TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

miércoles, 20 de febrero de 2008

Lástima que...

¿Alguna vez os habéis planteado cuanta es la gente que habitualmente os encontráis por la calle? De individuos anónimos hablo, gente desconocida con sus propios problemas, sueños e inquietudes. ¿Os habéis detenido a pensar en ello? Un azaroso giro del destino y cualquiera de esas personas podría formar parte de tu vida del modo más inesperado, y con ello cambiar tu presente y a buen seguro tu futuro. Seguro que muchos de vuestros conocidos han llegado a vosotros de tal modo.
Pero la pregunta es… ¿qué ocurre con los que jamás llegan a formar parte de tu vida?
Seguramente creerás que estoy desvariando, pero yo pienso mucho en esas cosas. Quizás la culpa de todo ello la tenga mi profesión: soy escritor. Casi puedo verlo, ahora mismo estarás pensando que, como artista, merezco el calificativo de “raro”. Tal vez tengas razón… ¿pero en qué manual de la vida pone que lo raro tenga que ser algo necesariamente malo?
Sí, no cabe duda de que soy un tipo dado a las ensoñaciones, pero también a la natural observación de mi entorno. Y al residir en una gran ciudad, tengo mucho que observar, créeme. Individuos de todo tipo y catadura moral, cualquier “especie” de habitante urbano; desde los pintores y dibujantes que buscan ganarse un dinero en las grandes avenidas hasta los trajeados ejecutivos y los abogados engominados. Hay mucho “espécimen” donde elegir, muchas historias que imaginar.
Pero sin duda mis personajes preferidos, aquellos por los que siento debilidad, son la gente de a pie, especialmente aquellos que, en mi calenturienta imaginación de escritor, llamo “Viajeros del Inframundo”.
Para que me entiendas, los que utilizan el metro cada día.
Es inevitable semejante atracción. Yo utilizo el transporte subterráneo todos los días, como ellos, sin embargo no lo hago por necesidad. Como escritor, trabajo en la comodidad mi casa, pero sin embargo he tomado la costumbre, no impuesta por obligación alguna, de montarme en el metro en la parada más cercana a mi piso, sólo por el placer de hacerlo. Y, debido a mi inclinación natural a la contemplación, no puedo dejar de observar atentamente los individuos que me encuentro cada mañana, todos distintos entre sí, más característicos de lo que podría parecer con un simple vistazo.
Más allá de su rostro cabizbajo y amodorrado propio de los madrugadores, sus expresiones, vestimentas y gestos me indican mil y un detalles que la mayoría no advierte. Obviamente, no conozco la verdadera historia de ninguno de mis compañeros de transporte, pero mediante la observación deduzco, y tras la deducción, creo mi propia historia: veo una ligera angustia en la esforzada madre que trabaja cada día, y que se ha visto obligada a dejar a sus hijos al cuidado de una asistenta o de una guardería; otro día es un universitario vestido al estilo rasta, un defensor a ultranza de los derechos de los animales- a juzgar por la pegatina en su mochila proclamando que es antitaurino-, y a buen seguro un okupa, pues también porta bordado en su gorro de lana un símbolo anarquista; el ejecutivo, padre de familia, con el típico maletín negro- un tanto desfasado ya-; un presentador de televisión al que nadie reconoce, o que por vergüenza no se atreven a mirar… los ejemplos se amontonan en mi libreta de anotaciones.
Curiosamente, soy el único que observa con atención.
Afín a todos ellos, una única característica: resignación ante la naciente jornada laboral.
