TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
Pero yo no desaparezco. A partir de ahora podrás encontrarme en mi WEB OFICIAL DE AUTOR pinchando en la imagen inferior. Allí os ofreceré más artículos, noticias, reseñas y todo el contenido habitual en este blog.
¡Muchas gracias a todos por estos años juntos! Os espero en mi nuevo rincón:

A PARTIR DE AHORA PODRÁS ENCONTRARME EN MI WEB DE AUTOR

Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

sábado, 28 de marzo de 2009

PREMIO DARDOS


Hace unos días, desde el más que interesante blog curiosomundoazul, recibí este premio, que según reza es un "reconocimiento que se da a los bloggers que han demostrado el compromiso de transmitir valores culturales, éticos, literarios o personales." Realmente me siento orgulloso de que se considere que Tierra de Bardos transmita alguno de estos valores. Lo que comenzó siendo como un rinconcito para mostrar mis relatos parece que cala en algunos de vosotros. Gracias a curiosomundoazul, gracias a todos los visitantes de este mi hogar, a los asiduos y a los que sólo pasábais por aquí. Este premio, como todos los anteriores, es vuestro.

El reglamento de este premio es el siguiente:
1) Aceptar la notificación del reglamento y el logo del premio
2) Hacer un enlace hacia el sitio que me entregó dicho premio.
3) Premiar a 15 sitios que, según mi criterio, merezcan dicho premio.

Mis premiados:

-Mente Creativa-
-Descubre Irlanda
-Siempre soñando...
-Cruce de caminos
-Blanca Miosi y su mundo
-Palabras de azahar
-Leyenda de una Era
-Proyecto de escritora
-Fantástica literatura
-El palacio de la Rugionaria

sábado, 21 de marzo de 2009

La mirada del tiempo

_________

Fiel a mi cita semanal, en esta ocasión os traigo un nuevo relato basado en el mundo de Erian. Recordad que en el anterior post tenéis el mapa, donde podréis ver dónde transcurre esta y todas las historias que cuelgue acerca de este mundo imaginario.
No tenía muy claro qué relato colgar luego de "El Puente de los Paladines", pero al final he decidido postear éste, aunque sinceramente no es de mis favoritos. Pero bueno, todos tenemos trabajos mejores y peores.
Juzgad vosotros mismos.
_________
LA MIRADA DEL TIEMPO



Tierras Talamh, Nordeste del Gran Continente


El golpe cayó muy cerca de Thoard, demasiado. Pero el talamh (1) aún era ágil, diestro se diría más bien, a pesar de sus cortas piernas, su apariencia fornida, y su más que evidente vejez. Setenta años de profesión lo habían curtido, cada uno de ellos un martillazo en la forja de una espada que, a la vejez, podía alardear de estar mejor templada que la de la mayoría de hombres maduros. Pero incluso alguien como Thoard, que había visto cuanto el mundo podía ofrecer, podía aprender nuevas lecciones.

