TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

lunes, 10 de noviembre de 2008

Grandes escritores por descubrir - Víctor Morata Cortado

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Estamos acostumbrados a que se hable de los peligros que conlleva internet, pero para gente como yo, para los escritores, la red es como el descubrimiento del Grial: lo cambia todo. Pero más allá de las posibilidades a nivel de promoción de nuestras historias, más allá está la posibilidad de conocer gente con aficiones y pasiones similares. Desde que comencé a moverme como escritor por internet, he conocido a mucha gente interesante, algunos son mis amigos, otros no tanto, pero he aprendido mucho de otros que, como yo, aman las letras.
El otro día pensaba en ello, y se me ocurrió la idea de diseñar una sección para mi blog en la que mostrara el trabajo de otros escritores que están más o menos en mi misma situación. Lo comenté con mi buen colega de letras, Víctor Morata, y él me confesó que esa misma idea le había pasado por la mente recientemente. Quizás es que todos los escritores estamos hechos en el mismo molde, quien sabe.
Así que aquí está, la nueva sección Grandes Escritores por Descubrir, en la que trataré de mostraros a gente que, además de amigos (o quizás sólo conocidos), considero grandísimos escritores, aunque su nombre aún no esté en las bibliotecas y las librerías. Tiempo al tiempo.

Y no podía iniciar esta sección con otra persona que no fuera Víctor Morata Cortado. Varias veces he comentado mi predilección por este gran escritor que conocí gracias a la página TusRelatos.com (aunque luego hemos coincidido en montones de páginas más, incluso en la radio). Él pertenece a lo que yo llamo “La Generación de TusRelatos”.
Víctor tiene en su haber una increíble cantidad de relatos, que tocan cada género que se pueda imaginar (sí, también mi asignatura pendiente, la poesía, e incluso el teatro). Su especialidad, sin embargo, donde personalmente lo tengo por un maestro, es en la fantasía. No hablo sólo de literatura de espada y brujería, no. Si de algo puede presumir Víctor por encima de otras virtudes es la originalidad de sus historias, y la, asimismo, original manera de contar tales obras. Uno de sus grandes proyectos es “Universo Mágico. Cuentos de Seres Extraordinarios”, trabajo dividido en cuatro volúmenes (agua, tierra, aire y crepúsculo), y que comprende relatos dedicados a todas y cada una de las criaturas mitológicas que el hombre ha adorado o temido desde que es tal.
Como yo, Víctor aún no es un escritor profesional. Ha colaborado con varias revistas, y sus relatos se han publicado en antologías como las del concurso “Una imagen en 1000 palabras”, o en revistas tales que Logogrifo y la prestigiosa El País Literario. Su mayor éxito es, y sólo de momento, el Premio Yoescribo 2008, con su sensacional relato El Cosechador (y que acto seguido os ofreceré, con su beneplácito). Derivado de dicho premio vino el libro con el mismo nombre del relato, pero que además incluía otros dos relatos, Mystica (maravilloso, quizás su mejor trabajo), y Las Palabras que no ves (un delicioso relato, tan tremendamente tierno que se os hará un nudo en la garganta). Un libro muy recomendable (podéis comprarlo si accedéis a la imagen de la portada en la columna de la izquierda).
Y entre concurso y concurso, como quien esto escribe, Víctor sigue peleando por la dorada oportunidad de una primera publicación con una editorial. No le perdáis de vista, quedaos con su nombre: Víctor Morata Cortado.
Yo os digo que pronto os sonará.

Y ahora, disfrutad de “El Cosechador”, Premio Yoescribo 2008.
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EL COSECHADOR

El ser humano se cuestiona constantemente muchas de las incógnitas que envuelven el mundo y, como ser social que es, se interrelaciona en función de cada una de las preguntas que le acometen. Así cada hombre o mujer viven sumidos en una inquebrantable cadena de relaciones anexionadas por sus inquietudes, sus dudas y, en definitiva, sus verdades individuales. Pero, ¿qué sucede cuando esas incógnitas se despejan para alguno de estos entes?

Romeo, como muchos otros hombres, vagaba por la vida con las pretensiones adquiridas de aquellos que se pavonean al decir que nos aman. Caminaba sin darle sentido a sus pasos, sin pretender más de los acontecimientos que lo que por si mismos reflejaban llanamente. Trabajaba, se relacionaba con el entorno – amigos, compañeros, amantes y clientes –, disfrutaba de sus momentos de ocio con escapadas muy sutiles a la casita de la playa, hacía el amor, con cada vez menor frecuencia y así eran todos los días a excepción de aquellos otros en los que se veía sorprendido, en la mayoría de las ocasiones incomodado, por las inesperadas visitas de conocidos y familiares, invasores del espacio personal y vital de Romeo y su pareja. Una rutina que desgastaba sus ansias y ambiciones, mermadas y casi extintas por el paso de los años, erosionadas por el deber de ser social que le inmiscuía en la vorágine del día a día. Un paseo gris que cada jornada se repetía sin aportarle especial aliciente y le hacía meditar acerca de si habría alguna función prevista para él en el futuro que se mostraba más oscuro aún de lo que se veía el presente. Hasta el momento, esto no describe más que la vida de cientos de miles de seres que moribundos habitan nuestro amado-odiado planeta azul casi gris, poluto y resacoso. La vida de aquellos que ya dejaron de subir al desván para echar un vistazo a todo lo que amaron en el pasado y que hoy ya no merece más que el adjetivo de viejo o desgastado o fuera de lugar. Pero Romeo había de ser especial, al menos por un motivo, un impulso que le abriría las puertas de ciertas salas que apenas sabía que existían.

