debía abrirla jamás. Sus padres no se cansaban de insistir, aunque nunca le explicaron el misterio alojado tras aquella puerta.
-Cosas de papá y mamá- le decían siempre, pero no más.
De todos modos, no tenía modo de abrirla, pues sus padres la mantenían siempre cerrada con llave, y mantenían ésta a tan buen recaudo que el chiquillo jamás la había visto.
Pero Pablo era un niño curioso. Solía ser un incordio para sus profesores, pues los avasallaba con sus constantes preguntas sobre cualquier aspecto que reclamaba su atención. Quería siempre saber la razón de todo, de cualquier fenómeno que encontrara intrigante o sencillamente interesante. Y el colmo del misterio era para el muchacho aquella puerta, hasta que llegó a convertirse en una obsesión. ¿Qué había detrás? Se preguntaba en cada ocasión que pasaba frente a la puerta. ¿Qué secretos guardarían sus padres? Y su imaginación de niño se desbordaba, y se planteaba mil y una explicaciones.
Teoría uno: obviamente, sus padres eran superhéroes, y allí guardaban sus uniformes. Y los guardaban a buen recaudo para mantener su identidad secreta. Algún día, cuando fuera más mayor, le hablarían de ello, le revelarían sus superpoderes, y le enseñarían a utilizar los que sin duda debía haber heredado. Poco importaba que sus padres no tuvieran la típica apariencia musculosa y gallarda de los héroes del cómic, poco importaba que fueran, en apariencia, tan comunes como cualquier otra persona.
Teoría dos: aquella puerta, como la del armario de su cuento preferido, daba a otro mundo; uno repleto de fantasía y magia, en donde a buen seguro sus padres eran gente importante. Quizás reyes en el exilio, que algún día volverían para reclamar lo que les pertenecía, un vasto reino que algún día Pablo heredaría.
Teoría tres: la puerta daba a una habitación angosta, un centro de control desde donde sus padres, que eran espías del gobierno, recibían la información de sus misiones. Como en el caso de los superhéroes, aquello era algo que debía mantenerse en estricto silencio. Sus padres querían, a toda costa, proteger a su hijo de cualquier espía enemigo.
Pablo formuló muchas más teorías en su cabeza, su imaginación era desbordante. Sin embargo, conforme pasaron los años, todas aquellas fantasías fueron perdiendo su fuerza, todas quedaron derrotadas por su innata curiosidad. Ya no le bastaba con especular.
Necesitaba saber.
***
El niño tendría por entonces doce años. Era de noche, sus padres dormían profundamente, Pablo se había asegurado de ello antes de poner en marcha su plan. Unos días antes un compañero de escuela, a petición del propio muchacho, le había enseñado un par de truquitos para abrir cualquier cerradura- un chico de bastante mala fama en el colegio, un profesional de los robos en las taquillas-. Las clases le costaron a Pablo la asignación semanal de dos meses, que sin embargo no dudó en pagar, pues la necesidad de saber era más fuerte.
Utilizó los dos alambres como le habían enseñado, pero el chiquillo estaba muy nervioso, y no logró mucho al principio. El miedo a ser descubierto y, sobre todo, la excitación por estar tan cerca de conocer el secreto, lo habían sumido en un estado casi taquicárdico. Logró serenarse un poco, y tras varios intentos más frustrados, al fin logró el deseado “clic”.
Tomó la manivela. Su corazón bombeaba tan deprisa que amenazaba con salírsele del pecho. Estaba a punto de satisfacer sus deseos…
…y entonces sintió un ramalazo de horror. Perladas gotas bajaron desde su frente, y comenzó a tiritar. Soltó la manivela preso de una angustia que no tenía razón de ser, cuando meros instantes antes casi saltaba de alegría ante la certeza de que hoy descubriría el misterio. Ahora en cambio no quería más que alejarse de la puerta.
Y lo habría hecho. Se dio la vuelta, dispuesto a volver a su habitación, o incluso dirigirse hasta sus padres y confesarles lo que había tratado de hacer. Pero entonces volvió la curiosidad, insaciable bestia que puso el contrapunto al miedo.
-No seas niña, Pablo- se dijo, entre susurros, a sí mismo-. Si no lo descubres hoy ya no lo harás nunca. Siempre tendrás miedo. ¡Tienes que ser valiente!
Así, Pablo creyó encontrar el coraje. Aferró de nuevo la manilla, y esta vez la bajó. La hoja de madera se abrió hacia adentro, primero sólo una rendija. Nada pasó, ninguna luz surgida de un mundo de fantasmas, ningún monstruo en busca de cerebros humanos, ni siquiera el típico chirriar de las bisagras, como en todas las películas de terror. Sólo la lógica oscuridad de una habitación cerrada y sin las luces accionadas.
Pablo se envalentonó y fue abriendo más y más. Nada, no vio nada, solo oscuridad. Sin llegar a traspasar el umbral, buscó a tientas una clavija, y la halló. La luz de una pequeña lámpara colgante iluminó entonces el habitáculo, destrozando toda ilusión del muchacho.
Efectivamente, aquella puerta no daba a otro reino de la existencia, era tan sólo una habitación vacía por completo. No contenía nada, ni un mísero mueble. Decepcionado, y un poco desconcertado, Pablo entró en la estancia, rascándose la cabeza y preguntándose al tiempo porqué sus padres habían puesto tanto énfasis en que no debía entrar jamás allí. ¡Pero si no había nada!
Se rió, de sus miedos absurdos, de lo iluso que había sido. Se dio la vuelta para salir de allí y entonces…
…no encontró la puerta.
No estaba, el hueco por donde había entrado sencillamente no existía, todo era pared, lisa, tan revestida del anodino papel como el resto.
El corazón volvió a brincar. El miedo volvió a presentarse, y esta vez ya no se marcharía. El pavor lo hizo enloquecer, Pablo se lanzó contra la pared; la golpeó, berreó, pidió auxilio a sus padres entre lágrimas, pero nadie se presentó a salvarle. Nadie.
Estaba solo, y en lo que fueron sus últimos momentos de niñez, comprendió que lo estaría durante toda una eternidad.
***
-Maldito crío- dijo el padre de Pablo, con aire indiferente, mientras observaba la blanca hoja de madera-. Le dices que no la abra y el imbécil va y la abre.
-¿Hay alguna posibilidad de sacarlo de ahí?- preguntó su esposa, no obstante con poco énfasis en su voz. No parecía muy preocupada por la suerte de su hijo.
-Sabes que no. Los destinos posibles son inimaginables. Puede estar en cualquier sección.
No lo discutieron más. Se tomaron de las manos y, como si nada hubiese ocurrido, volvieron a su habitación.
-Lástima- dijo el padre-. Era un niño inteligente… para ser humano.

