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Alcander, de Luisa Fernández

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sábado, 10 de noviembre de 2007

El día que cambió el mundo

1913, VIENA

Desde su primera adolescencia supo sin asomo de duda que el destino del mundo estaría, algún día, en sus manos. Su certeza era una convicción propia nacida en el seno de su alma: sencillamente, lo sabía, acontecería tarde o temprano, llegaría el momento en que la fuerza de su espíritu liberaría a su pueblo de la mediocridad, para llevarlo a la supremacía.
Era un elegido.
Poco le importaba al joven su propia situación actual: apenas un vagabundo, un pintor de acuarelas que recorría los parques de Viena, que vendía sus esbozos para pagarse siquiera un mendrugo de pan y un pordiosero tugurio en la calle Mariahilf, donde refugiarse por la noche del cortante frío. Nada de eso importaba, prosperaría, sería un conquistador, el hombre que cambiaría el mundo.
Mientras vagaba, en espera de ese mañana que sabía seguro.
El primer atisbo de tal día llegó al cabo, el inicio del verdadero cambio, el instante primordial; el helador invierno obligó al joven ex estudiante de arte a refugiarse en el museo del palacio Hofburg, la Casa del Tesoro de los Habsburgo. Mientras deambulaba por los corredores, contemplaba toda la riqueza amasada por aquella dinastía. Tanta opulencia no hizo sino despertar la repugnancia y el odio del joven pintor; de vergonzosa ostentación la calificaba, de malsano alarde, más proviniendo de una casa de nobles traidora a la raza germánica que él tanto admiraba.
Su mal humor se engrandecía con cada paso, pero he aquí que, de repente, todo desapareció, sustituido por un arrebato más allá de lo emocional.
El hombre iba a cambiar, el mundo pronto lo haría.
Allí, sobre un lecho de terciopelo, en el interior de una caja de cuero, protegido todo por una urna de cristal, estaba el objeto de su fascinación: una hoja de lanza, de hierro maltrecho por la inevitable oxidación; apenas dos palmos, rematada la pieza en una punta delgada, el filo ahuecado para admitir un clavo, sujeto éste con hilo de oro; la hoja aparecía quebrada, sin embargo una vaina de plata mantenía ambas partes unidas; cerca de la unión con un inexistente fuste, habían sido incrustadas dos cruces de oro.
El enjuto joven tembló, se revolvió tanto en cuerpo como en espíritu. Sintió el destino sobre él, era aquel el lugar y el momento de asumir, de alzarse, de iniciar el lento pero imparable ascenso. No importaba que aquella reliquia perteneciera a una religión que aborrecía, tal menudencia era irrelevante. Era aquel un objeto de poder, podía sentirlo, emanando hasta él como un susurro transportado por el viento. Y sobrevinieron visiones de otros tiempos a su mente. ¿Acaso él no había sostenido ya tan poderosa arma? ¿Acaso él no se había alzado como superior de grandes huestes? Creyó que así había sido, que en siglos pasados otros que eran él empuñaron la lanza, que ésta les otorgó el éxito al que estaban apocados: Carlomagno, Heinrich el Cazador, Federico Barbarroja, Constantino, Otón el Grande… Todos ellos fueron elegidos en su día.
Ahora él había sido llamado.
Y respondería.
Entretanto, permaneció en el museo hasta que éste cerró sus puertas.
Conquistando ya, y pronto no sólo en sus sueños.
***
30 DE ABRIL DE 1945, NÜREMBERG

El teniente William Horn, al mando de la Compañía C del Tercer Regimiento del Ejército de los Estados Unidos, se adentró poco a poco, y fusil en mano, en la cámara subterránea. La oscuridad del búnker era total, y la luz que se filtraba por encima de su cabeza, a través del boquete abierto por un proyectil, resultaba insuficiente nada más salvar unos pasos. Sin embargo, él y sus hombres portaban linternas, cuyas luces no tardaron en horadar el polvo que se había levantado.
Horn no tardó mucho en encontrar lo que buscaba, pues todo en aquel almacén de tesoros giraba en torno a un objeto, sólo uno. O tal vez fuese la innegable atracción que desprendía la reliquia en cuestión. Con paso vacilante, el teniente se acercó al lecho de terciopelo rojo desvencijado, y apartó ligeramente el trapo. Tomó la hoja en sus manos, sintiendo su fuerza como una sacudida eléctrica.
La Lanza del Destino, la hoja que traspasó el costado de Cristo, el arma que cambió el mundo cuantas veces había sido empuñada, fue una vez más reconquistada, en esta ocasión en nombre de los Estados Unidos de América.
En ese mismo momento, a cientos de kilómetros de distancia, en un búnker de Berlín, un hombre que había puesto en jaque al mundo entero, pero que ahora era sólo un ser mediocre y derrotado, tomó una pistola, y se quitó la vida.
El Destino le había dado la espalda.



© 2007 Javier Pellicer Moscardó
Relato inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual como parte de la obra “A diez pies del suelo”

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está de lujo el relato Javier, sigue así en serio!!

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"