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Alcander, de Luisa Fernández

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sábado, 4 de abril de 2009

Cuentos de Erian - Valcalia (parte I)

Esta semana os traigo la primera parte de un nuevo relato fantástico ambientado en mi mundo imaginario Erian. En este caso se trata de la historia de una leyenda que aparece en una de las novelas, en concreto "La Oradora de Valdar". Hace referencia a un lugar del que, muchos años después de este relato,se narrarían los típicos cuentos de viejas de miedo. He aquí la historia original.
Espero que la disfrutéis.

______________
Valcalia

Norte del Reino de Antala. Praderas del Interior.
Alrededor del 4300 de la Segunda Era.

Sólo era una mísera migraña cuando se levantó de buena mañana, pero pronto la molestia se tornó más intensa, y al mediodía Unar Shetepp, Duque de Valcalia, ya debía luchar contra las arcadas y una pesadez en la cabeza que rayaba lo insufrible. Caído ya el manto nocturno, el vértigo le impidió siquiera erguirse de la cama, y no mejoró con el descanso, pues éste fue inexistente. Los delirios hicieron presa en él durante toda la noche, sus desgarradores gritos se propagaron por el ventanal abierto de la Torre del Halcón, la fortaleza en la que moraba, hasta llegar a la aldea que se extendía a los pies del alcázar, justo en el centro del valle que daba nombre al pueblo y al ducado de Shetepp. Los rumores se extendieron entonces, y a la mañana siguiente no había quien no supiera del sufrimiento de su señor.
Al atardecer del día siguiente, las fiebres se llevaron irremediablemente al duque. Ni los Oradores de la Vida y el Alma residentes en el pequeño templo del poblado, ni los sanadores herbolarios, pudieron evitar que la vida del noble se apagara. A duras penas lograron atenuar su padecimiento.

Valcadar supo de la muerte de Shetepp antes incluso de que ésta aconteciera. A pesar de que la salud del duque siempre había sido la de un toro recio —comparación adecuada, pues el sólido y crudo rostro del noble, su nariz aplastada y sus ojos diminutos, le daban un gran parecido con el bravo animal—, el veterano capitán de la guardia ducal intuyó con sólo una mirada a la piel grisácea de su señor que aquello no iba a tener un final agradable. Valcadar era un hombre tremendamente observador, prestaba atención a los detalles que otros desecharían, y por ello había llegado a ser la mano derecha del duque durante más de veinte años. Más aún, seguramente había sido su único amigo, si es que un noble podía permitirse el lujo de la amistad. Quizás eso explicara la pena que se había instalado en su pecho.
Pero no podía deshacerse lo inevitable. Su señor había muerto, y mientras no llegara el sucesor, el propio Valcadar se convirtió en senescal del ducado.
Y ese sucesor no sería el hijo de Shetepp, pues éste no había tenido descendencia, siquiera había tomado esposa. Era aquello algo que preocupaba sobremanera a Valcadar, pues conocía quien, por ley, debía sustituir a su anterior señor: Lath Shetepp, hermano del fallecido. No lo conocía tan bien como desearía, en realidad. A simple vista no podía negarse que Lath era hermano de Unar, pues en lo físico eran muy parecidos: un hombre rudo, enorme, de cabeza achatada y cuello grueso, hombros tan recios que bien podían cargar troncos sin dificultades, brazos como toneles y pecho musculoso; además, Lath lucía barba, rubia y corta como su cabello, el cual dejaba ver una ancha frente que coronaba una faz dura, permanentemente ceñuda, de mandíbula grande; no hubiera desentonado de haber vivido entre los bárbaros del oeste —algunos decían que realmente portaba sangre syr en sus venas, merced a un desliz de su madre—. En las breves ocasiones en que lo había tenido a su lado, Valcadar siempre se sintió acomplejado, pues donde el hermano de su anterior señor era un gigante fornido, él era pequeño y delgado, de estilizadas formas, más ágil que fuerte.
El carácter de Lath distaba mucho, sin embargo, del de su hermano recién fallecido. Donde el otro solía esgrimir buenas maneras para con sus consejeros y súbditos, Lath era hombre de acción y pocas consideraciones, rara era la vez que solía aceptar un consejo. Nunca lo demandaba.
La tarea como senescal de Valcadar duró más de lo que era común en estos casos. Dos semanas después del entierro de Unar Shetepp, su hermano aún no había aparecido. Varios mensajeros habían sido enviados en su encuentro, pues Lath era un empedernido viajero. Se decía que había recorrido todo Erian, que incluso había llegado a las oscuras Tierras Calcinadas, donde nada bueno había. Sea como fuere, el nuevo duque no llegó hasta pasado un mes del fallecimiento de su hermano.
Cuando tomó posesión de su cargo, ni siquiera tuvo unas míseras palabras de recuerdo para quien había sido de su sangre.

