TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
Pero yo no desaparezco. A partir de ahora podrás encontrarme en mi WEB OFICIAL DE AUTOR pinchando en la imagen inferior. Allí os ofreceré más artículos, noticias, reseñas y todo el contenido habitual en este blog.
¡Muchas gracias a todos por estos años juntos! Os espero en mi nuevo rincón:

A PARTIR DE AHORA PODRÁS ENCONTRARME EN MI WEB DE AUTOR

Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

sábado, 7 de marzo de 2009

Cuentos de Erian - El Puente de los Paladines (II)

Y aquí va la segunda y última parte de "El Puente de los Paladines". Espero que lo disfrutéis. Gracias a todos los que habéis comentado y leído el relato.


La semana que viene, más.

Nota: Aclaro una cosa. El padre que comienza y acaba la historia, y su hijo, no son simples personajes. Son protagonistas de la saga que estoy escribiendo en relación con el mundo de Erian. Tienen, por tanto, una importancia simbólica.

_____________


EL PUENTE DE LOS PALADINES (II)



III

Cuando los más de doscientos akhemennios llegaron al puente que los separaba de su próximo festín de destrucción, se toparon con una sorpresa que jamás hubiesen imaginado.
No supieron cómo reaccionar. En el centro exacto del puente de madera vieron brillar un par de individuos, ambos embutidos en sendas esplendorosas armaduras plateadas con motivos broncíneos, el más hermoso de todos un fastuoso fénix en llamas gobernando el peto. Las celadas cubriendo su rostro les daba el aspecto de titanes, y la espada en su diestra y el gran escudo pavés en su zurda el porte de héroes.
—Caballeros del Fénix… —rugió el cabecilla del grupo, y había tanto ira como miedo en su correosa voz.
Ira porque aquellos dos paladines pertenecían a la fuerza de élite de los enemigos de sus señor, y miedo precisamente por el mismo motivo. La fama guerrera de los Caballeros de la Orden del Fénix era antológica, incluso para los incultos akhemennios. Soldados entrenados en el arte de la guerra, espadas hábiles y poderosas, y voluntades que jamás cedían ante el miedo. Eran enemigos temibles.
Pero sólo eran dos. Y al advertirlo el cabecilla se echó a reír, y dio la voz de alto a escasos veinte pasos del puente.
—¡Apartaos, ridículos hombrecillos, y huid si vuestras estúpidas armaduras os lo permiten!
Pero los Caballeros no se movieron.
—¡Estúpidos! —gorgojeó el akhemennio— ¿Acaso queréis plantarnos cara? ¡Me divertiré arrancándoos la piel a tiras, y me regodearé con vuestros aullidos!
Tampoco ahora se movieron los paladines. Pero hablaron.
—¡No, aberración! —vociferó Bernard, y señaló al cielo, en donde el sol Griän descendía presuroso hacia el horizonte de relieve calmado— ¡Tú y tus alimañas seréis quienes gritaréis de terror antes de que acabe el día! ¡Este puente está salvaguardado por la poderosa Orden de Caballería del Fénix, y por tanto dad por seguro que no lo cruzaréis! ¡Venid, si en vosotros hay un ápice de valor!