sábado, 1 de noviembre de 2008

El Fotografo - finalista "Monstruos de la Razón"

Nueva mención. Esta vez, ha sido mi relato "El fotografo" el afortunado, como finalista en la categoría de terror del I Certamen Monstruos de la Razón organizado por el portal OcioJoven y patrocinado por Minotauro, Grupo AJEC y La Factoría de Ideas. En primer lugar, es de justicia felicitar a los ganadores, ha sido un concurso con bastante más nivel del que en principio imaginaba, y al resto de finalistas. Luego, toca agradecer al jurado por su mención, y por la oportunidad de publicar mi relato en la antología del concurso que en breve se publicará. Ya os daré más datos cuando los posea.

De momento, os vuelvo a colgar el relato mencionado por si queréis rememorarlo una vez más. Adecuado además para un día como hoy.

Y la prueba del delito:


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EL FOTÓGRAFO


La casa de William Ridge era, en sí misma, un museo con todas las de la ley. Obviamente, un museo de fotografía. Las paredes estaban todas ellas atestadas de miles de fotos, el fruto de sesenta años de incansable carrera. Las observé con admiración, como no podía ser de otro modo. Entre aquellas imágenes se congregaban más de seis World Press Photo Awards, y un sinfín más de premios del más alto nivel internacional.
-Encantado de conocerle, señor Bequett- me dijo el anciano, en tanto tomaba mi abrigo y lo colgaba en el perchero junto a la puerta, con la humildad de un servicial mayordomo.
-Oh, no, el placer es todo mío, sin duda- respondí yo rápidamente, pues realmente era lo que pensaba-. No todos los días se conoce a una leyenda.
-No seas tan generoso conmigo, ya no tiene que convencerme para que le conceda la entrevista- rió él, y yo acompañé su pequeña broma con una sonrisa.
Era cierto que me había costado Dios y ayuda conseguir aquella entrevista, pues Ridge era ante todo un hombre que gustaba de pasar desapercibido. Enfrentado por ello al fiero estilo de los papparazi de hoy en día, los periodistas de siempre no dudaban en apuntar que dicho carácter introvertido, ese hacer las cosas sin pretender notoriedad, le había valido ser el primero en llegar a una noticia. Yo era joven, apenas había traspasado el umbral de los treinta, un periodista agresivo de la nueva escuela, que sin embargo admiraba los logros conseguidos por aquel anciano.
-Son buenas- dijo de repente Ridge.
-¿Cómo?- pregunté yo, por instinto.
-Las fotos, digo.
-Ah, sí, claro…- balbuceé, y deduje que había permanecido en ese estado mío tan particular cuando algo me encandilaba.
-Las fotos, si se sabe cómo hacerlo, contienen la fuerza de los plasmados- comentó el anciano.
Su mirada fue, entonces, de una intensidad abrumadora, electrizante. Volví a observar un momento las fotografías. Sí, él tenía razón… había una gran carga de emociones en cada una de ellas: miedo, odio, desesperación, horror, miseria… todo cuanto podía encontrarse podrido en el mundo había sido fotografiado por Ridge. Había sido corresponsal en más de veinte conflictos armados y luego reportero gráfico en los suburbios de una Manhattan siempre peligrosa. Sabía bien lo que era el padecimiento.
***
Obtuve mi entrevista durante una agradable cena. Ridge me narró mil y una anécdotas en un tono cordial y ameno, casi como si hubiésemos sido viejos amigos. Su rostro de anciano, su aparente fragilidad, invitaba a la confianza. En él se veía reflejado ese abuelo encantador que todos hemos tenido.
Terminamos el café que él mismo había preparado, y durante unos pocos minutos seguimos charlando. Hasta que, en un momento dado, el anciano me sorprendió con una mirada intrigante y una sonrisa no menos enigmática.
-Poseo más fotos, señor Bequett. Éstas, sin embargo, no son precisamente adecuadas para el dominio público. Son demasiado… escabrosas.
-¿Más que la de las incursiones en Ia Dang, en Vietnam?- dije yo- Resulta difícil de creer.
-Compruébelo usted mismo, si quiere.