Y ahora habían pasado varios meses del nuevo cambio de señor, y Valcadar no dudaba ya que las cosas iban de mal en peor. Tal vez Lath iba vestido como un noble, con elegantes capas y armaduras, pero su corazón era de todo menos justo. No es que el propio Valcadar fuera un hombre de integridad contrastada, pues solía decir que la mano dura no hacía daño a nadie, pero comprendía que existían límites que no debían ser traspasados. El instinto le decía que Lath era propenso a rebasarlos.
Como había imaginado, el nuevo duque aceptaba pocas consignas de sus consejeros, y así el capitán de la guardia se vio convertido en un simple maniquí cuyas tareas se reducían a organizar a los centinelas de la torre. Otros más jóvenes y sobre todo más hipócritas, que no dudaban en agasajar a todas horas al nuevo señor, recibieron tareas que no les debían corresponder, por ineptitud. Cuando Valcadar trató de solventar esa situación, no logró más que ganarse la enemistad de todos aquellos necios. El Vejestorio, lo llamaban los jovencitos, aun cuando Valcadar aún no había llegado a la cincuentena, aun cuando, a pesar de su físico en apariencia poco musculoso, bien podía darles a todos una buena zurra.
Una noche de invierno sus temores más ocultos comenzaron a tomar forma. Valcadar se hallaba en el comedor de la Torre, picoteando con desgana del estofado de pollo que tenía frente a sí. Apenas probó la comida, sin embargo bien que vació dos jarras de cerveza, mientras recordaba los días luminosos en que comía en la misma mesa de su señor, su anterior señor… su verdadero señor.
En esas cavilaciones andaba cuando entró Marvian, el Caballero del Fénix de Plata enviado desde Calanas, la capital del reino, para supervisar la seguridad del valle. Con sólo ver el grana en sus mejillas y la expresión torva, Valcadar supo que algo grave ocurría.
—¡Al fin te encuentro, capitán! —vociferó— ¡Necesito tu ayuda para hacer entrar en razón al duque!
—Cálmate y cuéntame lo que ocurre…
—¡No puedo calmarme! —le interrumpió el hombre de cabello casi rasurado y barba limitada a los alrededores de su boca y mentón— ¡Es intolerable lo que pretende Shetepp!
—Te aconsejo que midas tus palabras, viejo amigo. Estás en su casa.
Marvian pareció sosegarse, aunque sólo un poco.
—Verás, hoy la guardia local ha atrapado a varios ladronzuelos de una banda de bandidos que operaba por los alrededores.
—Eso es una buena noticia —comentó Valcadar.
—¡Debería serlo! Pero Shetepp ha decidido que de repente él está por encima de los dictados del Reino. No consiente que se someta a esos hombres a un juicio. Acaba de dictar su ingreso en las mazmorras de la Torre, y pretende ajusticiarlos a muerte esta misma noche. ¡Debes evitarlo!
La noticia, en realidad, no sorprendió mucho a Valcadar. Él mismo había sido siempre poco transigente con los que transgredían la ley, y sabía que Lath lo era mucho menos. Y, al menos en ese aspecto, estaba cerca de simpatizar con su forma de actuar. Sin embargo, no cabía negar que una ejecución sin previo juicio podría traer problemas al ducado si llegaba a oídos del Rey de Antala. Aunque pudiera parecer que Calanas estuviera lejos, ese tipo de noticias siempre llegaba a su destino.
—Sinceramente, Marvian, no veo qué puedo hacer yo al respecto. Shetepp no es como su hermano, hace tiempo que me he acostumbrado a que mis consejos no sean tenidos en cuenta.
—¡Pero tú fuiste el consejero más querido de Unar! ¡Alguna influencia debes tener, después de todo! ¡Incluso los más odiosos tienen derecho a un juicio!
Valcadar suspiró. No le apetecía nada interceder por esos criminales, y mucho menos enfrentarse al duque. Últimamente siempre andaba buscando una excusa para no coincidir con él. Sin embargo, no tuvo coraje para negarse ante su amigo.
—No te prometo nada.