Toda esa gente está presente durante un pequeño lapso de tiempo en mi mente. Me inspiran, pero con el paso de los días acaban por desaparecer de mi cabeza para dejar cabida a otros. Sin embargo algo cambió radicalmente hace un par de semanas. El día parecía tan común como cualquier otro, nada me hizo pensar que pudiera ser especial, pero el hecho es que lo fue, ya lo creo que lo fue.
La culpable se sentó justo frente a mí. Tuve suerte de que aquel día coincidiera con los primeros días de agosto, pues debido a las vacaciones el vagón estaba prácticamente desierto, en comparación con cualquier día laboral. Así pude observarla sin impedimento de viajero alguno parado en el espacio entre ambas hileras de asientos. Pude contemplarla a placer, pues ya desde el primer instante captó mi atención irremediablemente.
Claro, ahora creerás que estoy refiriéndome a una mujer despampanante, sensual y atractiva, quizás incluso provocativa. No fue así. Aquella muchacha no tenía el escultural cuerpo de una modelo, era más bien una muchacha pequeñita, delgada y de formas suaves, femeninas pero no apabullantes. Vestía además con ropa informal, simples vaqueros cortos y una camiseta de lo más normal, y no iba maquillada. Portaba el cabello a la altura de donde se unen cuello y cabeza, no más largo, y era éste del tono de la miel, como sus ojos.
No, no era la mujer más atractiva del mundo, pero a mí en cambio me pareció la más hermosa. ¡Su rostro! ¿Cómo describir su rostro? Confieso que incluso yo me veo incapaz, yo que sobre tantos he escrito e imaginado. Sólo apuntar que sus labios estaban bien perfilados, no eran muy prominentes, al igual que su pequeña nariz. Su mirada era límpida, y en ella, como una intuición casi sobrenatural, advertí que era una persona de carácter agradable, por fuerza tenía que ser así.
Me quedé absorto en aquella muchacha, y ya no pude despegar mi mirada de ella. Jamás me he vuelto a sentir tan arrebatado por una persona, nunca tanto como con aquella desconocida. Y por primera vez no logré imaginar una historia para quien era el objeto de mi atención. Obviamente, era joven, pero mi, en esos momentos, debilitado razonamiento no logró más que fechar aproximadamente la edad de la chica: entre los diecisiete y los veinte, no más.
Y ahí acabaron mis pesquisas, no fui capaz de lograr adentrarme más en ella. Y me encontré deseándolo, queriendo fervientemente saber más de aquella chica. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuál era su trabajo, o qué estudiaba? ¿Vivía aquí en la ciudad, o sólo era un viaje ocasional?
Todo, quería saberlo todo.
En un momento dado, resultó inevitable pues mi escrutinio era casi descarado, la muchacha advirtió que la observaba. Hubiera sido comprensible que se molestara por ello, incluso que se enojara; tampoco hubiese sido extraño que se asustara, creyendo tal vez que yo era un pervertido o un ladrón, y cambiara de sitio.
Nada de eso ocurrió. Sencillamente me sonrió con afabilidad, y luego volvió a bajar su mirada hacia el libro que se había puesto a leer nada más sentarse. Sin embargo, a partir de entonces desvió muchas veces sus ojos hacia mí. Cada vez que nuestros ojos se encontraban, ella dibujaba una sonrisa.
Creo que yo también lo hice, pero no podría asegurarlo. En esos momentos, para mí solo existía ella.
Y entonces se anunció la parada en donde la muchacha debía bajar. Cerró y guardó el libro en su mochilita de tela, y se levantó con movimientos calmos. Me miró de nuevo sonriente, pero juro que creí discernir un atisbo infinitesimal de tristeza.