La zarpa del oso blanco rasgó el ululante viento, que casi era huracán, pero Thoard volvió a mostrarse esquivo. Rodó sobre la blanca nieve y blandió el trabuco de madera como si fuera un hacha, porque lo era. En la parte más cercana al cañón había tenido la perspicacia, muchos años antes, de encajar una afilada hoja que él mismo había tratado. Así, podía contar con un arma que era a la vez útil en distancias medias así como en la proximidad de una refriega. Y era una buena arma, derivada de los primeros ingenios de pólvora y proyectiles nacidos de la mente prodigiosa de los Inventores de Calanas (2) , décadas atrás, y adaptada para convertirse en un instrumento portátil, adecuado para las manos de un guerrero.
En medio del combate, Thoard pareció olvidar su propia fatiga y el hecho de que, no importaba qué aconteciese, aquel iba a ser su última cacería. El tiempo se había convertido en su mayor enemigo, lo sentía en sus huesos, quejumbrosos ante la terrible ventisca portadora de aullidos, y en el alma, agotada por la carga de los años. Había dejado atrás la obstinada testarudez típica de los de su pueblo al aprender lo que a tantos guerreros talamh les había costado la vida, pero que para él fue una advertencia. En su anterior trabajo, un karkalo (3) cerca anduvo de rasurar algo más que su barba. Thoard había entendido el mensaje, y tras rumiarlo, dio la bienvenida a aquella nueva perspectiva de la vida. Pronto descansaría en la paz de su hogar excavado en la ladera del Monte Kendor, como uno más. Viviría sosegado, viendo los años pasar con un buen cigarro puro en una mano y un vaso de cerveza en la otra, sin arriesgar más su bien ganada barba. Recordaría los grandes momentos, y le narraría a quien quisiera las aventuras que había vivido. Seguro que muchos niños disfrutarían con las correrías del viejo, él mismo se henchía de orgullo al recordar, por ejemplo, los días en que participó en la mítica Batalla del Desfiladero del Destino, durante la Tercera Guerra del Destino. Aún se le empañaban los ojos al recordar la estampa del Heraldo de la Esperanza liderando al ejército de la Unión .
Pero todo ello debería esperar, pues aún tenía un encargo por cumplir. No había podido negar su favor a los vecinos de las granjas del Valle Nevado, al norte de las Montañas Álgidas, en las Tierras Talamh. Aquellos hombres y mujeres habían vivido atemorizados durante meses tras atisbar el deambular de una poderosa bestia de pelaje blanco y porte colosal. Temían por sus ganados, por sus hijos y por ellos mismos, así que habían contratado al mejor de los cazadores para que los librara de la bestia. Thoard no rehuyó la petición por compromiso con su propio pueblo. Los talamh habían vivido aislados durante siglos a los pies de la Ciudad Excavada del Monte Kendor, y sólo en tiempos cercanos, con la paz instaurada tras el Conflicto del Orbe (4), habían comenzado a extenderse de nuevo.
«Mi último trabajo», se había prometido, «pase lo que pase».
Pero en aquellos momentos Thoard no tenía mucho tiempo para cavilaciones. Sus brazos musculosos se movieron con fuerza y precisión, describiendo un arco que llevó a la extraña hacha a rajar la nacarada piel peluda de la bestia. Fue no obstante una herida poco profunda, que el animal apenas sintió debido a la rabia que lo poseía.
Era un animal portentoso, Thoard mismo no podía negarlo. Jamás el talamh de la blanca y trenzada barba había visto un oso tan inmenso y majestuoso como aquel. Lo había seguido durante semanas, pero sólo un par de días antes logró vislumbrarlo de lejos, y no pudo reprimir un gesto de sorpresa ante tamaña criatura. Cuando caminaba valiéndose de las cuatro extremidades rebasaba la altura de dos hombres, pero era erguirse sobre sus patas traseras y se transformaba en un coloso capaz de alcanzar las copas de muchos árboles grandes.
Y sin embargo era precisamente su enormidad el peor enemigo de la bestia, o más bien la baja estatura del cazador, la cual le permitía escabullirse por entre las piernas de la bestia con relativa facilidad. La estrategia de Thoard cuando bregaba con bestias tan superiores en fuerza era siempre fatigar a su presa, desorientarla… engañarla.
Ahora bien, quizás en un golpe de suerte, o tal vez en una mísera torpeza del cazador, producto de un renqueante movimiento propio de los músculos ajados por la vejez, el enorme oso logró apenas rozarlo con una de sus zarpas, si bien su fuerza era tal que el mero contacto fue para Thoard como el impacto de un ariete. El cazador se vio alzado en el aire, rechazado como un vulgar fardo hasta caer a varias zancadas del animal. Tuvo suerte de su armadura artesanal de cuero endurecido, que sin embargo se vio despedazada, pues de otro modo el talamh sería en aquellos momentos un pequeño cuerpo destripado.