Ridge se levantó lentamente. Le crujieron los huesos, y lanzó un pequeño gemido en tanto dibujaba un gesto agrio en el arrugado rostro. Apoyado en su inseparable bastón, se dirigió a la escalera que daba al piso superior con paso cansino, y abrió una portezuela que daba a alguna dependencia debajo de los escalones.
-Este era mi cuarto oscuro, de la época en que aún se revelaban las fotos a mano- rió.
Le seguí la broma, y luego lo seguí al interior del habitáculo, que en principio era un pasillo escalonado que bajaba. Estaba parcamente iluminado con bombillas que colgaban del techo. La luz amarillenta de las susodichas aumentaba el efecto de sofoco y angostura. Además, en aquel lugar el aire parecía estar estancado, tenía un cierto regusto acre. No, no era un lugar muy agradable.
Me sentí entonces intranquilo. Lo atajé al ambiente opresivo, aun cuando jamás me había caracterizado por ninguna fobia a los espacios cerrados.
-No tema, señor Bequett- dijo Ridge.
Por algún motivo, su voz ya no me sonó alentadora como momentos antes. Entre aquellas paredes todo parecía más… tétrico. En mi mente me burlé de mí mismo, me tildé de estúpido y niño asustadizo de las sombras. Por Dios, pensé, ni que Ridge fuera un asesino o algo así. Si ni siquiera tiene casi fuerzas para caminar.
Unos segundos después habíamos llegado al verdadero cuarto oscuro de Ridge. Resultaba inconfundible: luz roja, fotos colgando de cordeles mediante pinzas, cubetas. Nada que se saliera de lo común…
…excepto el panel.
-Esas son las fotos, señor Bequett.
Al principio no advertí de qué trataban las fotos allí colgadas. A través de la escasa luz del lugar parecían retratos de personas, primeros planos. Pero no tenía sentido. ¿Por qué entonces Ridge había asegurado que eran tan escabrosas que no las había dado a conocer?
Fue al acercarme cuando entendí que no eran simples retratos. Observé que algunas imágenes eran muy antiguas, aunque estuvieran bien conservadas. Mostraban una Manhattan desconocida para mí, una Manhattan que, en buena medida, también debiera serlo para Ridge. Estábamos en el año 2012, y el fotógrafo tenía por aquel entonces setenta y cinco años. Sin embargo aquellas fotos mostraban cómo era la ciudad en los primeros años de siglo XX.
Pero nada de eso se me antojó verdaderamente importante. Aquello que realmente desgarró toda mi entereza, aquello que desgajó mi corazón como quien trocea una naranja… fueron los rostros de los fotografiados. ¡Dios Santo, jamás podría encontrar las palabras adecuadas! No existen para describir tanto horror. Todo eran personas jóvenes, no mayores de treinta años: mujeres hermosas, hombres lozanos, incluso niños. Todos sin embargo, mostraban un una expresión terrorífica. Algo surgía de ellos, algo que había sido captado por la cámara: un hálito tenue, casi insignificante, un vaho inmaterial pero no obstante presente.
Comencé a respirar exageradamente. Miré mis manos, temblaban, como todo yo, y sudaban. De repente no me llegaba el aire a los pulmones, un horror intenso se había apoderado de mí. La voz de Ridge me hizo girar la cabeza hacia su posición.
Definitivamente, ya no era una voz que calmara.
-Se lo dije. Las fotos contienen la fuerza de los plasmados… y su vida.
Reculé preso de un pánico sin sentido hasta tropezar con la mesa de revelado. Había perdido toda coherencia en el pensar, sólo sentía pavor hacia aquel anciano que en buena lógica bien podría haber apartado de un simple manotazo. Sin embargo, algo supuraba de su interior al mío que impedía mi razonamiento y excitaba mi terror.
-Verá, en algunas sociedades se cree que la fotografía hace mucho más que inmortalizar una escena. Algunos creen que las fotos roban el alma del fotografiado.
Vi ahora que Ridge portaba una cámara en su mano libre, que levantó hasta la altura de su rostro, apuntándome.
-He conocido tres siglos distintos. ¿Cómo cree que he vivido tanto, señor Bequett?
Vi el brillo de pura maldad en los ojos de Ridge antes de que éste accionara el botón; el destello del flash, que arrancó violentamente algo de lo más profundo de mi ser.
-Un espíritu delicioso, señor Bequett.