Se iba, en un momento el tren pararía y aquella muchacha que no conocía de nada, pero que ansiaba conocer, se bajaría, y ya jamás la volvería a ver. Sentí un vacío en mi interior, sentí que me ahogaba. La contemplé como aquel moribundo que ve la vida abandonarlo. Tenía que hacer algo, tenía que levantarme, dirigirme hacia ella y decirle algo, lo que fuera: que era preciosa, que me había cautivado, que me diera su teléfono o que me dejara invitarla a un café. No importaba qué, pero tenía que moverme.
Incomprensiblemente, no lo hice, y me odié mucho en adelante por ello. Nunca fui un hombre especialmente tímido, y con los treinta ya cumplidos, lo soy mucho menos. Pero aquel día no logré levantarme, ni caminar hacia ella, ni decirle a esa muchacha que jamás nadie me había afectado tanto.
Se fue, y yo supe que nunca más volvería a verla.
***
Los días siguientes fueron más duros de lo que podría considerarse razonable. No dejé de pensar en aquella chica en ningún momento, incluso semanas después aún veía con nitidez su imagen en mi cabeza, como si la hubiera fotografiado en mi mente. Perdí la inspiración, durante todo ese tiempo, casi un mes, no logré escribir ni un mísero párrafo. Me dediqué a vagabundear durante todo el día en el metro, a la espera del imposible de volver a encontrarla.
Por supuesto, fue en balde.
Si me vieras ahora, advertirías que estoy sonriendo, casi riéndome. Como decía al principio de esta historia, el azar está siempre al acecho, para lo bueno y lo malo. Nunca sabes cuando va a actuar.
¿O quizás fuera el destino?
Creo que había pasado un mes desde aquel encuentro en el metro. Era mediodía, y volvía cabizbajo como siempre de mi infructuosa búsqueda. De nuevo con las manos vacías, y el alma rendida, apenas me apetecía levantar las piernas para subir por las escaleras. Como un espectro sin ánimo, llegué al rellano que daba a mi pequeño apartamento, y allí vi, desparramadas, un buen puñado de cajas de cartón precintadas, y la puerta del piso frente al mío abierta de par en par.
La pequeña sorpresa me hizo, de algún modo reaccionar. Tampoco es que fuera nada novedoso. Yo ya sabía que la familia Adargo, anteriores propietarios del apartamento, se habían mudado a un barrio residencial hacía cosa de una semana. Lógicamente, más en una ciudad tan grande, el piso había sido pronto ocupado por un nuevo inquilino.
Algo sin embargo, una sensación difícilmente identificable, me hizo permanecer plantado en el rellano. Vale, pensé, me presentaré a mi nuevo vecino y le ofreceré ayuda para entrar las cajas.
Y el nuevo inquilino salió al fin al rellano, y yo casi me caí de espaldas. Mis ojos, como los suyos, se abrieron hasta casi salirse de sus cuencas. No podía creerlo, era imposible, las probabilidades de que algo así ocurriera eran… ínfimas.
No cabe ya decir que tenía ante mí a la muchacha del metro.
-Tú…- susurró ella, tan asombrada como yo.
Lo increíble para mí fue que me recordara.
No logré decir nada en un buen rato, no podía. Ella reaccionó antes que yo.
-M-me llamo Sonia.
-Yo… yo soy Carlos…- logré decir.
Me tendió la mano. Yo le di dos besos en ambas mejillas.
Así conocí a la mujer de mi vida.
***
O mejor dicho, así me hubiera gustado conocerla. El piso frente al mío fue alquilado por una pareja de jóvenes recién casados, no por aquella muchacha tan dulce. Su recuerdo siguió martirizándome hasta mucho tiempo después.
Sí, amigo lector, es una lástima que todo esto no haya sido más que una historia surgida de mi cabeza, que nunca volviera a verla tras nuestro encuentro en el metro. Lástima que en la vida real el azar no juegue a nuestro favor más que en contadas ocasiones. Lástima que el destino sea impredecible e imposible de manipular.
Mientras tanto, yo sigo subiéndome en el metro cada día.
Mi esperanza sigue intacta.

