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domingo, 18 de julio de 2010

Los amantes malditos - relato (parte 3 de 3)

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Saludos, caminantes.
Sigue el calor asfixiante por estos lares y crecen mis ganas de tomar al fin las merecidas (creo) vacaciones de verano.
Y como lo prometido es deuda, os dejo la conclusión del relato que inicié hace tres semanas, en el que destrozo literalmente la obra maestra de Shakespeare, "Romeo y Julieta". Aunque no es mi relato favorito de cuantos he escrito, espero que el final sea de vuestro agrado y la lectura no haya sido una carga.

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LOS AMANTES MALDITOS (parte 3 de 3)
Javier Pellicer

En otra Verona, quizás no tan bella...

Bandeja en mano, el aya paseaba arrastrando los pies por los pasillos de la Mansión Capuleto. Su ánimo era apropiado a todas las penurias que habían acontecido recientemente: la niña Julieta, a la que había amamantado y criado, apareció muerta una mañana sin estarlo realmente. Había estado dormida gracias a un brebaje que simulaba su defunción, acorde a un plan por facilitar su huida del matrimonio concertado con el impertinente Paris. Pero los ardides enrevesados no suelen tener un final agradable. El enamorado de la muchacha, Romeo Montesco, también fue víctima del engaño por culpa de un aviso no recibido; se quitó la vida con un fuerte veneno para seguir a su amada allá donde creía que moraba su espíritu. Tragedia de tragedias, pues cuando Julieta despertó y encontró al esposo de su corazón sin vida, se arrebató la vida de una certera puñalada.
Ahora ambos yacían juntos en la misma tumba, y el único consuelo que quedaba era la desgracia había servido para aportar paz donde antes hubo guerra. El dolor común unió a los progenitores rivales. En el salón de los Capuleto, las dos familias hacían honras fúnebres por sus hijos fallecidos.
Las cavilaciones del aya se interrumpieron cuando, de improviso, todo quedó a oscuras. «Extraño apagón», se dijo al mirar por la ventana de la cocina; «El resto de la calle sigue con luz». El tiempo de la preocupación llegó acompañado de un grupo de alaridos rasgando la nocturna quietud. Los gritos, cargados de terror, pronto fueron sucedidos por las estruendosas detonaciones de las pistolas. La sirvienta se echó al suelo, haciéndose un ovillo detrás de una mesa. Estallidos y más aullidos, y luego silencio; un silencio tan tenso y angustioso que la regordeta mujer no pudo evitar orinarse encima.
No se atrevió a moverse hasta pasados muchos minutos. En un momento dado, su sentido de la responsabilidad logró imponerse al pavor y se aupó entre temblores. Tomó un fanal reservado para tales situaciones y, con pasos renqueantes, se dirigió al salón. Antes de abrir la puerta doble escuchó lo que parecían gruñidos guturales, el sonido de dientes masticando groseramente. La mansión estaba en las afueras de la ciudad, cerca de las montañas. ¿Tal vez un grupo de lobos había cometido el increíble atrevimiento de bajar hasta suelo humano? Abrió las puertas apenas lo suficiente para asomar los ojos; si las bestias atacaban, tendría tiempo de refugiarse.
Pero no fue una manada de lobos lo que vio, ni ninguna otra bestia creada por la mano de Dios. Sintió un vahído y un terror tan informe que perdió el control de sus acciones. ¿Qué tipo de espantosos monstruos son éstos?, se preguntó, pero no con pensamientos coherentes, sino mediante los mismos impulsos que la hacían temblar. Su silueta, aunque humana, se encorvaba como si se tratara de demonios con formas enredadas; su piel macilenta supuraba pus y otras excrecencias, y algunos gusanos se afanaban en carcomer su carne podrida. Y sin embargo había algo familiar en ambos.
Los dos seres estaban devorando varios cuerpos desperdigados por el suelo. Gracias a un halo de luz que entraba por los ventanales, la mujer reconoció la cabeza de la señora Capuleto en las manos de uno de los engendros, que le sorbía los ojos entre gemidos de placer. Un poco más allá, el otro monstruo daba buena cuenta de las tripas del Montesco, Teodoro. Del resto, sobrinos, hermanos y otros familiares, sólo quedaban huesos.
Una arcada le golpeó la boca desde el estómago. No pudo evitar que el agrio bilis se derramara por su boca, lo cual para su desgracia alertó a los dos demonios. Y entonces, al sentir la mirada repleta de apetito de uno de los engendros, lo reconoció.
—Niña Julieta… —gimió, tomándose el cabello ensortijado— ¿Qué locura es esta?
—Mi querida aya —siseó el horrendo espanto que había sido su ahijada—. En mal momento has llegado. Habrías hecho bien de marcharte, pero ya es tarde. Has tentado al Hambre.
—Mira, esposa mía, cuanta carne tiene —dijo el Romeo maldito.
Los amantes caminaron lentamente hacia la mujer, con los brazos extendidos, anhelantes por atrapar tan generoso ágape. El aya, atrapada por un pavor sin nombre, no tuvo fuerzas más que para retroceder unos pocos pasos. De pronto, sintió unos brazos que la aferraban. Gritó.
—¡Tranquila, mi señora! ¡Soy Fray Lorenzo! —la mujer levantó el rostro y allí estaban, las arrugas del anciano monje— ¡Huya rápido, buena mujer! ¡Afuera está el comisario de la Escala con la policía!
Repentinamente despierta, la mujer salió corriendo sin pensar siquiera en la seguridad del religioso.