domingo, 19 de octubre de 2008

La Ciudad de los Monstruos (Final)

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¡Al fin! Exclamaréis algunos al advertir que este es el capítulo final del relato largo. Ha sido un largo recorrido, aunque espero que no se os haya hecho muy pesado. Y espero asímismo que la conclusión sea de vuestro agrado y haya valido la pena toda la lectura anterior. Una vez más, gracias a los incondicionales que habéis seguido la historia.


Y ahora, sin más preambulos (sonido de trompetas y fanfarria diversa), el final de La Ciudad de los Monstruos.


PD: Espero poder anunciar pronto una pequeña buena noticia.
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RECORDATORIO: Gregg se había plantado en la mansión de Stockell para rescatar a Ellen de las intenciones de su padre. En la puerta del salón donde se halla reunida la plana mayor de la mafia de la ciudad, el antiguo policía decide que no hay mejor modo de entrar al lugar que llamando a la puerta.


***


Mi primera mirada es, lógicamente, para Ellen. A espaldas de su padre, atentamente vigilada por el gigante bestial que casi me mata, sus ojos habían pasado de chispear ante la esperanza de ser rescatada, al dolor de verme en manos de su padre.
El resto de presentes.... bueno, por sus caras anonadadas deben creerme un loco, y quizás lo sea. En aquella sala se encuentran reunidos diez de los más grandes capos de la mafia de la costa este. Algunos de ellos son delincuentes declarados, como El Santo- aunque jamás ningún juez ha tenido el valor de buscar pruebas contra él-, pero la mayoría pasan, a ojos de la sociedad, como respetables filántropos. Nadie podría creer que el respetable Douglas McHenzall, por ejemplo, empresario de la construcción volcado con la causa ecológica, esconde al segundo traficante de armas en ganancias. Sus pistolitas y fusiles siguen armando a movimientos terroristas y ejércitos insurgentes a lo largo y ancho del planeta; o el reverendo Bottom, que tanto se llena la boca, en público, defendiendo a las minorías étnicas. El plantel de personajes que me rodea es sin duda digno del mismísimo infierno.
Pero la rata más grande del nido no es otra que el propio Stockell, el paradigma del patriótico político comprometido con su país y su ciudad. En sus campañas promocionales alega una y otra vez su juramento de acabar con el crimen en la ciudad, en el país entero… todo mentira. La realidad es bien distinta a la del agradable tipo que se fotografía con adorables niños, siempre sonriente. Aquel hombre, de aspecto tan gallardo y absorbente, colabora con sus “socios en la sombra” en todos los asuntos sucios que uno puede imaginarse: tráfico de drogas y armas, prostitución, blanqueo de dinero, juego ilegal… su campañas están teñidas con el sufrimiento y la decadencia de muchos…
…con la sangre de muchos.
Ahora, sin embargo, no parece muy agradable a la vista. La rata se ha quitado el disfraz y, aunque sonriente a pesar del desconcierto de verme allí, con las manos en la nuca, rendido, se muestra tal y como es. Me mira con desprecio, mientras decenas de armas me apuntan, pero con la media sonrisa del que se cree ganador, cuando un segundo antes se creía perdedor. Basta un solo gesto por mi parte, un simple movimiento que puedan malinterpretar, y vaciarían sus cargadores sobre mí. Ya lo habrían hecho, pero el mismo Stockell los ha contenido. Quiere saber porqué, tras causar tal caos en su mansión, me he entregado pacíficamente.