Más risas de los akhemennios, y burlas hirientes que sin embargo no lograron inmutar a los paladines, a pesar de que resultaba una estampa terrible observar aquella masa de hombres enormes, pintados de blanco cual espíritus horribles de cráneo rasurado.
—¿Por qué ir, si podemos arreglar esto desde aquí? —se mofó el cabecilla—¡Flechas!
Una docena de arqueros akhemennios se adelantaron entonces. Sus arcos eran combadas maderas ennegrecidas, tratadas con inmundo aceite de Balgarr, las odiosas tierras del sur de donde habían surgido aquellas criaturas. Cargaron sus armas con flechas de penachos y puntas igualmente oscuras, y tensaron los arcos con sus poderosos músculos.
Los Caballeros siguieron sin moverse.
—¡Disparad! —gritó el cabecilla.
Saltaron las cuerdas, y los proyectiles se alzaron hacia el cielo; subieron y subieron, y cuando el mundo volvió a reclamarlos, descendieron sobre los paladines.Pero ambos estaban preparados. Un instante antes del impacto de las flechas hincaron su rodilla izquierda en el suelo, y doblaron la otra; alzaron los pesados escudos como un solo individuo, parapetándose tras el duro metal. Tum, tum, tum… las puntas golpearon contra las adargas; algunas se clavaron, pero la mayoría rebotaron, mientras otras hincaban el puente inofensivamente.
Finalizada la descarga, los dos Caballeros surgieron de la protección, indemnes como dioses que no podían ser tocados. Y con voces desafiantes, imprecaron a los akhemennios.
—¡Cobardes! ¡No os escondáis tras vuestros arcos! ¡Venid vosotros y probad nuestro justo acero, ratas miserables!
Los akhemennios vacilaron un instante, la convicción de los dos valientes los desarmó de buen principio. Ellos eran, ciertamente, criaturas cobardes, temerosas de las fuerzas superiores a diferencia de sus parientes, los phomhor. Se lo debían a su parte racional. Y es que aquellos que les plantaban cara no eran simples granjeros desvalidos, eran guerreros diestros como pocos; sabían blandir la espada, sabían esgrimirla y matar con ella.
Sin embargo, reaccionaron pronto. Al fin y al cabo no había motivo para el miedo. Eran doscientos contra dos, no podrían resistir ni un embate. El cabecilla eligió al azar a veinte de sus subordinados, y dio la orden de cargar.
Y como bestias se lanzaron al ataque. Sí, iban en formación, pero ésta era débil a todas luces. Los akhemennios arremetieron en posición descontrolada, con las feas espadas dentadas en alto, sin escudos y sin la más mínima prudencia; gritaban y babeaban, porque eso era lo que comúnmente hacían para asustar a sus víctimas y que éstos huyeran despavoridos, momento que aprovechaban para atacar por la espalda, como bandidos rastreros. Pero esta vez tenían ante ellos a dos guerreros que no cedieron a tales ardides. Finn y Bernard mantuvieron no sólo la posición sino su postura: el escudo alzado a media altura y por delante del cuerpo, el brazo de la espada atrás, dispuesto a descargar; ambos separados lo justo para que entre cada uno, y por sus lados, sólo cupiera un individuo.
—¿Estás a punto para la gloria, compañero? —sonrió Bernard.
—Siempre, amigo —asintió Finn.