El capitán de la guardia pidió una audiencia con su señor apenas una hora más tarde. De nuevo añoró el pasado, cuando no precisaba de formalismos para presentarse ante su superior, porque éste era también su amigo. El ujier personal de Lath, un menguado hombrecillo de dientes podridos y mirada bizca, le anunció que el duque lo esperaba… en las mazmorras.
No le gustaban los calabozos, pues todo era dejadez allá abajo. Ya sólo mientras bajaba por las escaleras en espiral envió a más de media docena de ratas por el vacío mediante otras tantas patadas. Y en el sótano las cosas no eran mejor. El ambiente, oscuro, húmedo y recargado, era sofocante.
Se encontró con que Lath no estaba sólo. Con él vio a Lango, el verdugo, un hombre que en otros tiempos había tenido tan poco trabajo que tuvo que subsistir también como carnicero, por sus más que evidentes habilidades con el cuchillo. A Valcadar no le caía nada bien, era un hombre cruel que disfrutaba con su trabajo.
—Capitán Valcadar, se os saluda —dijo Lath.
El soldado miró a su señor con todo el disimulo del que fue capaz, apenas conteniendo el gesto de asco que de repente le asaltó. El duque iba ataviado con un delantal. Por lo visto, no quería mancharse sus caras ropas.
—Mi señor, me han llegado la noticias del arresto de los bandidos, y de tus intenciones para con ellos. En mi desvelo por vuestra persona, he creído oportuno alertaros de los peligros que podría entrañar.
—¿Peligros? —y Lath rió—. Tranquilo, mi buen capitán, aunque esos cuatro ladrones me atacaran en conjunto dudo que pudieran siquiera estorbarme.
—No me refiero a los bandidos, sino a las leyes. Éstas dictan que todo presunto criminal tiene derecho a un juicio.
—Ah, ya veo que Marvian ha hablado contigo. No deberías tener en cuenta sus pataleos de paladín. Aquí, en mis tierras, yo soy la ley.
—Mi señor, si todo esto llegara a oídos del Rey…
—Pero no llegará, ¿verdad? —y la mirada penetrante del noble le dijo a Valcadar cuál era la respuesta correcta en aquella ocasión.
—No por mi parte, pero…
—No te preocupes, pues. Y ahora, déjanos solos —dijo, justo cuando Lango ya traía consigo a uno de los bandidos—. Tenemos mucho trabajo.
Valcadar subió las escaleras mientras a su espalda se alzaban terribles gritos, aullidos que no le permitieron dormir durante toda la noche, y no sólo a él, pues los alaridos eran de tal magnitud que llegaron más allá de los muros de la Torre del Halcón. Cuando a la mañana siguiente el capitán se asomó al alfeizar de su ventanal, y vio los cuatro maderos en donde ahora colgaban los brazos, piernas, testículos, vísceras y cabeza de los respectivos bandidos ajusticiados, vomitó con el estómago vacío.
No fue el único, porque aquel espectáculo macabro fue visto por todo el poblado. No hubo ninguno de ellos que no supiera que las cosas habían cambiado para siempre en Valcalia.
A partir de aquel día, a Lath Shetepp se le comenzó a llamar con un apodo que perduraría en el tiempo.
El Descuartizador.


CONTINUARÁ...

3 comentarios:

Velkar dijo...

Pues después de haber leído este magnífico texto, y recomendado por nuestro amigo común Guillem López, me convierto en fiel seguidor de tu sitio y lo enlazo en mi propio blog http://laleyendadeleureley.com
Un saludo y nos leémos.

Víctor Morata Cortado dijo...

Un relato que hiela la sangre en su primera parte. Se entiende que la historia haya calado en la vida de Erian. Bien hecho. Un abrazo. Espero impaciente la segunda parte.

Anothnio dijo...

Mola, a ver que tal sigue el resto ;)

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"