-Señor Wingarth, sea bienvenido- se mofa-. Confieso que no esperaba verlo aquí. Y sin embargo, cuando han comenzado las explosiones, he imaginado que sólo un loco como usted podría causar todo esto. Lo que me sorprende es el modo que ha elegido para entrar.
-Bueno, usted y yo tenemos deudas pendientes, y me gusta pagar lo que debo.
La risa de Stockell resuena en la inmensa sala. Al fondo, sobre la chimenea, un retrato al óleo del político parece reírse al unísono.
-Pobre Wingarth… ¿De verdad creías que iría a por ti en cuanto salieras de la cárcel?- pregunta, continuando con la sorna- Amigo mío, no eres tan importante. Aunque la verdad es que sí que me habría divertido jodiéndote un poco más la vida, si no hubiera tenido otras preocupaciones.
No me pasa inadvertida la mirada fugaz que el cabrón dirige a Ellen. Pero la joven ni lo advierte. Sólo tiene ojos para mí, pero su mirada es un pozo de angustia y tristeza, como si creyera que pronto ya no volvería a verme con vida. Pero, en ese fugaz instante en que su padre deja de observarme, le hago un guiño. Sus ojos se agrandan, sus finas cejas acompañan el movimiento.
Chica lista. Ha comprendido que el juego no ha acabado.
-Sin embargo- continúa su padre-, estás aquí. De todos los perdedores con los que podía toparse esta hija mía desagradecida, ha tenido que dar contigo. Has entrado en mi propiedad y desatado un infierno. Has tratado de humillarme delante de mis socios, y eso me temo que no puedo permitírtelo.
Me apunta con su Smith & Wesson, una pistola que me da por el modo en que la sostiene que ya ha utilizado antes.
-En realidad, he venido a ofrecerte un trato- le digo, y consigo una vez más despertar su hilaridad… pero también su curiosidad.
-¿Un trato? ¿Y qué puede ofrecerme el aspirante a cadáver del día?
-Oh, algo muy sencillo. Mi trato es el siguiente: deja que me marche con Ellen, tranquilamente, por la puerta. Por supuesto, nadie nos seguirá. Sencillamente nos dejaréis en paz para siempre. A cambio, todos los que estáis aquí podréis seguir con vida.
La risa se extiende, contagiosa, a todos los presentes. Todos se carcajean, excepto Ellen. Incluso yo sonrío. Aunque mis motivos son bien distintos: sé lo que se avecina.
-Casi me da pena matarte, Wingarth. Has resultado ser un bufón de lo más entretenido- dice Stockell.
-Sí, un bufón… pero un bufón precavido.
Y entonces, les dejo ver al fin lo que porto en la mano derecha, y que había permanecido oculto gracias a mi cabeza. Un aparato que todos reconocen al instante.
-Esto, señores, es un transmisor, o mejor dicho, un detonador. Está accionado, en cuanto pulse el botón, estallarán las varias cargas de sem-tex que he alojado en ciertos puntos del edificio, aprovechando el caos que he causado. Y no temáis, no he escatimado en explosivos, hay suficientes para convertir toda la zona en un cráter como el de Arizona. Sabéis lo que significa… ¿verdad? Que incluso aunque me acribilléis a balazos tendré las fuerzas suficientes para hacer “clic”.
Sus rostros desencajados, el miedo reflejado en los ojos, todo me demostró que lo habían entendido.
-Sí, amigos, estáis a una simple decisión de saltar en pedazos. Así pues, Stockell… ¿qué será? ¿Por las buenas o por las malas?