Un día volvía del trabajo. Las nueve y diez. Hora de cenar. Abre el portón. Enciende la luz de la escalera. El ascensor está estropeado. Dos pisos con el pesado maletín. El pecho oprimido por el exceso de tabaco y la carencia de ejercicio. El calor de la época estival. La corbata demasiado apretada. Afloja un poco el nudo. Respira profundamente antes de introducir la llave en la cerradura. Mira el letrerito B sobre el marco. Abre la puerta. Está todo a oscuras. No huele a comida recién hecha. Algo no está bien, sus entrañas le avisan de la desavenencia. Tiene hambre. Sus tripas crujen con desgana, tímidamente. Enciende la luz.

- Cariño... ya estoy en casa... – apenas si se atreve a pronunciar palabra, pero habla con la esperanza de obtener respuesta.

Parece que no hay nadie, se acerca al salón, unos metros a la derecha. Deja el maletín y la chaqueta sobre el sofá. Se afloja un poco más la corbata. Desabrocha un par de botones de la camisa. Sigue encendiendo luces. Se dirige a la cocina. Todo está impoluto. La inquietud empieza a apoderarse de él. Va hacia la habitación principal y no hay nadie, las persianas bajadas y la cama hecha. En el baño no está. Tampoco en la habitación de su futura progenie ni en el despacho. Definitivamente no hay nadie en casa. Raro. Preocupado pero aún tranquilo, Romeo decide aplacar los deseos de su aspecto biológico y se acerca a la nevera. Coge una zanahoria y la mordisquea, un poco de zumo de manzana. Así acallará su estómago, al menos hasta que sea el momento de cenar en serio. Vuelve al salón y enciende el televisor, hace zapping durante unos segundos, nada interesante. Apaga mientras apura el vaso de zumo. Coge la chaqueta y la lleva al armario de su habitación. Mira el reloj. Las diez menos veinte. Coge el móvil. No hay llamadas perdidas. No hay mensajes. No hay nada. Marca los nueve dígitos del celular de Julia. Vodafone informa que este teléfono está apagado o fuera de cobertura en este momento, si quiere realizar... Lo corta antes de escuchar por completo la retahíla. Romeo empieza a ponerse nervioso. Esto es extraño. Coge un pitillo y lo enciende, camina por el salón. Va a la cocina. Allí vuelve a coger el teléfono y marca de nuevo el número de su mujer. Nada. La preocupación aumenta. Su rutina de autómata se ha visto considerablemente afectada y no sabe qué hacer. Quizá no sea nada, se preocupa demasiado. Pero es extraño. Ella no está, ella siempre está. La cena humeante sobre la mesa de la cocina a las nueve y cuarto. El noticiero informando de los avances en el senado. Después de pensar en los posibles lugares en los que podría estar, decide llamar a los padres de Julia, tal vez se encuentre allí. Llama. Al cabo de unos tonos se oye un clic y una voz masculina avejentada.

- ¿Diga...? – Parecía que estuviera masticando algo, eso se nota, les habría pillado cenando.
- Hola Mauri... soy Romeo. ¿Está por ahí tu hija? – Intentaba no mostrar señal alguna de preocupación.
- Ah, hola Romeo... no, no está aquí... espera – se oye un grito algo alejado del auricular - ...nena, ha estado tu hija por aquí hoy... no... Julia... es Romeo... ah... vale... – vuelve a acercarse el aparato para contestar – pues no ha estado por aquí hoy. ¿Pasa algo? ¿Va todo bien?
- Oh, sí, sí... – mintió, nada estaba bien – quizá me avisó de alguno de esos cursos a los que va y no me acordé, no pasa nada Mauri, es que volví del trabajo y pensé que... que estaría por allí.
- Pues hijo... no sé. ¿La has llamado al móvil? – Dijo con cierto aire despreocupado.
- Sí, lo tiene apagado. - Atajó la conversación – Seguro que está en algún curso. Uff... me lo diría y como siempre voy liado ni me enteré...
- Será eso...
- Bueno... Mauri, perdona la molestia... un abrazo. – y colgó.