Trató de reponerse, pero ya tenía la bestia sobre él, rugiente como el bramar de un mundo que nace, amenazante con las zarpas en alto, a punto de destrozar, descuartizar, despedazar… Thoard, en cambio, había perdido el trabuco-hacha, estaba indefenso… o no.
Porque alguien como él, considerado el mejor cazador de su pueblo, nunca estaba indefenso, bien que lo supo el gran blanco cuando sintió cómo algo afilado y famélico se cerraba sobre su pata diestra. Bramó la bestia, esta vez de puro dolor, al percibir los colmillos de hierro del cepo morder su blanca carne.
Thoard sonrió fugazmente. Había sabido preparar bien el terreno, demostró su inteligencia al lograr atraer al animal hasta donde le convenía. No había pasado por su mente que fuera de aquel modo tan violento, pero el talamh era de los que pensaba que lo importante era el resultado.
Aprovechando el desconcierto del animal, el cazador extrajo una pequeña saeta de su cinto, y cargó con ella una diminuta ballesta alojada en su antebrazo; estiró la cuerda, colocó el proyectil, apuntó al objetivo, y disparó. Certera la flecha se alojó en el pecho del oso, y aunque el dardo parecía insignificante en sí mismo ante aquella masa de fiereza, su efectividad no residía en su tamaño, sino en el veneno con el que había sido untado. No era una sustancia letal, pero bastó para mermar la fuerza tremebunda del animal. El oso se tambaleó y, al fin, cayó desplomado.
Todo había concluido, Thoard lo sabía. Renqueante, recuperó su trabuco y apuntó a la cabeza del animal, dispuesto a acabar con la agonía del que sin duda había sido uno de sus rivales más digno. Criaturas tan majestuosas como aquella no merecían sufrir ni un solo instante.
Pero entonces…
Un nuevo rugido, y algo inaudito. Por vez primera en su larga carrera como cazador, Thoard se vio sorprendido. Y cuando se trata de una profesión tan peligrosa, la sorpresa sólo puede traer consigo desgracia y muerte.
Algo se abalanzó sobre el hombre, cayendo desde el risco a sus espaldas. De nuevo Thoard se vio privado de su arma principal, de nuevo se vio tendido sobre la nieve. Esta vez el enemigo era un amenazante puma de las nieves, y buscaba la yugular del otro depredador que se disputaba la suculenta pieza que representaba el oso. El cazador logró interponer sus brazos, pero ni siquiera éstos lograrían resistir mucho tiempo el ímpetu del felino salvaje, pronto cederían. «Aquí acaba todo», se dijo a sí mismo. «No es un mal modo de morir, después de todo. He arrancado la vida a muchas bestias, justo es que una de ellas acabe con la mía».
Cuando ya las dentelladas del puma estaban próximas al rostro ajado del talamh, algo golpeó al felino, alzándolo en vilo, enviando a cierta distancia el que ya no era más que un desmadejado cuerpo sin vida. Thoard parpadeó, no podía creerlo. A su lado vio al oso blanco, renqueante y débil por el veneno y las heridas, pero aún entero.
Su presa le había salvado la vida.
No obstante, el agudo instinto de cazador hizo reaccionar a Thoard. Tomó el trabuco de nuevo y volvió a apuntar al oso. Debía matarlo, era su encargo. Y Thoard El Cazador siempre cumplía sus tareas.
Y sin embargo, cometió un inédito error: apuntaba al oso —ahora tendido en el suelo, débil e incapaz de luchar siquiera por su vida—, pero al tiempo se atrevió mirarlo a los ojos. La bestia, como si contara con una conciencia, le devolvió el gesto. Vio así Thoard que era aquel un animal viejo… como él; una criatura que, de algún modo lo intuyó, jamás había hecho daño a ningún hombre, mujer o niño; un animal que había huido de su perseguidor durante muchas jornadas, que claramente había rechazado el enfrentamiento hasta que Thoard lo había acorralado. No, aquella bestia no era un monstruo horrible, era un ser que buscaba una sola cosa. Pasar sus últimos tiempos en paz.
Thoard bajó el arma.
—No puedo matar a un animal tan noble como tú —le dijo al oso, como si esperara que pudiera entenderlo.
Y quizás fuera así, porque la bestia dejó que el talamh se le acercara poco a poco, para luego permitirle que le liberara del cepo y tratara sus heridas.
A partir de aquel día, Thoard fue llamado Oso Blanco, y quienes lo visitaron en su casa tallada de la Ciudad Excavada no dejaron de maravillarse ante el noble y manso animal junto al que había decidido finalizar sus días.