***



-Es un farol. Quizás te sacrificarías a ti mismo, pero nunca permitirías que Ellen muriera de ese modo. Te conozco bien, Wingarth, eres un puto boy-scout- me dice Stockell, aparentando serenidad.
-Y yo conozco bien a Ellen. Sé que preferirá morir a ser vendida como una mercancía al hijo de un miserable mafioso gordo.
El Santo, realmente un saco de sebo andante, amaga un insulto, pero me hago oídos sordos. Lo he conseguido, los tengo a todos acojonados, y Stockell, aunque trata de simular seguridad ante sus socios, es quien más los tiene por corbata. Me conoce, sabe que lo haría.
Ellen me sonríe, me dice que sí con la cabeza, que lo haga sin dudarlo. Es el camino seguro. Un “clic” y me cargaría a la mayor concentración de delincuentes sarnosos de la historia de esta ciudad y quizás del país entero. Un “clic” y el mundo del crimen organizado quedaría convulsionado. A saber cuantas vidas salvaría, en el intervalo de tiempo que tardarían otros en ocupar el hueco de estos capullos.
Un “clic” y una muchacha no tendría que vivir una vida de esclavitud.
Levanto el brazo, lentamente. Todos lo ven. Estoy a punto de darle al botón.
-¡Espera!- grita entonces Stockell- ¡Tú ganas, maldita seas!
Con malos modos, aferra a Ellen, la aparta del gigante y de un empujón me la envía. Ella se abraza a mí, y aunque la sensación es inenarrable, mi vista sigue fija en Stockell. El muy cerdo no estaría tan calmado si no tuviera planeado jugármela.
-Dame el detonador- exige.
-¡No, te matará en cuanto lo hagas!- me dice Ellen.
-Lo sé- susurro, y vuelvo a guiñarle el ojo.
Lanzo el detonador por el aire, hacia Stockell. Ocupado en cogerlo- sabe que si cae en el suelo podría accionarse-, no grita la esperada orden de matarme que sabía que estaba dispuesto a dar en cuanto se supiera a salvo. No era tan imbécil como para creer que los matones de la sala no se me echarían encima a poco que él lo pidiera. No dispararían, claro, para no herir a Ellen, pero me caerían encima como una avalancha.
El detonador cae en su mano, mansamente. Y es entonces, al sentir lo liviano del objeto, cuando lo entiende. Después de todo, sí que era un farol.
O tal vez no del todo.
-Debiste registrarme las manos- y muestro otro pulsador en mi otra mano-. Las dos.
Y, ante la mirada desencajada de Stockell, lo acciono, al mismo tiempo que cierro mis ojos y me lanzo sobre Ellen con un abrazo protector. La obligo con mi peso a caer, mientras el cacharro de Michell, una minúscula bomba de cloroacetofenona camuflada dentro de la carcasa del supuesto detonador, estalla justo en la cara de Stockell. El placer de oírle gritar no tiene precio.
La confusión es total. Lo rápido e inesperado de mi acción, los aullidos de dolor de Stockell, pero sobre todo el gas lacrimógeno que pronto se extiende por gran parte de la sala, convierten la escena en un caos total. Desde el suelo, a salvo de la nube cegadora, tengo vía libre para actuar. O mejor dicho, el monstruo tiene vía libre.
La Taurus 9 mm, al estilo de aquella película en donde el prota se cargaba a todos los malos de un edificio, se desliza ligera desde mi espalda, donde los muy imbéciles no me han cacheado. Apunto, no necesito ver los cuerpos, me basta con atender las piernas de los matones que se muestran visibles por debajo de la nube. Cegados y lagrimeando, siguen sin saber cómo actuar. Un disparo, dos, tres… la pistola dicta su certera sentencia mientras regala pólvora y humo al son de sus gritos desgarrados; vacío el cargador, caen los suficientes matones para que esto sea una lucha más justa.
Pero el monstruo dentro de mí no quiere una lucha justa.
Y no la voy a tener.
El humo se disipa, veo a mis enemigos otra vez. Ya quedan pocos, pero suficientes para que todo se vaya al garete… si no fuera por el monstruo. Me refugio con Ellen tras un sofá de los torpes disparos de quienes se han recuperado lo suficiente para respirar. Pero siguen afectados por el gas lacrimógeno, o es que su puntería es lamentable. Idiotas gilipollas de gatillo fácil, disparan como si estuvieran en una serie de televisión barata.
Lo aprovecho, me dejo llevar ya definitivamente por el monstruo. Salto del refugio, cojo la mágnum de uno de los imbéciles que ya me he cargado. Disparo a uno de los gorilas de El Santo, y luego utilizo al mismísimo gordo henchido como escudo humano. Tal y como esperaba, se lo piensan dos veces antes de volver a disparar, justo el tiempo que necesito para cargarme a McHenzall y a otros tres más.
-¡Eres un demonio!- grita el “honrado” reverendo Bottom, y sale corriendo como si hubiera visto al mismo Satanás. No me extraña que mi expresión, rendida al monstruo, y la locura en mis ojos, le hagan pensar en el Señor de los Infiernos- ¡El Ángel de la Muerte!
