Después de una pausa veraniega, vuelvo a retomar las riendas de Tierra de Bardos. Hoy os ofreceré un nuevo relato inédito, "Cuando ya no queda nada", finalista en la sección de terror del I certamen El arte de escribir (que, si recordáis, gané en el apartado de fantasía con "De la oscuridad nacerá la luz").
También aprovecho para deciros que habrá algunos cambios en el blog esta nueva temporada. Debido a que estoy metido con la corrección de una de mis novelas y con las colaboraciones en ilike magazine y H-Horror, he tenido que dejar de escribir relatos. Tengo unos cuantos inéditos en la recámara, pero obviamente se me agotarán, así que los dosificaré, combinándolos con noticias, promoción de amigos, reseñas, artículos varios y las entrevistas y críticas que realice para ilike magazine (que, obviamente, postearé luego de salir en la revista).
Y aprovecho para desearos una feliz (si algo así es posible) vuelta al trabajo.
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CUANDO YA NO QUEDA NADA
Javier Pellicer Moscardó
Finalista I certamen de relato de terror El arte de escribir
Una lápida; un nombre grabado: Claude Laford Narcise; dos fechas: 24 de agosto de 1978, 23 de junio de 1999; una vieja foto del difunto; ningún cadáver en el interior.
Esta es mi tumba, aquí me enterraron. Mi memoria está confusa, pero recuerdo que todo comenzó la misma tarde de mi boda, tras el convite. El malestar creció tan rápido que pasó de un simple mareo a las nauseas en pocos minutos. Antes de que acabara la celebración, escupía sangre por la boca. Ingresé en el hospital de Puerto Príncipe entre alaridos producidos por un insufrible ardor en el estómago. Eso sí lo recuerdo bien. El dolor nunca se olvida.
A la mañana siguiente, mi recién desposada mujer se convirtió en viuda. Pero yo seguía vivo, o eso creía. Escuché a los médicos certificar mi defunción; sentí el roce de la sábana sobre mi rostro; tirité, sin temblar, ante el frío del depósito de cadáveres. «¡Sigo vivo!», berreaba en mi cabeza. Pero nadie me escuchó. Nadie acudió en mi auxilio.
Al día siguiente se ofició mi funeral. Vi a mi madre llorar hasta caer desmayada; vi a mi padre con el rostro aún más pálido que el mío, y a mi esposa casi tan muerta como yo. Jean-Paul, mi padrino, mi mejor amigo, era su único apoyo. Al ver cómo sus brazos aferraban a Michelle, supe que tras su rostro de congoja se escondía una sonrisa: la del hombre capaz de cualquier cosa por conseguir lo que desea. Grité en silencio ante la traición, pero cuando el sacerdote terminó las oraciones y los encargados funerarios accionaron la polea, el miedo volvió a imponerse. «¡No!», aullé, mientras el ataúd descendía al fondo negro del hoyo. «¡No he muerto!».
Durante un tiempo casi sin fin, no hubo más que oscuridad y desesperación. La angustia se convirtió en locura y ató mi conciencia a la tierra, privándola de su merecido descanso. O tal vez el cielo no existía y aquél era el destino de todos los que morían.
Nunca supe cuántos días, semanas o meses pasé enterrado. El tiempo ya no pasa para mí como antes. Pero escuché el bienaventurado sonido de unas palas excavando. Una esperanza que creí extinguida volvió a nacer en mi pecho. «Se han dado cuenta de su error». Pero la realidad era mucho más escalofriante. Sentí que me llamaban con una demanda teñida de una crueldad desgarradora.
«Levántate», escuché. Y obedecí, pues aunque mi espíritu principal se revelaba, mi alma menor y mi cuerpo ya no me pertenecían.
Al salir de la tumba, con movimientos renqueantes y mecánicos, varios hombres me esperaban. Uno de ellos destacaba funestamente. No pude apreciar su rostro, una máscara de madera grande y terrible lo ocultaba; una máscara ceremonial que reconocí de las historias narradas por los viejos.
Aquel hombre era un bokor, un brujo vudú, y ahora yo era su esclavo. Comprendí al fin lo que había pasado. Jean-Paul había llegado a un acuerdo con el hechicero: le ofreció mi cuerpo y se quedó con mi esposa, condenándome a una prisión de carne y hueso. Me habían atrapado en mí mismo.
El bokor me vendió como esclavo a un terrateniente. Me transportaron a una plantación de coca, muy lejos de mi hogar, y allí trabajé sin descanso. Mi cuerpo no se quejaba, así que recolectaba en los campos mientras la luz del día lo permitía. Por la noche, me acurrucaba junto al campo, pero no dormía. Nunca más volví a dormir.
Permanecí en aquel lugar hasta que la plantación fue descubierta por la policía. Nadie se preocupó de mí. Era un engendro del que todos huían. Me abandonaron a mi suerte, sin siquiera atreverse a acabar con mi sufrimiento. Traía mala suerte, decían.
Vagué como una miseria andante que caminaba tembloroso y a trompicones. Mis ojos se mostraban tan ausentes como mi voluntad. Era un apestado, y todos los que se cruzaban conmigo se santiguaban y huían. Era una mugrienta piltrafa sin un lugar al que llegar y con el alma a medio camino entre dos mundos.
Y sin embargo, algo tiraba de mi esperpéntico cuerpo. Algo me devolvía a casa.
Ahora, con ojos vidriosos y perdidos en el no ser, miro mi tumba. Atisbo la población de barracas más allá del cementerio, el lugar que un día llamé hogar. Me acerco, es de noche y nadie me ve. Llego hasta la destartalada casa. El cuerpo se asoma a la ventana, observo. Hay una mujer, que un día fue mi esposa, y junto a ella un hombre, que un día fue mi amigo. Y entiendo al fin por qué he vuelto, y cuál es el sentimiento que me ha devuelto aquí, el único que permanece vivo cuando ya no queda nada. El odio.
También lo entendió Jean-Paul cuando miró mis ojos vacíos, mientras mis manos estrangulaban su garganta y se llevaban su vida en pago por la mía.