Fray Lorenzo se interpuso en el camino de la pareja de muertos vivientes y, con la palabra, los enfrentó.
—¡Detened vuestros pasos! ¡Amigo Romeo, querida Julieta! ¡Si algo queda de vosotros, obedeced!
—Pobre padre Lorenzo —se burló Romeo, y de su boca sonriente manaba la sangre de sus víctimas—. ¡No sabe de lo que habla!
—¡Sí lo sé! Antes estaba demasiado alterado para darme cuenta, pero he tenido tiempo para reflexionar. Los muertos vivientes no hablan, sólo gruñen lastimosamente. No sienten de cuerpo, mente o alma. Y ved cómo os comportáis vosotros. ¡Incluso en vuestro estado seguís amándoos! —Julieta se detuvo, pero no así Romeo, que seguía avanzando— ¡Eso es lo que os ha devuelto de la muerte absoluta!
Romeo lanzó un alarido, extendió el brazo y aferró al monje por el cuello.
—¡Sólo eres carne! —bramó, y se dispuso a morder.
—¡No, esposo mío! —Julieta lo contuvo tomándolo por detrás— ¡Él tiene razón! ¡Oh, qué terrible maldición, que nos ciega la razón a la vez que nos incita a lo más horrendo! ¡Nuestras manos, manos de muertos, manchadas con sangre de vivos!
Las palabras de Julieta hicieron mella en Romeo. Se dejó caer de rodillas y comenzó a gimotear. Con los labios carcomidos y la garganta lacerada, sus lamentos sonaron como el sonido de una flauta deteriorada.
—Aún hay alma en vuestros corazones arrugados, hijos míos. ¡Algo se podrá hacer por vosotros! —dijo Fray Lorenzo.
—Nada, padre —respondió Romeo, mientras se dejaba abrazar por Julieta—. El Hambre es irresistible. ¡Incluso ahora la siento en mi cabeza, tentándome para que lo devore! No se puede luchar contra algo así.
—Entonces, sólo hay un camino —dijo la muchacha—. Gracias, amigo Fray Lorenzo, por hacernos ver lo que es correcto.
La pareja se encaminó hacia el exterior de la mansión. Marchaban tomados de la mano, siempre tomados de la mano. Allí esperaba un nutrido grupo de policías, armados con escopetas y pistolas. Cuando vieron a los muertos vivientes, amartillaron las armas y señalaron funestamente.
—¡Ni un paso más, engendros! —gritó el comisario de la Escala
Romeo y Julieta se detuvieron. Buscaron sus ojos, ya carcomidos por la degradación de la carne. Se sonrieron, desgarrando la escasa piel que quedaba alrededor de sus bocas.
—No importa dónde vayamos —dijo Romeo—. Nos encontraremos. Siempre nos encontraremos.
—Vida o muerte, Cielo o Infierno, nada me separará de ti, esposo mío.
Dieron su último paso, desatando una poderosa lluvia de fuego. Las balas destrozaron su pútrida carne, haciéndolos saltar en pedazos. Cayeron al suelo, aún conscientes, aún tomados de la mano. Y, entonces, alguien disparó sobre sus cráneos y todo se oscureció.