Le dejo marchar, mi guerra es con Stockell. Junto a él ya sólo quedan dos, además de un Stockell con el rostro quemado y la mano rota en ampollas, dos tipos que por lo visto tienen más cerebro que el resto, pues tiran las armas y se dejan caer al suelo, casi pidiendo clemencia.
Y es ahí donde cometo el error.
Porque he olvidado al gigante. Surge con la furia de un oso salvaje, abalanzándose sobre mí con rapidez. Sé que nunca llegaré a saber de donde sacó Stockell a esta mole, poderosa como un titán pero a la vez ligera como un silbido al oído. Y no lo sabré porque uno de los dos morirá esta noche.
Un disparo no basta para detener su embestida, y no me da la oportunidad de un segundo. Sin atender a la seguridad de El Santo, me arrolla. Me quita el arma de la mano, me levanta de un puñetazo y en pleno vuelo me coge de la garganta. Me ahogo, pero sé que no moriré de ese modo. El gigante me romperá el cuello antes… o no.
Porque entonces llega la caballería. Sonido de cristales rotos y una figura estilizada y elegante se descuelga desde la enorme claraboya en el techo. Sally, la silenciosa Sally, se mueve con la destreza de una bailarina de ballet. No se entretiene con los otros matones, va directamente a por el gorila que me tiene a su merced. Una patada, una sola patada a la altura de la espalda del gigante y suena un crujido. Los ojos del gigante se desorbitan, por primera vez veo un signo de dolor en su rostro. Su presa se afloja, me deja libre mientras sus piernas, destrozada ahora su espalda, comienzan a doblarse al no poder soportar su propio peso. Cae al suelo, y a pesar del insufrible dolor, el tipo sigue sin decir nada, ni el más leve gemido. Sin embargo, me hace una súplica con la mirada. “Mátame”, leo en sus ojos. Y lo entiendo. Le hago el favor, a pesar de todo, una bala en la cabeza y le evito la tortura de toda una vida tumbado en una cama sin poder siquiera alimentarse por sí mismo.
¿Todo ha acabado? Por desgracia no. Suena un nuevo disparo. Sin duda, iba dirigido a mí, pero una veloz Sally, una heroica Sally, se interpone en el último momento. Pobre y hermosa Sally, la recojo en mis brazos, contemplo cómo la luz de sus ojos huye. Maldita sea, me maldigo una y mil veces en el tiempo en que tardo en dejar el cuerpo de la exánime Sally en el suelo.
Mi pobre Sally, esto es lo que pasa cuando uno se alía con un monstruo.
Cuando levanto la vista y ésta se pone sobre el asesino de Sally, ya no existe nada de Gregg Wingarth en mí. El monstruo ha enterrado toda conciencia del hombre que fui. Stockell lo sabe, sabe que estoy a punto de matarle. Me apunta con la zurda- la otra, echa un amasijo de carne quemada, sigue inútil-, pero su mano torpe tiembla ante el horror de la certeza de que ya no queda nada humano en mí, más allá de mi cuerpo.
-¡Detente! ¡Te mataré!- me grita.
No respondo, sigo avanzando. Un disparo, que me da en el hombro izquierdo. Sigo avanzando. Otro disparo, esta vez a la altura de la clavícula. Sigo avanzando. Stockell retrocede, y apunta esta vez a mi cabeza.
-¡Se acabó para ti!- aúlla.
Pero la pistola no le acompaña, salvo en el seco sonido del percutor al golpear con el vacío.
-Ha llegado tu momento, cerdo- le digo.
Saco una navaja extensible. Me regodearé con su muerte, le haré pagar la muerte de Sally, mis años en la cárcel, el dolor causado a Ellen… Sí, lo voy a disfrutar.
-¡Alto, Gregg!
No lo puedo creer. Tan anonadado estoy, que el monstruo desaparece por completo. Ellen, la dulce Ellen, mi hermoso ángel… apuntándome con una pistola. No, debe ser un error, una alucinación producida por esta locura que, tal y como temía, al fin me ha poseído. El monstruo convierte a todo el mundo en enemigos. Sólo quiere odiar, sólo quiere matar.
Pero, alucinación o no, Ellen está allí, al menos para mis ojos es así. ¿Cómo reaccionar ante aquello?
-N-no… no puedo dejar que lo hagas… a pesar de todo, es mi padre- me dice ella.
-¡Muy bien, hija mía!- sonríe entonces Stockell. Se le ha hecho la luz cuando ya se creía muerto- ¡Llevas mi sangre, y eso no puede obviarse!
-Ellen, por Dios…- pero no se me ocurre qué más decir.
Ya nada importa. Todo lo que he hecho, todo lo que he arriesgado, incluso la vida de mis amigos… nada importa si ella ya no me ama.
-No puedo dejar que lo hagas- me vuelve a decir-… porque debo hacerlo yo.
Stockell ni siquiera tiene tiempo de digerir aquella sentencia. Ellen dirige la pistola y al instante aprieta el gatillo. La bala es certera, directa a la cabeza. Quien lo iba a decir. La pequeña Ellen sabía manejar un arma, aunque aborreciera hacerlo.
-Esto es por mamá- le dice al cadáver-… Y puedes dar gracias, ella sufrió mucho más.
Todo odio que contuviera la muchacha desaparece al decir aquello, toda rabia contenida, todo miedo residente en lo más profundo de su alma, se desvanece junto con la vida de su padre.
Esta vez sí.
Todo ha acabado.