viernes, 1 de febrero de 2008

El Canto de Amergin

Relato publicado en el blog literario ESFERA DE LETRAS
http://esferadeletras.blogspot.com/2008/02/el-canto-de-amergin-autor-javier.html

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De las antiguas leyendas irlandesas
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Nueve eran las olas que separaban la flota de los Milesianos del hogar prometido, nueve las olas que se interponían entre ellos y la bella y deseada Éireann.

***

De cómo los Milesianos supieron de Éireann se narrará poco aquí. Baste decir que había un rey en las tierras del sur, más allá del mar, llamado Bregon, que construyó una torre tan alta que desde su cumbre podían observarse lejanas tierras en todas direcciones. Fue Ith, su hijo, quien desde tal atalaya atisbó en la inmensa lejanía del norte la forma de una isla, que evocó en él intensas emociones que no supo comprender.
-No marches, Hijo de Bregon, pues allí sólo encontrarás fatalidad- le dijo el druida Amergin, a quien todos asumían como conocedor de los caminos ocultos de la tierra. Amergin, el Primer Druida, Bardo y Juez, Conocedor del Arte.
Tantas fueron las ansias de Ith que, desoyendo los consejos del Bardo, se embarcó hacía aquella tierra prometida. Allí pidió audiencia con los Tres Reyes, y éstos le trataron con respeto a cambio de su arbitrio en el conflicto territorial entre estos tres. Ith, hombre no tan sabio como su padre, no pudo decir mucho.
-Obren en consonancia con las justas leyes de tan hermoso país.
Sus palabras sirvieron para unir a los tres monarcas, mas no como él hubiese deseado. Porque al ensalzar la tierra de Éireann, los tres reyes- Mac Cuill, Mac Cécht y Mac Gréine, hijos de Oghma y nietos de Daghda, el Gran Padre de los Tuatha Dé Danann-, creyeron ver en sus ojos un anhelo velado por su país.
Temiendo que aquel deseo supusiera su perdición en días venideros, asesinaron a Ith con las armas del engaño y la traición. Y sin saberlo, cavaron precisamente aquellos días de dolor que habían deseado evitar.
Así fue como, mediante el único superviviente de la compañía del hijo de Bregon, los ocho vástagos de Mil, hijo de Bilié y sobrino del difunto Ith, supieron de tan horrible acto. Se desató en sus corazones el deseo de la venganza por su pariente, y tomaron pues la decisión de embarcarse a la guerra con las tropas de los treinta y seis mejores jefes de su país.
***
Así, y no de otro modo, fue como los Milesianos desembarcaron en lo que incontables años más tarde sería conocido como Condado de Kerry. El asombro hizo presa de ellos, pero más aún la más poderosa de las emociones. Postrados, arrodillados, quedaron los Milesianos al advertir las maravillas sin igual de aquella tierra casi virgen: los acantilados dando paso a las verdes planicies, extendiéndose éstas a través de colinas en apariencia interminables al ojo del hombre; las montañas, rindiendo sus faldas y laderas a la bruma que sucede al amanecer.
Habían llegado al hogar, en sus corazones no había cabida para ningún otro lugar, ni siquiera para aquel que habían dejado atrás. La venganza por su pariente muerto casi desapareció ante la perspectiva de ser señores de una tierra como no había otra.
Consciente de tanta maravilla, Amergin quedó presa de su Awen. Arrodilló su pierna derecha sobre la blanca arena de la playa, y por ello fue conocido entre los suyos desde entonces como Rodilla Blanca, y de sus labios surgió un poema como ningún otro antes. Un poema que era tanto el ofrecimiento de su vida al nuevo hogar como un reto.


Un reto, siendo aquel un país que, bien lo sabían, debía ser conquistado, pues ya en él moraban otros. Con el deseo ferviente de hacer aquellas tierras suyas por derecho, los Milesianos marcharon hacia el norte, en larga búsqueda de los reyes que gobernaban Éireann.
Tras muchas jornadas de peregrinación, que no obstante sirvieron para engrandecer su amor por la recién descubierta verdadera patria, llegaron al fin al palacio de los Reyes de Éireann, en la Colina de Tara. Allí fueron recibidos por los tres reyes de los Tuatha Dé Danann, que se tenían a sí mismos por dioses.
No cabe decir que los tres monarcas negaron las acusaciones por la muerte de Ith, la vistieron de terrible accidente, y no dudaron en mostrarse ultrajados por el desafío impuesto por Amergin con su canto de desembarco. Pero éste habló haciendo gala de gran sabiduría y dominio del lenguaje, pero también con severidad, y les emplazó a rendir el país como pago por su delito, en la promesa que serían tratados con el respeto que ellos no habían mostrado por su pariente.
Sin embargo, de tan generosas condiciones los Tuatha no quedaron convencidos. Como dioses que se creían, no deseaban ceder lo que consideraban de su propiedad. Buscando evitar la siempre odiosa guerra, Amergin propuso una solución que pudiera ser del agrado de todos.
-Esta es mi propuesta, así lo digo: nosotros los Hijos de Mil volveremos a nuestras naves y nos alejaremos de la isla hasta más allá de la novena ola. Luego de eso, trataremos de volver, y si así lo conseguimos, rendiréis bajo mis condiciones vuestro gobierno. He hablado.
Los Tuatha asintieron a tal propuesta, en la creencia que su magia les ayudaría a evitar tal desembarco.
***
Y así se llega una vez más al presente de este relato. La vorágine desatada por los Tuatha tenía la forma de la más terrible de las tempestades que hombre alguno pudiera imaginar, y había ocultado por completo la bella isla a los ojos de los Milesianos. Siendo así, éstos no tenían un lugar al que volver.
El cielo se hallaba ahora cubierto de negras y asfixiantes nubes, densas como si el mar se hubiese transportado a las alturas. Las aguas de éste, sin embargo, saltaban envalentonadas, formando picudas olas, poderosas como el fin del mundo, implacables como la muerte a la que toda criatura estaba condenada. Los vientos desgarraron los mástiles del navío de Donn, el mayor de los vástagos de Mil, y su barco se mostró entonces indefenso ante el ímpetu provocado del mar. No tardó mucho en hundirse.
Amergin decidió que ya había visto demasiado. Desafiando al terrible temporal, se alzó sobre la cubierta del barco en el que navegaba. Poseído una vez más por el Awen, entonó un nuevo poema de poder, con una fuerza que ni siquiera él mismo logró repetir jamás otra vez:

Yo invoco la tierra de Éireann.
Gran playa del mar fértil.
Fértiles montañas trepadas.
Trepados bosques por la niebla.
Niebla de las cascadas.
Cascadas de los lagos en la bahía.
Bahías de los pozos de las colinas.
Pozos de tribus reunidas.
Reunión de los Reyes de Tara.
Tara de la colina de las tribus.
Tribus de los Hijos de Mil.

El tiempo detuvo todo transcurrir. El mundo había dejado de rodar, la misma realidad pareció replegarse ante el Canto de Amergin. Las voluntades de los Tuatha y la del Bardo se enfrentaron en un combate sólo destinado a ser advertido en todo su esplendor por ambos contendientes. Pero, donde los supuestos dioses se aferraban a un sentimiento de propiedad, Amergin se fundió con el verdadero espíritu de Éireann. Demando fuerza a la isla desde la distancia, la invocó desde su individualidad imperfecta. Y al formar conexión con ella, la hizo suya, no en propiedad, sino en comunión.
Así volvió a aparecer Éireann a los ojos de los Milesios. Y del mismo modo, la destructiva tormenta amainó, el viento se tornó en brisa y las olas en una calma balsa de inamovibles aguas.
Éireann, esta vez sí, daba la bienvenida a sus nuevos dueños.

***

Los Tuatha Dé Danann supieron así que su tiempo estaba presto. No sólo ante Amergin habían caído, la derrota fue tanto a ojos de aquellos nuevos invasores- como antes lo habían sido ellos- como ante el espíritu sublime de Éireann, a la que, en su acomodo, habían dado la espalda. Aún mostraron resistencia a los Hijos de Mil, les presentaron batalla. Pero su poder menguaba, en tanto el de Amergin y los suyos aumentaba. La derrota definitiva les llegó, al fin, en Tailtiu. Allí, Eber, Eremon y el propio Amergin, los tres vástagos de Mil que habían sobrevivido a todas las batallas y antes ya a la tormenta, mataron en combate a los tres reyes de los Tuatha.
Los Hijos de Mil, vencedores, tomaron posesión de la superficie de Éireann, y a partir de entonces se hicieron llamar los Goidelios. Entretanto, los pretendidos dioses Tuatha fueron desterrados a las profundidades de la isla, y se convirtieron en lo que más tarde se conocerían como las hadas, los sidh, los dioses que moran en la tierra. En el subsuelo vivieron y reinaron desde entonces, mientras otros tomaban el relevo en la superficie.
Mientras otros seguían construyendo la historia del más hermoso de los países.
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© 2007 Javier Pellicer MoscardóRelato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “Entre mente y corazón Segunda antología de relatos”
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*Imágenes extraídas de las siguientes páginas web:

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"