Romeo no creía en absoluto que Julia estuviese en ningún curso. Si se lo hubiera dicho habría caído en ello aunque no se acordara de la fecha exacta. No sabía donde estaba su mujer. Estaba desconcertado. Pero tampoco quería alarmar a sus padres. Llamó a sus amigas más íntimas con idéntico resultado. Nadie sabía nada o, al menos, todos decían no saber nada. La paranoia asomó por un momento a la mente de Romeo y la alejó consciente de que no era buena idea dejarla aflorar por un hecho que probablemente con el tiempo quedaría en anécdota. Decidió cenar algo más consistente, había ensaladilla rusa del día anterior en el frigorífico. La engulló con la mirada perdida en la cenefa con motivos frutales que rodeaba la estancia. Dejó el plato sucio en el fregadero. Como postre comió un yogur. Un cigarro mientras volvía a hacer zaping en el salón. Un cuarto de hora de una serie de esas americanizadas que se supone han de amenizarte el día. Aburrido y desquiciado, se fue a la cama. Cuando llegara se despertaría y todo habría pasado. Solía volver tarde de los cursos. Por si acaso, confió en que aquello fuera el producto de un malentendido, una mala comunicación marital. Tardó en dormirse. A las tres se despertó. Creyó oír algo. Salió con los ojos entrecerrados al pasillo, no había nadie. Falsa alarma. Miró el reloj. Era muy tarde. Ella no estaba a su lado. La poca tranquilidad que podía haber permanecido hasta el momento desapareció como un estruendo. Pasaron los minutos muy lentamente, los segunderos marcaban el ritmo con un sonido enloquecedor que impedía cualquier intención de descanso y sosiego. Las cuatro. Las cuatro y cuarto. Las cinco menos veinticinco. Las cinco menos diez. Las cinco y cinco. No podía dormir. Daba vueltas en la cama. Sudaba. Se levantaba. Bebía un poco de agua. Se acostaba. Volvía a levantarse, esta vez al baño. A las seis y media decidió levantarse. Se dio una ducha y preparó café. Esperaría hasta las ocho. Nada. Cogió el maletín. Tristemente, con una mala corazonada, cerró la puerta tras de sí. Bajó los peldaños y salió del edificio en dirección al coche. En dirección al trabajo.