***



La muerte de Stockell y los otros jefes de la mafia, portada en todos los periódicos y noticiarios del país, se atribuyó a una rencilla entre socios mal avenidos. El reverendo, el único de los peces gordos supervivientes de la matanza, pronto se ocupó de los negocios vacantes en la ciudad. Sin embargo, durante las semanas que tardó en dominar la nueva situación, las calles se convirtieron en una locura de proporciones casi bíblicas. Puede parecer increíble, pero con la desaparición de unos capos que los organizaran, los delincuentes se tornaron más osados, más temerarios. Hubo una auténtica guerra por ocupar los puestos de los muertos. Se derramó mucha sangre.
Al fin, todo volvió a la normalidad. Porque en una ciudad como aquella, la normalidad no era ni más ni menos que la corrupción controlada, la tormenta constante pero domeñada. Era mejor, para la policía, incluso para los ciudadanos comunes, mirar para otro lado que tratar de cambiar una costumbre por otras que los sumirían en un período de caos sin igual. Era preferible el mal menor que la incertidumbre de la anarquía. Aquella ciudad había permanecido tanto tiempo sumergida en la mierda, que no conocía, ni quería, otra forma de vida.
Ellen y yo no hemos vivido nada de eso, de hecho no hemos vuelto a hablar de la ciudad desde entonces. Nos marchamos, asqueados de tanta violencia, en cuanto enterramos a Sally. Ahora vivimos en el sur del país, anónimos individuos cualesquiera- bueno, excepto para Benett, a quien no se le puede esconder nada-. Aquí los días son soleados y no grises, y las noches claras y no sofocantes. Se ven las estrellas, se respira aire limpio... se vive en paz.
El monstruo ha desaparecido. Es la presencia de Ellen, ella lo ha desterrado. Junto a la muchacha no puede concebirse el odio, y sin odio el monstruo no puede alimentarse, y muere. Al fin, tengo una vida apacible, al fin soy una persona entera, y no fragmentada. He renacido.
El monstruo se quedó donde debía.
En una ciudad de monstruos.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"