IV

La primera acometida acabó con veinte cadáveres, y todos eran akhemennios. Los viles enemigos se habían topado con dos espadas ligeras como el viento y poderosas como el trueno, con dos escudos inamovibles gracias a la voluntad de sus portadores. Una y otra vez, sus armas mal afiladas fueron rechazadas, ya fuera por hoja o adarga de paladín, y respondidas con muerte. Ahora sí, el resto de la patrulla no se mofaba.
Pero su resistencia también demandó un gran precio para los dos Caballeros. Aunque no lo demostraron a sus enemigos —una de las reglas de la guerra era no mostrar debilidad ante el rival—, ambos estaban agotados; entre el escudo, la espada y la armadura cargaban con no pocas piedras de peso sobre sus cuerpos; y aunque eran fuertes y grandes, sus músculos les pesaban después de un combate como aquel. Con disimulo, aparentando una solvencia inexistente, se apoyaban sobre las adargas, respiraban con ansia por entre los resquicios de sus celadas. Habían realizado toda una hazaña, digna de las canciones de los bardos, pero sabían que no sobrevivirían a aquella batalla.
No lo habían esperado en ningún momento.
—¡Ya basta! —berreó el cabecilla— ¡Me he hartado de vosotros! ¡¡Todos a una!!
Bernard y Finn se irguieron de nuevo, con muecas sonrientes una vez más. Retrocedieron poco a poco, buscando atraer al máximo de enemigos posibles al interior del puente. Treinta pasos antes de llegar a tierra firme, se detuvieron de nuevo y contuvieron la avalancha.
La espada de Bernard cantó ligera, el paladín parecía haber olvidado su cansancio. Sabía que era una ilusión; en el fervor del combate la debilidad no se sentía hasta que era demasiado tarde. No obstante, cortó cuellos y abrió cabezas, lanzó golpes con su escudo y despeñó a muchos akhemennios por el puente. Pero no se acababan nunca, siempre llegaban más y más.
—¡Venid a mí, monstruos! —oyó gritar a Finn, que de repente parecía ido, poseído por la furia guerrera del luchador suicida— ¡Dejad que mi espada reparta justicia! ¡Pagaréis todas vuestras infamias! ¡Hoy probaréis el sabor de la derrota!
Bernard sintió un roce frío en el muslo, nada más, pero al instante algo cálido resbaló por su pierna. Lo habían herido, lo supo al instante, pero ello no mermó un ápice su voluntad. Ahora el escudo pesaba demasiado, así que lo dejó caer, y empuñó la espada bastarda con ambas manos. Mató a otros cinco enemigos —había perdido la cuenta, pero los cuerpos se amontonaban entorpeciendo sus movimientos—, antes de que uno de los akhemennios le arrancara el yelmo de un golpe de empuñadura. La respuesta del paladín fue rebanarle el brazo, y abrirle luego la carne a la altura del rostro. Sin embargo, en el proceso, vino el error. Dejó desprotegido su flanco izquierdo, y una lanza le destrozó la armadura y desgajó su costado.
No gimió siquiera, no iba a darles ese placer a sus enemigos, pero cayó de rodillas al suelo sin poder evitarlo. De reojo, vio a Finn, también malherido. Le habían seccionado la pierna a la altura de la rodilla y yacía en el suelo. Pero, valiente hasta la muerte, aún tenía las fuerzas y la voluntad para arrastrarse con las manos hacia su espada.
Sabía para qué la quería.
El joven logró llegar hasta su arma, y la alzó hacia una de las maromas que amarraba el travesaño principal del puente.
Sí, muchacho, hazlo como habíamos planeado, pensó Bernard.
Pero no fue el único que lo advirtió. El cabecilla akhemennio, que al comprobar que sus contrincantes habían sido casi vencidos había osado adentrarse en la batalla, también lo percibió; e incluso alguien tan estúpido como él comprendió lo que pretendía el Caballero.
—¡Atrás, retroceded! —gritó, ahora sí atemorizado.
—Demasiado tarde, engendro —gimió Bernard, utilizando sus últimas fuerzas para cercenar al cabecilla su pierna derecha—. Tú te quedas aquí. Compartirás nuestra suerte, pero no nuestra recompensa, no el premio de los dignos.
Finn descargó su hoja, la soga se rompió limpiamente. Hubo un crujido, y toda la estructura tembló entonces ante el enorme peso que estaba soportando. Débil al perder su principal sujeción, el madero transversal no pudo resistirlo, menos cuando otras cuerdas comenzaron a saltar. Los akhemennios al comprender lo que iba a acontecer, trataron de escapar dando marcha atrás, pero en su propia locura se estorbaron unos a otros, cayéndose al río o pateándose entre ellos.
Era el final, Bernard lo sabía, o el principio, según se viera. Y sintió esperanza. Si dos simples Caballeros del Fénix, defensores de élite de la justicia, pero del más bajo rango, eran capaces de golpear de tal modo al enemigo… ¿qué no harían los grandes héroes que, según se rumoreaba, habían partido con la misión de encontrar a quien salvaría al mundo?
No, el mal no lograría acabar con el mundo, las fuerzas de la Unión se reunirían, y vencerían. Y él, Bernard Gavillán, paladín y antes granjero, y su compañero Finn Galway, valiente como pocos, asestarían el primer golpe, y otorgarían la primera victoria. Y, algún día, serían recordados, con canciones o monumentos.
Al fin, el puente cedió, y todo se vino abajo. Pero unos instantes antes de la catástrofe, Bernard buscó con la mirada a Finn, y le sonrió.
—Cantarán alabanzas por nosotros —dijo.
El joven le devolvió el gesto.
—Ha sido un privilegio y un honor luchar a tu lado. Tu valor es el de un Caballero de Oro.
—Y el tuyo, amigo mío.
No hubo tiempo para más, el Brear reclamó a invasores y defensores por igual.