__________
Notas

(1)Este cuento transcurre en el mundo imaginario de Erian. En él conviven distintos pueblos de hombres, como los antalianos, los albos y otros. Los talamh son una raza de hombres generalmente de aspecto fornido y escasa altura, alrededor de un metro sesenta como mucho. Como signo de distinción entre quienes tienen una reputación, los guerreros, héroes o reyes, se acostumbra a dejar crecer la barba dependiendo de su notoriedad entre los suyos. La gente común, sin embargo, no tienen ese derecho a no ser que lo ganen mediante un gran acto de valor.
(2)Calanas es la capital del reino de los antalianos, Antala. Es la ciudad más próspera de Erian.
(3) Criatura alquímica, ser creado por la mano de los antiguos Dioses Moldeadores. Es una bestia que cuenta con una piel quitinosa y extremadamente resistente, como una armadura de placas; es enorme y cuenta con unos ojos abultados y completamente blancos. Es muy violenta, pero en los tiempos de aquel cuento prácticamente se había extinguido de Erian, como la mayoría de criaturas alquímicas. No forman parte de esta categoría las razas humanas (como los albos, e’kandri…), a pesar de que alguna de que también derivan del capricho de los Dioses.
(4)Este relato tiene lugar después de la saga principal de novelas relacionadas con Erian. Es, por tanto, cronológicamente el último relato de la serie Cuentos de Erian.

sábado, 14 de marzo de 2009

Cuentos de Erian - Mapa de Erian renovado

_______________


Pues hoy no os traigo un relato, o una reseña, sino algo novedoso para mí, a modo de interludio entre relatos.
Como sabéis, Cuentos de Erian se engloba en un mundo imaginario llamado, precisamente, Erian. Imagino que como todo escritor de literatura fantástica, creé un mapa para ubicar los lugares donde transcurren las historias que ocurren en ese entorno. Pero mis dotes como dibujante y mis medios son escasos, así que siempre utilicé un mapa más bien flojito, aunque sirvió para mis intereses.
Pero fue descubrir el magnífico trabajo del amigo Guillem López, del blog Leyenda de una Era, y picarme el gusanillo por hacer algo más digno para mi historia. Y así me puse frente a la pantalla del ordenador y me enfrenté al siempre temido photoshop. Y aquí está el resultado. A mi juicio, ha quedado resultón, me gusta el acabado final. Pero espero vuestras opiniones y cualquier defecto que veáis agradecería saberlo.
Aquí tenéis el renovado mapa de Erian.
Pinchad sobre la imagen y lo veréis en grande (ojo, está registrada, no se puede utilizar sin mi permiso).



PD: pronto colgaré algunas banderas heráldicas de las facciones, reinos y organizaciones de Erian.

sábado, 7 de marzo de 2009

Cuentos de Erian - El Puente de los Paladines (II)

Y aquí va la segunda y última parte de "El Puente de los Paladines". Espero que lo disfrutéis. Gracias a todos los que habéis comentado y leído el relato.


La semana que viene, más.

Nota: Aclaro una cosa. El padre que comienza y acaba la historia, y su hijo, no son simples personajes. Son protagonistas de la saga que estoy escribiendo en relación con el mundo de Erian. Tienen, por tanto, una importancia simbólica.

_____________


EL PUENTE DE LOS PALADINES (II)