Tres cafés no fueron suficientes para aplacar su estado casi hipnótico, sino para acrecentar aún más la alteración de su sistema nervioso que no paraba de azuzarle con esperadas reacciones de ansiedad. No podía dejar de aferrarse a la gran incógnita que había desplantado al resto, la cabeza le daba vueltas buscando una respuesta, aunque fuera tan sólo una, acerca de lo inopinado de la situación acontecida en las últimas horas. No había rastro de su esposa, ni una nota, ni una llamada... nada. Si al menos supiera... pero no sabía, y eso le mataba. Antes de alcanzar el mediodía uno de sus compañeros advirtió el cansancio en Romeo y le instó a que se marchara a casa. Su jefe, despreocupado de los asuntos de la jerarquía inferior, echó un vistazo a su empleado, un buen ejemplar de ejecutivo moderno, responsable e impecable trabajador de los que generaban sustanciosos beneficios para su empresa, y le obligó a abandonar su puesto por el resto de la semana. Su aspecto le delataba y todos tenían razón, en ese estado no podía trabajar. Ausente como andaba, con aspecto fantasmal, arrastrándose por los rincones de la oficina, con una mano sobre la cabeza, los hombros caídos y un halo de tristeza muy impropia de él, decidió que no sería mala idea. Volvió a llamar al móvil de su mujer durante una docena de veces más antes de emprender el camino de vuelta a su hogar. Quizá ya estuviera allí. Aquel pensamiento era más una esperanza que un acto de fe. Una esperanza que se desvanecía rápidamente, que dejaba un sabor amargo en sus arrebatos reflexivos, aquellos que no albergaban sino negativas respuestas indicándole lo que él ya sabía. Julia no volvería. No sabía por qué, pero su intuición le decía que no, que no, que no... y se hacía preguntas que no se atrevía a contestar, se sucedían ignorantes una tras otra, pero nada. Eso es lo que había. Nada. O quizá menos que nada. Al llegar a casa todo seguía tal como lo había dejado al marchar. La cama medio hecha o medio deshecha, que más da. Un plato sucio en el fregadero, un cenicero lleno de colillas apagadas a medio fumar, un olor acre envolviéndolo todo. Pero ni el más mínimo indicio de ella. En un distraído soliloquio se aconsejó mirar el armario, algo que no había caído en hacer la noche anterior y que quizá le diera más pistas acerca del paradero de su esposa. Lo abrió con repentina ilusión en espera de un acontecimiento resolutivo. Las ropas de Julia estaban allí, intactas, quietas, mudas... aquello no hacía más que envolver toda aquella situación en un entorno aún más misterioso de lo que ya era. ¿Habría sido quizá víctima de un secuestro? En su fuero interno algo le decía que no, así que desistió y simplemente esperó. Y aguardó tanto la llegada de su mujer que perdió la noción del tiempo e incluso del espacio. Se encontraba confuso, abstraído, embargado en una sensación de profunda melancolía. Dormía a ratos, se despertaba, vagaba por toda la casa, se sentaba en el sofá del salón y encendía la tele, la apagaba y se iba a la cocina, se sentaba a la mesa quizá esperando que Julia apareciese por detrás con un plato humeante de alguno de sus deliciosos guisos, pero no venía nadie. Se echaba las manos a la cabeza y gacha la zarandeaba mientras alguna lágrima se desprendía golpeando el mantel y humedeciéndolo. Volvía a levantarse, esta vez para ir a la cama. Se recostaba sobre su lado, el izquierdo, y miraba distraído el lado que ella ocupaba, lo acariciaba recordando las curvas de aquella espléndida mujer que había tomado por esposa. A veces le parecía oler sus cabellos, su piel... pero era una ilusión que no hacía más que sumirlo más aún en aquella tormenta de desesperación y desasosiego. Apenas se dormía, terribles pesadillas arremetían contra su debilitada psique y entonces despertaba, sudoroso, frío como un témpano, temblando, asustado... se desvestía y caminaba, zombi, desnudo hacia el baño, se metía en la ducha y dejaba que el agua resbalara largo tiempo por su piel, con la esperanza que el agua se llevara su dolor y que el desagüe engullera cada resquicio de aquel injusto sufrimiento. Pero el agua caía y caía, ni fría ni caliente le purgaban de aquel mal. Desistió y, sin secarse, anduvo por el pasillo, acariciando las paredes, recordando, gimiendo como animal herido y cabizbajo en su desnudez. Abatido se dejó caer sobre el linóleo y lloró hasta secarse. Cuando la última de sus lágrimas cayó y el último sollozo cesó, habían pasado días, no sabía cuantos, pero bastantes. Había migrado otras decenas de veces de un lado a otro del piso, esta vez sin pensar en nada, absorto en la más absoluta negrura, en la eterna nada de su ser. Se vistió cómodamente y se trasladó al salón. Llevaba días sin comer, sin apenas dormir y bebiendo lo justo para aplacar su sed. Lo que antiguos maitreyas habían realizado con el fin de alcanzar la purificación de su cuerpo encarnado y, después de todo, la iluminación, había supuesto para Romeo una devastadora etapa para su organismo que no toleraba ni un gramo de la más liviana comida. Con el estómago cerrado y oprimido, apenas había alimentado aquel quejumbroso cuerpo, despojo de un duro golpe, lo que algunos especialistas darían en llamar un shock, un trauma.

El estado lamentable en el cual se encontraba Romeo no hacía más que incubar una locura subyacente, la alimentaba y se notaba como crecía en su interior. Él mismo sentía desquiciarse desde dentro hacia fuera, como si alguien estuviera desgarrándole las entrañas para conseguir ver la luz de aquella realidad que se le reprimía, aquella realidad que empezaba en los surcos cerebrales y acababa dando forma a lo que Romeo percibía a través de sus receptores. Había oído hablar de cómo funcionaba la mente, de cómo los sentidos se organizaban para darle forma a lo que la realidad exponía ante sus órganos receptores y transmitían la información que conformaban la realidad sobre la que se desenvolvía el ser humano. También había oído hablar de las neuronas espejo, un nuevo descubrimiento que ampliaba algo más el sistema perceptivo del ser humano, llevándolo a un nivel de empatía tal que el organismo era capaz de reconocer la verdad de los objetos, personas y demás, de ver el futuro, de ser capaz de vivir perceptivamente lo que otros percibían directamente. Algunos daban incluso en llamar a estas neuronas, Dalai Lama, por el efecto que sobre las personas producía. Esto daba explicación a muchas de las cosas que motivaban al ser humano, como la sensación gratificante de ver cómo alguien gana en televisión ante cualquier evento competitivo o la conquista de un amor por parte de un amigo o familiar. Nuestro organismo empatiza con ese otro organismo y es capaz de vivir al mismo tiempo lo que aquel experimenta. Ahora, Romeo se sentía incapaz de mostrar empatía por nada ni por nadie, simplemente estaba.

Aturdido, agazapado y enroscado sobre sí mismo en el sofá, miraba al frente. Sus ojos se dirigían al vacío, atravesando la pantalla del televisor apagado. De vez en cuando, se balanceaba levemente, intentando mantener el equilibrio producido por la inanición y la creciente deshidratación. No notaba la estancia a su alrededor, había olvidado incluso su propio cuerpo. Se creía una mente volátil, como humo estático sumido en una profundidad absoluta. Nada existía, él tampoco.

