Pero la pregunta es… ¿qué ocurre con los que jamás llegan a formar parte de tu vida?
Seguramente creerás que estoy desvariando, pero yo pienso mucho en esas cosas. Quizás la culpa de todo ello la tenga mi profesión: soy escritor. Casi puedo verlo, ahora mismo estarás pensando que, como artista, merezco el calificativo de “raro”. Tal vez tengas razón… ¿pero en qué manual de la vida pone que lo raro tenga que ser algo necesariamente malo?
Sí, no cabe duda de que soy un tipo dado a las ensoñaciones, pero también a la natural observación de mi entorno. Y al residir en una gran ciudad, tengo mucho que observar, créeme. Individuos de todo tipo y catadura moral, cualquier “especie” de habitante urbano; desde los pintores y dibujantes que buscan ganarse un dinero en las grandes avenidas hasta los trajeados ejecutivos y los abogados engominados. Hay mucho “espécimen” donde elegir, muchas historias que imaginar.

Pero sin duda mis personajes preferidos, aquellos por los que siento debilidad, son la gente de a pie, especialmente aquellos que, en mi calenturienta imaginación de escritor, llamo “Viajeros del Inframundo”.
Para que me entiendas, los que utilizan el metro cada día.
Es inevitable semejante atracción. Yo utilizo el transporte subterráneo todos los días, como ellos, sin embargo no lo hago por necesidad. Como escritor, trabajo en la comodidad mi casa, pero sin embargo he tomado la costumbre, no impuesta por obligación alguna, de montarme en el metro en la parada más cercana a mi piso, sólo por el placer de hacerlo. Y, debido a mi inclinación natural a la contemplación, no puedo dejar de observar atentamente los individuos que me encuentro cada mañana, todos distintos entre sí, más característicos de lo que podría parecer con un simple vistazo.
Más allá de su rostro cabizbajo y amodorrado propio de los madrugadores, sus expresiones, vestimentas y gestos me indican mil y un detalles que la mayoría no advierte. Obviamente, no conozco la verdadera historia de ninguno de mis compañeros de transporte, pero mediante la observación deduzco, y tras la deducción, creo mi propia historia: veo una ligera angustia en la esforzada madre que trabaja cada día, y que se ha visto obligada a dejar a sus hijos al cuidado de una asistenta o de una guardería; otro día es un universitario vestido al estilo rasta, un defensor a ultranza de los derechos de los animales- a juzgar por la pegatina en su mochila proclamando que es antitaurino-, y a buen seguro un okupa, pues también porta bordado en su gorro de lana un símbolo anarquista; el ejecutivo, padre de familia, con el típico maletín negro- un tanto desfasado ya-; un presentador de televisión al que nadie reconoce, o que por vergüenza no se atreven a mirar… los ejemplos se amontonan en mi libreta de anotaciones.
Curiosamente, soy el único que observa con atención.
Afín a todos ellos, una única característica: resignación ante la naciente jornada laboral.
Toda esa gente está presente durante un pequeño lapso de tiempo en mi mente. Me inspiran, pero con el paso de los días acaban por desaparecer de mi cabeza para dejar cabida a otros. Sin embargo algo cambió radicalmente hace un par de semanas. El día parecía tan común como cualquier otro, nada me hizo pensar que pudiera ser especial, pero el hecho es que lo fue, ya lo creo que lo fue.
La culpable se sentó justo frente a mí. Tuve suerte de que aquel día coincidiera con los primeros días de agosto, pues debido a las vacaciones el vagón estaba prácticamente desierto, en comparación con cualquier día laboral. Así pude observarla sin impedimento de viajero alguno parado en el espacio entre ambas hileras de asientos. Pude contemplarla a placer, pues ya desde el primer instante captó mi atención irremediablemente.
Claro, ahora creerás que estoy refiriéndome a una mujer despampanante, sensual y atractiva, quizás incluso provocativa. No fue así. Aquella muchacha no tenía el escultural cuerpo de una modelo, era más bien una muchacha pequeñita, delgada y de formas suaves, femeninas pero no apabullantes. Vestía además con ropa informal, simples vaqueros cortos y una camiseta de lo más normal, y no iba maquillada. Portaba el cabello a la altura de donde se unen cuello y cabeza, no más largo, y era éste del tono de la miel, como sus ojos.
No, no era la mujer más atractiva del mundo, pero a mí en cambio me pareció la más hermosa. ¡Su rostro! ¿Cómo describir su rostro? Confieso que incluso yo me veo incapaz, yo que sobre tantos he escrito e imaginado. Sólo apuntar que sus labios estaban bien perfilados, no eran muy prominentes, al igual que su pequeña nariz. Su mirada era límpida, y en ella, como una intuición casi sobrenatural, advertí que era una persona de carácter agradable, por fuerza tenía que ser así.
Me quedé absorto en aquella muchacha, y ya no pude despegar mi mirada de ella. Jamás me he vuelto a sentir tan arrebatado por una persona, nunca tanto como con aquella desconocida. Y por primera vez no logré imaginar una historia para quien era el objeto de mi atención. Obviamente, era joven, pero mi, en esos momentos, debilitado razonamiento no logró más que fechar aproximadamente la edad de la chica: entre los diecisiete y los veinte, no más.