III

Cuando los más de doscientos akhemennios llegaron al puente que los separaba de su próximo festín de destrucción, se toparon con una sorpresa que jamás hubiesen imaginado.
No supieron cómo reaccionar. En el centro exacto del puente de madera vieron brillar un par de individuos, ambos embutidos en sendas esplendorosas armaduras plateadas con motivos broncíneos, el más hermoso de todos un fastuoso fénix en llamas gobernando el peto. Las celadas cubriendo su rostro les daba el aspecto de titanes, y la espada en su diestra y el gran escudo pavés en su zurda el porte de héroes.
—Caballeros del Fénix… —rugió el cabecilla del grupo, y había tanto ira como miedo en su correosa voz.
Ira porque aquellos dos paladines pertenecían a la fuerza de élite de los enemigos de sus señor, y miedo precisamente por el mismo motivo. La fama guerrera de los Caballeros de la Orden del Fénix era antológica, incluso para los incultos akhemennios. Soldados entrenados en el arte de la guerra, espadas hábiles y poderosas, y voluntades que jamás cedían ante el miedo. Eran enemigos temibles.
Pero sólo eran dos. Y al advertirlo el cabecilla se echó a reír, y dio la voz de alto a escasos veinte pasos del puente.
—¡Apartaos, ridículos hombrecillos, y huid si vuestras estúpidas armaduras os lo permiten!
Pero los Caballeros no se movieron.
—¡Estúpidos! —gorgojeó el akhemennio— ¿Acaso queréis plantarnos cara? ¡Me divertiré arrancándoos la piel a tiras, y me regodearé con vuestros aullidos!
Tampoco ahora se movieron los paladines. Pero hablaron.
—¡No, aberración! —vociferó Bernard, y señaló al cielo, en donde el sol Griän descendía presuroso hacia el horizonte de relieve calmado— ¡Tú y tus alimañas seréis quienes gritaréis de terror antes de que acabe el día! ¡Este puente está salvaguardado por la poderosa Orden de Caballería del Fénix, y por tanto dad por seguro que no lo cruzaréis! ¡Venid, si en vosotros hay un ápice de valor!
Más risas de los akhemennios, y burlas hirientes que sin embargo no lograron inmutar a los paladines, a pesar de que resultaba una estampa terrible observar aquella masa de hombres enormes, pintados de blanco cual espíritus horribles de cráneo rasurado.
—¿Por qué ir, si podemos arreglar esto desde aquí? —se mofó el cabecilla—¡Flechas!
Una docena de arqueros akhemennios se adelantaron entonces. Sus arcos eran combadas maderas ennegrecidas, tratadas con inmundo aceite de Balgarr, las odiosas tierras del sur de donde habían surgido aquellas criaturas. Cargaron sus armas con flechas de penachos y puntas igualmente oscuras, y tensaron los arcos con sus poderosos músculos.
Los Caballeros siguieron sin moverse.
—¡Disparad! —gritó el cabecilla.
Saltaron las cuerdas, y los proyectiles se alzaron hacia el cielo; subieron y subieron, y cuando el mundo volvió a reclamarlos, descendieron sobre los paladines.Pero ambos estaban preparados. Un instante antes del impacto de las flechas hincaron su rodilla izquierda en el suelo, y doblaron la otra; alzaron los pesados escudos como un solo individuo, parapetándose tras el duro metal. Tum, tum, tum… las puntas golpearon contra las adargas; algunas se clavaron, pero la mayoría rebotaron, mientras otras hincaban el puente inofensivamente.
Finalizada la descarga, los dos Caballeros surgieron de la protección, indemnes como dioses que no podían ser tocados. Y con voces desafiantes, imprecaron a los akhemennios.
—¡Cobardes! ¡No os escondáis tras vuestros arcos! ¡Venid vosotros y probad nuestro justo acero, ratas miserables!
Los akhemennios vacilaron un instante, la convicción de los dos valientes los desarmó de buen principio. Ellos eran, ciertamente, criaturas cobardes, temerosas de las fuerzas superiores a diferencia de sus parientes, los phomhor. Se lo debían a su parte racional. Y es que aquellos que les plantaban cara no eran simples granjeros desvalidos, eran guerreros diestros como pocos; sabían blandir la espada, sabían esgrimirla y matar con ella.
Sin embargo, reaccionaron pronto. Al fin y al cabo no había motivo para el miedo. Eran doscientos contra dos, no podrían resistir ni un embate. El cabecilla eligió al azar a veinte de sus subordinados, y dio la orden de cargar.
Y como bestias se lanzaron al ataque. Sí, iban en formación, pero ésta era débil a todas luces. Los akhemennios arremetieron en posición descontrolada, con las feas espadas dentadas en alto, sin escudos y sin la más mínima prudencia; gritaban y babeaban, porque eso era lo que comúnmente hacían para asustar a sus víctimas y que éstos huyeran despavoridos, momento que aprovechaban para atacar por la espalda, como bandidos rastreros. Pero esta vez tenían ante ellos a dos guerreros que no cedieron a tales ardides. Finn y Bernard mantuvieron no sólo la posición sino su postura: el escudo alzado a media altura y por delante del cuerpo, el brazo de la espada atrás, dispuesto a descargar; ambos separados lo justo para que entre cada uno, y por sus lados, sólo cupiera un individuo.
—¿Estás a punto para la gloria, compañero? —sonrió Bernard.
—Siempre, amigo —asintió Finn.