En uno de los momentos en los cuales su organismo hizo una llamada de atención, Romeo notó una presencia a su izquierda. Al principio era como una sombra, quizá la suya, pensó, pero luego se fue estableciendo una silueta más clara, con unos contornos más precisos y unos rasgos mucho más marcados y definidos. En unos segundos, su vista se acomodó y pudo apreciar a alguien sentado junto a él, mirándole fijamente a los ojos. Por un instante se estremeció y un escalofrío le recorrió con un espasmo dorsal. No sabía quién era aquella persona, ni cuanto tiempo llevaba allí junto a él, sólo sabía que estaba ahí. Mirando, impasible. Ahora sí que estaba mal, tenía alucinaciones. Si esperaba algún síntoma claro que le indujera a ponerse en manos de profesionales sin duda era aquel. Una persona, posiblemente una visión deformada de su propio yo, se había manifestado como algo real. Si no creía mal, aquello era perfectamente reconocido como un cristalino presagio de Esquizofrenia. No podía dar crédito a lo que sus ojos veían, los frotó para mayor seguridad. Aquel hombre seguía allí. Se acercó hasta que pudo percibir un aliento dulce emanando de la boca de su alucinación. Levantó un brazo y alargó un dedo lentamente, con su cara a escasos centímetros de la de él, quería comprobar si podía tocarlo, si la alucinación le llevaba al extremo de experimentar el tacto de algo inexistente como físico y real. Cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo, una voz hizo que se detuviese en seco.

- ¿Has terminado ya? – Era aquel hombre el que hablaba.
- ... mmm... – Romeo se encontraba absorto por tal acontecimiento.
- Digo qué si has terminado ya... – tenía una voz muy natural, carente de cualquier aspecto sombrío – y te has convencido de que no soy una alucinación.
- Pero... pero... yo... pero... – Estaba desconcertado. Aquello no lo esperaba. Permanecieron en silencio durante varios minutos, mientras Romeo llevaba a cabo un exhaustivo análisis de su propio estado y calmaba su ser para afrontar aquel hito con la mayor serenidad posible.

Trató de comprender, pero la confusión que precedía a tal aparición se hizo notablemente firme y su crecimiento llegó a tal punto que abrumó la conciencia de Romeo, imposibilitándole pensar, hablar e incluso ser. Si la voz de aquel ser no despertaba el más absoluto temor en él, su apariencia física evocaba no muy agradables deseos de tenerle al lado. Era quizá un hombre desmesuradamente delgado que en su desnudez dejaba ver las venas sanguinolentas que le recorrían todo. Su cráneo pelado dibujaba pequeñas vetas azul-violáceas que se cruzaban por todo el rostro, acentuando la expresión de aquellos ojos negros. Con los pies sobre el sofá y su espalda encorvada hacia delante recordaba a esos extraños seres que cuidan de los tejados mientras la lluvia se desagua bajo sus pies engarrados. Su tez además era de un pálido inusual, su piel nacarada casi parecía rodearse de un halo luminoso entre tanta tenebrosidad. Ponía los pelos de punta, ciertamente Romeo estaba erizado de pies a cabeza. Todo aquello no exigía menos de él. Harto curioso a la vez que asustado, Romeo no podía más que verse sorprendido por un acontecimiento insólito, a saber, por mucho que aquel aspecto le repugnara, su voz se mostraba antagonista, distante de representar aquel porte que ante él se evidenciaba. Entonces no pudo más que evocar un antiguo dogma popular que le procuraba precaución y desconfianza, no conseguía recordar las palabras exactas pero el mensaje estaba claro y no pudo más que retrotraerse sobre el sofá, apoyando el peso de su cuerpo sobre el brazo, guardando la distancia con aquel ser en la medida en que el espacio se lo permitía. La fealdad evidente de aquel que le acompañaba desde hacía pocos minutos evidenciaba las teorías que recordaba años atrás le habían impactado en las clases de Psicobiología. Fueron años en los cuales aún andaba perdido vocacionalmente y saltaba de carrera en carrera como si fuera una mariposa libando las flores de un campo pleno y dispuesto. En una de esas clases se hablaba de los mecanismos adaptativos por los cuales se rige el hombre como organismo biológico ante situaciones de elección de pareja, amistades, etc... Eran unos estudios algo alarmantes, ya que establecían a grandes rasgos que la belleza evidente y los aspectos que denotaban una mayor salud eran los que determinaban la deseabilidad por parte del sexo opuesto e incluso la aceptación por parte de nuestros congéneres. Si ocurría alguna fechoría, siempre se apuntaba con el dedo al feo antes que a la persona atractiva; si se atribuían ciertas cualidades negativas y se mostraban posibles candidatos para ostentarlas, la mayoría señalaban sin albergar la más mínima duda a aquellos que eran menos agraciados físicamente o mostraban un aspecto menos saludable. Era curioso como el ser humano se ve irremediablemente encadenado a su condición de ser biológico y por ende a los mecanismos que lo maniobran. Así se sentía Romeo en ese momento en el cual intentaba con no demasiado éxito alejarse del visitante inesperado, controlado por su biología y negando la bondad de aquel ser por su talante afeado. Aquello era inherente a él, tanto más a Romeo su condición humana que la condición desatendida de aquel otro, pues aún se tenía por una alucinación procedente de la psique del reciente abandonado y como tal concedía tal aspecto a una decisión de su subconsciencia. En cualquier caso, allí estaban ambos. Enfrentadas las miradas a una altura descompensada por sus respectivas posiciones: Romeo sentado con medio cuerpo sobre el respaldo y el otro medio sobre el brazo; el ente acuclillado sobre el mullido sofá con la cara girada hacia su interlocutor. Una escena acunada en la penumbra, digna de ser retratada con el aire dramático que en sí misma evocaba.