Y ahí acabaron mis pesquisas, no fui capaz de lograr adentrarme más en ella. Y me encontré deseándolo, queriendo fervientemente saber más de aquella chica. ¿Cómo se llamaba? ¿Cuál era su trabajo, o qué estudiaba? ¿Vivía aquí en la ciudad, o sólo era un viaje ocasional?
Todo, quería saberlo todo.
En un momento dado, resultó inevitable pues mi escrutinio era casi descarado, la muchacha advirtió que la observaba. Hubiera sido comprensible que se molestara por ello, incluso que se enojara; tampoco hubiese sido extraño que se asustara, creyendo tal vez que yo era un pervertido o un ladrón, y cambiara de sitio.
Nada de eso ocurrió. Sencillamente me sonrió con afabilidad, y luego volvió a bajar su mirada hacia el libro que se había puesto a leer nada más sentarse. Sin embargo, a partir de entonces desvió muchas veces sus ojos hacia mí. Cada vez que nuestros ojos se encontraban, ella dibujaba una sonrisa.
Creo que yo también lo hice, pero no podría asegurarlo. En esos momentos, para mí solo existía ella.
Y entonces se anunció la parada en donde la muchacha debía bajar. Cerró y guardó el libro en su mochilita de tela, y se levantó con movimientos calmos. Me miró de nuevo sonriente, pero juro que creí discernir un atisbo infinitesimal de tristeza.
Se iba, en un momento el tren pararía y aquella muchacha que no conocía de nada, pero que ansiaba conocer, se bajaría, y ya jamás la volvería a ver. Sentí un vacío en mi interior, sentí que me ahogaba. La contemplé como aquel moribundo que ve la vida abandonarlo. Tenía que hacer algo, tenía que levantarme, dirigirme hacia ella y decirle algo, lo que fuera: que era preciosa, que me había cautivado, que me diera su teléfono o que me dejara invitarla a un café. No importaba qué, pero tenía que moverme.
Incomprensiblemente, no lo hice, y me odié mucho en adelante por ello. Nunca fui un hombre especialmente tímido, y con los treinta ya cumplidos, lo soy mucho menos. Pero aquel día no logré levantarme, ni caminar hacia ella, ni decirle a esa muchacha que jamás nadie me había afectado tanto.
Se fue, y yo supe que nunca más volvería a verla.
***
Los días siguientes fueron más duros de lo que podría considerarse razonable. No dejé de pensar en aquella chica en ningún momento, incluso semanas después aún veía con nitidez su imagen en mi cabeza, como si la hubiera fotografiado en mi mente. Perdí la inspiración, durante todo ese tiempo, casi un mes, no logré escribir ni un mísero párrafo. Me dediqué a vagabundear durante todo el día en el metro, a la espera del imposible de volver a encontrarla.
Por supuesto, fue en balde.
Si me vieras ahora, advertirías que estoy sonriendo, casi riéndome. Como decía al principio de esta historia, el azar está siempre al acecho, para lo bueno y lo malo. Nunca sabes cuando va a actuar.
¿O quizás fuera el destino?
Creo que había pasado un mes desde aquel encuentro en el metro. Era mediodía, y volvía cabizbajo como siempre de mi infructuosa búsqueda. De nuevo con las manos vacías, y el alma rendida, apenas me apetecía levantar las piernas para subir por las escaleras. Como un espectro sin ánimo, llegué al rellano que daba a mi pequeño apartamento, y allí vi, desparramadas, un buen puñado de cajas de cartón precintadas, y la puerta del piso frente al mío abierta de par en par.
La pequeña sorpresa me hizo, de algún modo reaccionar. Tampoco es que fuera nada novedoso. Yo ya sabía que la familia Adargo, anteriores propietarios del apartamento, se habían mudado a un barrio residencial hacía cosa de una semana. Lógicamente, más en una ciudad tan grande, el piso había sido pronto ocupado por un nuevo inquilino.
Algo sin embargo, una sensación difícilmente identificable, me hizo permanecer plantado en el rellano. Vale, pensé, me presentaré a mi nuevo vecino y le ofreceré ayuda para entrar las cajas.
Y el nuevo inquilino salió al fin al rellano, y yo casi me caí de espaldas. Mis ojos, como los suyos, se abrieron hasta casi salirse de sus cuencas. No podía creerlo, era imposible, las probabilidades de que algo así ocurriera eran… ínfimas.
No cabe ya decir que tenía ante mí a la muchacha del metro.
-Tú…- susurró ella, tan asombrada como yo.
Lo increíble para mí fue que me recordara.
No logré decir nada en un buen rato, no podía. Ella reaccionó antes que yo.
-M-me llamo Sonia.
-Yo… yo soy Carlos…- logré decir.
Me tendió la mano. Yo le di dos besos en ambas mejillas.
Así conocí a la mujer de mi vida.
***
O mejor dicho, así me hubiera gustado conocerla. El piso frente al mío fue alquilado por una pareja de jóvenes recién casados, no por aquella muchacha tan dulce. Su recuerdo siguió martirizándome hasta mucho tiempo después.
Sí, amigo lector, es una lástima que todo esto no haya sido más que una historia surgida de mi cabeza, que nunca volviera a verla tras nuestro encuentro en el metro. Lástima que en la vida real el azar no juegue a nuestro favor más que en contadas ocasiones. Lástima que el destino sea impredecible e imposible de manipular.
Mientras tanto, yo sigo subiéndome en el metro cada día.
Mi esperanza sigue intacta.