IV

La primera acometida acabó con veinte cadáveres, y todos eran akhemennios. Los viles enemigos se habían topado con dos espadas ligeras como el viento y poderosas como el trueno, con dos escudos inamovibles gracias a la voluntad de sus portadores. Una y otra vez, sus armas mal afiladas fueron rechazadas, ya fuera por hoja o adarga de paladín, y respondidas con muerte. Ahora sí, el resto de la patrulla no se mofaba.
Pero su resistencia también demandó un gran precio para los dos Caballeros. Aunque no lo demostraron a sus enemigos —una de las reglas de la guerra era no mostrar debilidad ante el rival—, ambos estaban agotados; entre el escudo, la espada y la armadura cargaban con no pocas piedras de peso sobre sus cuerpos; y aunque eran fuertes y grandes, sus músculos les pesaban después de un combate como aquel. Con disimulo, aparentando una solvencia inexistente, se apoyaban sobre las adargas, respiraban con ansia por entre los resquicios de sus celadas. Habían realizado toda una hazaña, digna de las canciones de los bardos, pero sabían que no sobrevivirían a aquella batalla.
No lo habían esperado en ningún momento.
—¡Ya basta! —berreó el cabecilla— ¡Me he hartado de vosotros! ¡¡Todos a una!!
Bernard y Finn se irguieron de nuevo, con muecas sonrientes una vez más. Retrocedieron poco a poco, buscando atraer al máximo de enemigos posibles al interior del puente. Treinta pasos antes de llegar a tierra firme, se detuvieron de nuevo y contuvieron la avalancha.
La espada de Bernard cantó ligera, el paladín parecía haber olvidado su cansancio. Sabía que era una ilusión; en el fervor del combate la debilidad no se sentía hasta que era demasiado tarde. No obstante, cortó cuellos y abrió cabezas, lanzó golpes con su escudo y despeñó a muchos akhemennios por el puente. Pero no se acababan nunca, siempre llegaban más y más.
—¡Venid a mí, monstruos! —oyó gritar a Finn, que de repente parecía ido, poseído por la furia guerrera del luchador suicida— ¡Dejad que mi espada reparta justicia! ¡Pagaréis todas vuestras infamias! ¡Hoy probaréis el sabor de la derrota!
Bernard sintió un roce frío en el muslo, nada más, pero al instante algo cálido resbaló por su pierna. Lo habían herido, lo supo al instante, pero ello no mermó un ápice su voluntad. Ahora el escudo pesaba demasiado, así que lo dejó caer, y empuñó la espada bastarda con ambas manos. Mató a otros cinco enemigos —había perdido la cuenta, pero los cuerpos se amontonaban entorpeciendo sus movimientos—, antes de que uno de los akhemennios le arrancara el yelmo de un golpe de empuñadura. La respuesta del paladín fue rebanarle el brazo, y abrirle luego la carne a la altura del rostro. Sin embargo, en el proceso, vino el error. Dejó desprotegido su flanco izquierdo, y una lanza le destrozó la armadura y desgajó su costado.
No gimió siquiera, no iba a darles ese placer a sus enemigos, pero cayó de rodillas al suelo sin poder evitarlo. De reojo, vio a Finn, también malherido. Le habían seccionado la pierna a la altura de la rodilla y yacía en el suelo. Pero, valiente hasta la muerte, aún tenía las fuerzas y la voluntad para arrastrarse con las manos hacia su espada.
Sabía para qué la quería.
El joven logró llegar hasta su arma, y la alzó hacia una de las maromas que amarraba el travesaño principal del puente.
Sí, muchacho, hazlo como habíamos planeado, pensó Bernard.
Pero no fue el único que lo advirtió. El cabecilla akhemennio, que al comprobar que sus contrincantes habían sido casi vencidos había osado adentrarse en la batalla, también lo percibió; e incluso alguien tan estúpido como él comprendió lo que pretendía el Caballero.
—¡Atrás, retroceded! —gritó, ahora sí atemorizado.
—Demasiado tarde, engendro —gimió Bernard, utilizando sus últimas fuerzas para cercenar al cabecilla su pierna derecha—. Tú te quedas aquí. Compartirás nuestra suerte, pero no nuestra recompensa, no el premio de los dignos.
Finn descargó su hoja, la soga se rompió limpiamente. Hubo un crujido, y toda la estructura tembló entonces ante el enorme peso que estaba soportando. Débil al perder su principal sujeción, el madero transversal no pudo resistirlo, menos cuando otras cuerdas comenzaron a saltar. Los akhemennios al comprender lo que iba a acontecer, trataron de escapar dando marcha atrás, pero en su propia locura se estorbaron unos a otros, cayéndose al río o pateándose entre ellos.
Era el final, Bernard lo sabía, o el principio, según se viera. Y sintió esperanza. Si dos simples Caballeros del Fénix, defensores de élite de la justicia, pero del más bajo rango, eran capaces de golpear de tal modo al enemigo… ¿qué no harían los grandes héroes que, según se rumoreaba, habían partido con la misión de encontrar a quien salvaría al mundo?
No, el mal no lograría acabar con el mundo, las fuerzas de la Unión se reunirían, y vencerían. Y él, Bernard Gavillán, paladín y antes granjero, y su compañero Finn Galway, valiente como pocos, asestarían el primer golpe, y otorgarían la primera victoria. Y, algún día, serían recordados, con canciones o monumentos.
Al fin, el puente cedió, y todo se vino abajo. Pero unos instantes antes de la catástrofe, Bernard buscó con la mirada a Finn, y le sonrió.
—Cantarán alabanzas por nosotros —dijo.
El joven le devolvió el gesto.
—Ha sido un privilegio y un honor luchar a tu lado. Tu valor es el de un Caballero de Oro.
—Y el tuyo, amigo mío.
No hubo tiempo para más, el Brear reclamó a invasores y defensores por igual.