Cuando el reconocimiento de la figura fantasmagórica le llevó a pensar que no había nada más que pudiera perder salvo la cordura que ya andaba escasa, Romeo decidió asentir a la pregunta que el horrendo ser le lanzó en su pleno encrespamiento mental y emocional. No pronunció ni una palabra, solamente agitó la cabeza con lentitud temiendo la respuesta no agradara a la bestia y acabase con la poca vida que le quedaba. Quizá aquel le ofreciese datos acerca del paradero de su mujer, pero al tiempo ,temía que ese momento que compartía ahora no fuera más que el instante previo al fin al que hubiese estado sometida su esposa. Romeo, nervioso y pálido, calló y miró algo retrotraído hacia la oscuridad proyectada sobre el ente.

- ¿Sabes por qué estoy aquí? – dijo sombría.

Romeo contestó igual que afirmara segundos antes, con un leve giro de cabeza, lento y controlado.

- ¿De verdad qué no lo sabes? ¿No te haces una idea? – dijo esbozando una sonrisa macabra. No esperó a que Romeo contestase esta vez. – Vengo a llevarte.

El horror se dibujó en el rostro del hombre ajado por los días de reclusión, con la inanición llevada al extremo. Se reclinó sobre el brazo del sofá con fuerza, intentando huir de la imagen que se mostraba al otro lado. La figura sonrió mostrando sus dientes, eran afilados y oscuros. Pasó la lengua entre ellos antes de proseguir.

- ¿Aún no te has dado cuenta? – Era una pregunta retórica.

La escena cambió sorprendiendo a Romeo. El ser posó un pie en el suelo con calma y lentitud, luego el otro. Aún de pie no se mostraba totalmente erguido, se mantenía encorvado mientras se frotaba ambas manos en dirección a Romeo. El hombre perdió de vista el motivo que le había llevado a esa situación, reubicando sus prioridades y estableciendo como primer orden el hecho de seguir con vida. Su mujer, donde quiera que estuviese, no estaba allí. Él sí y, sin duda, preveía que su fin se acercaba a cada paso que daba la criatura. Aún en la penumbra, la bestia se aproximó a Romeo y rozó con la punta de su lengua la cara del asustado humano. Le pareció que se relamía, pero quizá solamente fuese un producto de su agrietada imaginación, en ciernes de sobrepasar la realidad misma. Entonces, el ente tomó por el hombro a Romeo y le instó a que le acompañara. Darían un breve paseo.

- Primero saciaré tu incógnita. – Y tiró de él hacia la puerta de entrada.

La figura salió al pasillo, parecía no temer que nadie le viese. Sus vecinos del A solían tener un movimiento bastante concurrido, se trataba de una pareja muy familiar y no faltaban primos, hermanos, tíos, padres... que les visitaran a diario, varias veces además. Por un lado, aquella algarabía que a veces se montaba en el pasillo, ofrecía a Romeo la suculenta posibilidad de ser visto y, de este modo, liberado de la bestia. Por otro, no creía mucho en la disposición de estas personas a arriesgar sus vidas por la de alguien que apenas conocían e, incluso, no caía demasiado en gracia por sus constantes quejas a la comunidad. La criatura, ahora a la luz del pasillo, seguía siendo tan siniestra como entre sombras. Ahora pudo ver sus amarillentos ojos penetrantes. La sangre se le heló y el corazón sintió una punzada de dolor.

- Bajemos. – Dijo.

Descendieron peldaño a peldaño sin abrir la boca. Romeo estuvo tentado de llamar a alguno de los timbres mientras bajaban, pero esta idea se esfumó cuando otra más terrorífica le advertía que aquella podía no ser una decisión acertada. Llegaron a la planta baja y siguieron bajando hacia el sótano. La criatura se acercó al hueco del ascensor y cogió a Romeo por el hombro, insistiéndole para que se aproximara. El horror se encendió de nuevo en todo su cuerpo y la cara se le desencajó en un sollozo ahogado justo antes de caer de rodillas ante la imagen. Era el cadáver de Julia. Su mujer estaba de un color extraño, sin vida y con los primero signos de descomposición. No entendía como podría haber llegado allí, pero ahora sabía porqué no funcionaba el ascensor.