El comisario de la Escala se acercó a los cuerpos destrozados. A pesar del intenso horror, no pudo evitar un suspiro de pena al contemplar las manos de los dos amantes, que incluso entonces demostraban su extremo cariño.
—Una paz más sombría que ninguna nos trae el nuevo amanecer. ¿Cómo mostrará su rostro el sol ante este espanto? ¡No puedo permitirlo! —y se volvió a sus hombres, y les habló alto y claro, así como a Fray Lorenzo y a la aya—. ¡Nunca se ha de hablar de esto! No puede existir perdón, y castigo ya ha habido. Si de vuestra boca debe salir una historia, vestid a Julieta y Romeo de amor desconsolado, jamás de demonios.
Una vez dijo esto, de la Escala se santiguó. Y en todos los años de su vida, que fue larga, jamás se mencionó los terribles sucesos que acabaron con los Montesco y los Capuleto. A pesar de las pesadillas que sufrió en sus noches, guardó para sí la verdadera historia de Julieta y Romeo, los amantes malditos.



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5 comentarios:

Víctor Morata Cortado dijo...

Pues para no ser de los mejores, está muy bien. Me ha gustado. El final no me lo esperaba así, quizá imaginaba algo más trágico. En líneas generales me ha gustado mucho. Los calores no te merman y si lo hacen, ufff, espero ansioso tus escritos de cuando haga frío, jejeje. Un abrazo, colega.

Blanca Miosi dijo...

¡Ayayay! Javier, ja, ja, sé que esta versión de Romeo y Julieta es terrible, pero no puedo dejar de observar ciertos toques humorísticos en tu cuento, sobre todo la mención "al apagón", como si en la Italia de los Capuletos y Montescos existiera la compañía de electricidad que les cortó la luz por falta de pago.
Claro que está más centrada en el amor que une a Romeo y Julieta más allá de la muerte, y yendo más lejos, más allá de la horrenda furia que carcomía sus almas, pero como siempre, en una buena historia de amantes, triunfó el amor, representada en ese par de manos entrelazadas a pesar de la podredumbre, del odio, de los deseos de venganza y del Hambre.

Un abrazo, amigo,
Blanca

naty dijo...

Muy buen relato,Javi.Romeo y Julieta permanecieron juntos hasta el final.
¡Felicitaciones!
Recibe un fuerte abrazo,amigo.

Javier Pellicer dijo...

-Víctor: El resultado de este relato no me desagrada, pero sigo pensando que no es mi mejor trabajo. Aunque entretenido, no lo presentaría a un concurso. Pero me he divertido al escribirlo, que es lo que cuenta (y que os guste a los lectores). Un abrazo, amigo.
-Blanca: Me has descubierto un fallo en el relato, Blanca. Quizás debí haber indicado que el apagón lo producen Romeo y Julieta para poder sorprender a sus familias y devorarlos. Un descuido por mi parte, mil perdones. Pero como dices, prevalece el mensaje del amor absoluto por encima incluso de su maldición. Un fuerte saludo!!
-Naty: Gracias, Naty. Es genial que te haya gustado. En el fondo, el relato acaba igual que la historia original, o sea, muy mal, pero con un toque hermoso de, como tú dices, estar siempre juntos. Besos!!

Blanca Miosi dijo...

Pues yo no lo vi como una falla del relato, Javier, pensé que estaba escrito adrede para darle ese toque de humor negro con el que venía la obra.
Como diría el Chavo: ¡fue sin querer queriendo!, ja, ja,

Un besote, hijo mío!
Blanca

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"