***


—Bueno… ¿qué te ha parecido? —le preguntó Járiel a su hijo.
El pequeño Kerith lo miró con sus enormes ojos, y el padre vio el brillo que todo niño refleja tras la narración de una fábula. Porque era una leyenda, basada en una historia real que Járiel había adornado con su propia imaginación, que había dulcificado para adecuarla a la inocencia de un niño[1]. En su boca había sonado distinta a cómo él se la imaginaba. Porque Járiel sabía que, en aquel mundo, las fábulas ocultaban siempre un lado oscuro.
Sin embargo, lo realmente importante, el mensaje tras la historia, era el adecuado, aquel que pretendía transmitirle a su hijo.
—Bernard y Finn acabaron gracias a su sacrificio con más de cien enemigos, y lo que es realmente más importante, salvaron a muchos inocentes. Los akhemennios que sobrevivieron, diezmados, tuvieron que vadear el río por otro lugar. Y, sin un líder, no opusieron resistencia a las fuerzas de la Unión. En honor de su hazaña reconstruyeron el puente, y lo engalanaron con cuatro estatuas dedicadas a ambos. Y lo llamaron El Puente de los Paladines.
—¡Qué valientes! —exclamó el chiquillo— ¡Casi tanto como tú, papá!
—No, hijo, no casi. ¡Igual que yo, o tal vez más! —aseguró el padre— Recuerda que Bernard y Finn no contaban con un arma de poder. ¿Pero sabes qué? Tenían algo mucho mejor.
El niño, sumido en un pozo de curiosidad, abrió la boca, esperando la conclusión de su padre.
—Tenían el valor de su corazón y la razón de la justicia.




[1] De aquí deducimos que la versión que Járiel cuenta a su hijo no es la misma que el lector disfruta. Obviamente, ésta última hubiera sido demasiado escabrosa para un niño.

__________

Imagen: fotomontaje del autor.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Recoge tu merecido Premio en mi blog.
PAZ.
Pasaré por aquí con mayor tranquilidad y te dejaré un comentario a tu trabajo.

Elena Cardenal dijo...

Corroboro lo que te decía en el otro comentario de la primera parte. No soy buena crítica, y mucho menos de este género que no te puedo ayudar demasiado, pero tienes un amplio vocabulario que ya quisiera yo y más por ahi. Si bien es cierto, lo que aclaras en la parte de abajo, deberías explicarlo en el relato para que quedase más claro, pero solo es una opinión. Está bien que hagas esa distinción entre lo que pasó realmente y lo que el padre le cuenta al hijo para protegerle.
Besos!!

Víctor Morata Cortado dijo...

Muy bien, Javi. Buen comienzo de la saga. Me ha gustado bastante. Pronto empezaré a leer lo que me dejaste y te seguiré comentando. De momento, tan sólo puedo disfrutar con las entregas que nos haces. Felicidades por esta iniciativa. Un fuerte abrazo.

4nigami dijo...

Como siempre genial ;)
Me ha gustado mucho el relato. La verdad es que cuando leí la 1ª parte pensé que iban simplemente a derrumbar el puente para que tuvieran que hace run rodeo, no pensé que les fueran a plantar cara, pero claro, queda mucho más épico así =)

En fin, espero que esté todo bien por ahí ;) Yo aquí ni fu ni fa, como siempre, pero bueno...

Bueno, ya habalremos. Ahora te dejo que voy a ver si actualizo el blog nuevo de clase que ya son horas...


Por cierto! Ya estube usando la cámara reflex el sábado en la boda, cuando acabe el 2º carrete llevaré los dos a revelar y escaneraé las fotos, a ver qué tal están... *miedito por si salen mal* hehe. Y a ver si hoy descargo las que saqué con la digital, aunque fueorn más bien tirando a pocas, que no tençia uy buen día la verdad...

Besos y abrazos!! =)

Guillem López dijo...

hola Javier. Me ha gustado tu relato. ¿ES el prólogo a tu novela? Creo que así toma bastante cuerpo la historia del padre al hijo. Espero que cuelgues más como este.
Un saludo.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"