- No sufrió. Mira. – dijo señalando a la cabeza.

En la sien derecha tenía un orificio diminuto. Era el rastro de una bala. Alguien había disparado a bocajarro a su esposa y había escondido el cadáver allí. El bolso abierto y destripado sobre el cuerpo no dejaba lugar a dudas que algún desalmado asaltante la había sorprendido en el portal, quizá al azar, para más tarde cometer aquella atrocidad por una mísera cantidad. No podía dar crédito a lo que veía. El vómito se quiso pronunciar, pero su estómago estaba vacío y se rebelaba ante tal idea.

- Fue un disparo limpio. Yo mismo vine aquí hace unos días.

La cabeza le daba vueltas, las preguntas se agolpaban intentando ganar puestos y pronunciarse para ser resueltas. En cambio, lo único que Romeo pudo emitir fue un balbuceo incoherente e incomprensible. La bestia volvió a coger del brazo al hombre y le empujó escaleras arriba.

- Volvamos arriba. Se acerca la hora.

Durante el trayecto de vuelta no se cruzaron con nadie. Romeo se supo condenado en el instante en que cruzaron de nuevo el umbral de su casa. Intentó zafarse justo en ese momento en el que era sentenciado, pero la fuerza sobrehumana de aquel ser le hizo caer de espaldas en el pasillo al empujarle. Cerró la puerta tras de sí y se acercó a Romeo.

- Puedes intentarlo... pero es inútil.

Romeo se levantó. Comprendió que no había nada que hacer y esperó los próximos movimientos del ser. Este lo miró con cierta melancolía. Entonces le indicó con un gesto de su pelada cabeza que anduviese por el pasillo hacia el baño. Pasaron por la habitación y echó un último vistazo, rememorando los felices momentos que había compartido con su esposa. Noches en vela y complicidades envueltas en las sábanas de aquella cama. Esos momentos nunca volverían, Romeo lo sabía. Un empujoncito sacó a Romeo de su ensueño y siguió su camino hacia el baño. Cuando llegaron, la puerta estaba entreabierta y la luz encendida. Romeo no recordaba haberla dejado conectada. No le dio importancia dadas las circunstancias.

- Ábrela – dijo dándole un toquecito en el hombro.

Romeo se giró para mirar a la criatura. Eran rasgos firmes que no admitían una respuesta contraria. Se volvió y empujó la puerta. La hoja chocó, había algo que impedía que se abriera, pero dejaba una abertura suficiente como para entrar. Miró de nuevo al ente y este le indicó que entrase. Al hacerlo, la criatura ya estaba dentro y, en el suelo, tirado sobre un charco cristalino, había un hombre. Estaba rígido, esquelético y pálido. Romeo hizo una mueca de asco y giró la cara en dirección opuesta, enfrentando su aliento con el de aquel monstruo.

- Míralo bien – dijo con parsimonia.

Romeo obedeció. Casi pierde el equilibrio. Intentó no caerse aferrándose al grifo del lavabo. Luego deslizó su espalda por la pared hasta quedar sentado. Miró quedamente el cadáver del baño. Era él. Había muerto y aquel ser, efectivamente estaba allí para llevárselo consigo. El dónde y el cómo aún seguían siendo un misterio. Cuando la respiración de Romeo recuperó su cadencia normal, la bestia lo tomó por los hombros y lo elevó hasta ponerlo de pie. Entonces aparecieron de nuevo en el salón. Aquellos instantes se sucedieron pesados, el tiempo se paseaba con zapatos de plomo. La figura se situó frente al hombre y lo volvió a mirar de arriba abajo. Esbozó una sonrisa.

- No sé si mereces esto. – dijo justificándose – Yo no dicto las normas.
Dicho esto, de las sombras emergió una forma lentamente. Al principió no supo asignarle rostro ni rasgos humanos, pero cuando la oscuridad se acomodó finalmente a su visión, pudo comprobar como la figura que se mostraba ante él y tras el ente se definía como la de una mujer. Julia. La sonrisa de la criatura se pronunció más aún y la mujer se acercó sinuosa hacia Romeo, con pasos lentos y mirada tímida. Romeo no supo reaccionar y esperó a la sucesión de acontecimientos. Julia se acercó a Romeo, le miró a los ojos sin pestañear. Su mirada lo decía todo. La mujer depositó sus labios dulcemente sobre los de Romeo y el tiempo se detuvo una vez más, ahora con complacencia, dejando que los amantes saborearan el beso del reencuentro. Había echado tanto de menos a su esposa que Romeo no pudo evitar una lágrima le recorriese el rostro y salara aquella unión. Julia se separó para mirarle una vez más, sus narices casi se tocaban, quedando ambos desenfocados ante los ojos del otro. Ella entonces se giró y asintió con la cabeza hacia el ser que aguardaba. Tomó la mano de Romeo y la criatura se situó a sus espaldas, colocando sus garras sobre los hombros de la pareja. Una luz blanca e intensa inundó la habitación. No supieron identificar su procedencia pero tenía un aspecto cegador que, curiosamente, no provocó que desviaran sus caras para protegerse de tal potencia luminosa. Los amantes se miraron mientras las tres figuras se disipaban engullidos por la blancura. Después un sonido sin sonido y la luz desapareció, como si hubiese sido aspirada hacia el interior de alguna dimensión desconocida. El salón quedó entre sombras, con alguna luz mortecina de la calle invadiendo algunos rincones. La quietud se apoderó del lugar, el silencio también.

8 comentarios:

Víctor Morata Cortado dijo...

Joer, tío!! Me he emocionado y todo! Muchas gracias! Un fuerte abrazo, colega. Y gracias, me he quedado sin palabras...

David Gómez Hidalgo dijo...

Me uno al comentario del tema. Desde hace años, y parece mentira (dos como mínimo) llevo siguiendo los pasos de Victor y muchas veces le dije que no me dejaba de sorprenden. Recuerdo su relato sobre un funeral (no me acuerdo del título, lo siento) pero recuerdo que me sorprendió la forma de explicar aquel suceso.

Que decir del relato que nos ha invitado a leer Javier. Ya lo había leído en su día, pero he vuelto a disfrutar como la primera vez.

Estoy convencido que Victor y también Javier conseguiran su pequeño trocito en el cielo de las letras ya que tienen madera, tesón, constancia, ganas, ilusión, y todo aquello que tiene que tener un escrito, pues amigos no publicar en un editorial convencional no tiene nada que ver con ser escritores.

Los dos ya sois ESCRITORES.

Cristina dijo...

Me parece una grandísima idea... nos facilitas descubrimientos.

Gran relato.

Saludos

Cris

Anónimo dijo...

A mí me encantaron los relatos que pertenecían a "Cuentos de seres extraordinarios" que iba colgando en la web de tusrelatos.com. Me sorprendió muchísimo su capacidad para narrar y describir, haciendo que te metieras en la historia desde el mundo real hasta sumergirte en la pura fantasía.

Con relatos más realistas tampoco decepcionó y abordó otros temas con los que facilmente podías llegar a indentificarte o a entusiasmarte.

No obstante, yo tengo fijación por aquellos relatos de fantasía. Me gustaría tenerlos en casa para leérselos a mis futuros hijos, si es que los tengo.

Un saludo a Víctor y otro para tí, Javi, por este detalle tan bonito.

Mucho ánimo y a seguir escribiendo

Teo Palacios dijo...

Hola, Javier.

Aquí estoy, devolviendo la visita, y veo que no soy el único en iniciar una serie dedicada a escritores noveles.

No he leído, aún, el relato de Victor Morata que acabas de colocar, espero hacerlo en los próximos días.

Gracias por enlazarme a tu blog, acabo de hacer lo mismo con el tuyo.

Saludos.

Ana Vázquez dijo...

Conozco la página de tusrelatos.com y creoo que es muy interesante. Se ve que tienes grandes influencias del mundo de la escritura, eso está bien. El cosechador, interesante relato! Me gusta esta nueva sección en tu blog, espero que pronto vuelvas a la carga con otro nuevo escritor que mostrarnos.

¿Qué esperas para ser escritor profesional?

Un beso! ^^ Cuídate!

Blanca Miosi dijo...

Javier, es una magnífica idea publicar relatos de esritores noveles. Acabo de leer el relato de Victor Morata y comprendo por qué ganó el Concurso de relatos de Yo Escribo. Es un cuento magnífico, con todos los ingredientes necesarios para pasar a ser uno de esos cuentos inolvidables. Lo mejor de todo es que uno se queda con preguntas: ¿Quién mataría a Julia? ¿Sería Romeo? No, no podría ser, pues la encontraron con el bolso saqueado. Luego, Romeo murió de tristeza, o tal vez se suicidió. Pero el personaje desnudo con el cuerpo cubierto de venas que se podían apreciar a través de su piel casi nacarada, es impresionante. Romeo estaba muerto y no lo sabía. De terror.
Felicitaciones, Victor, por tan buen cuento y a ti, Javier, por la buena idea.

Blanca

Martha Jacqueline Iglesias Herrera dijo...

Mi amigo Víctor es un excelente escritor. Siempre he tenido fe en sus escritos, este particularmente me encanta. Es una magnífica idea esta de ir difundiendo a los autores. Felcitaciones por tan interesante blog.

Saludos desde Cuba.

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"