***


—Bueno… ¿qué te ha parecido? —le preguntó Járiel a su hijo.
El pequeño Kerith lo miró con sus enormes ojos, y el padre vio el brillo que todo niño refleja tras la narración de una fábula. Porque era una leyenda, basada en una historia real que Járiel había adornado con su propia imaginación, que había dulcificado para adecuarla a la inocencia de un niño[1]. En su boca había sonado distinta a cómo él se la imaginaba. Porque Járiel sabía que, en aquel mundo, las fábulas ocultaban siempre un lado oscuro.
Sin embargo, lo realmente importante, el mensaje tras la historia, era el adecuado, aquel que pretendía transmitirle a su hijo.
—Bernard y Finn acabaron gracias a su sacrificio con más de cien enemigos, y lo que es realmente más importante, salvaron a muchos inocentes. Los akhemennios que sobrevivieron, diezmados, tuvieron que vadear el río por otro lugar. Y, sin un líder, no opusieron resistencia a las fuerzas de la Unión. En honor de su hazaña reconstruyeron el puente, y lo engalanaron con cuatro estatuas dedicadas a ambos. Y lo llamaron El Puente de los Paladines.
—¡Qué valientes! —exclamó el chiquillo— ¡Casi tanto como tú, papá!
—No, hijo, no casi. ¡Igual que yo, o tal vez más! —aseguró el padre— Recuerda que Bernard y Finn no contaban con un arma de poder. ¿Pero sabes qué? Tenían algo mucho mejor.
El niño, sumido en un pozo de curiosidad, abrió la boca, esperando la conclusión de su padre.
—Tenían el valor de su corazón y la razón de la justicia.




[1] De aquí deducimos que la versión que Járiel cuenta a su hijo no es la misma que el lector disfruta. Obviamente, ésta última hubiera sido demasiado escabrosa para un niño.

__________

Imagen: fotomontaje del autor.

Nuevo premio blogguero: Symbelmine


Y este me hace mucha gracia, por el significado de su nombre. Las Symbelmine son unas florecillas que, en la Tierra Media del gran maestro Tolkien, adornaban las tumbas de los reyes. Así que gracias inmensas a los magníficos autores del blog El Paladín de la Reina (buen blog).

«Este premio es otorgado en agradecimiento a los blogs, premiando su trabajo y como un motivo más para estrechar lazos existentes, para que así no nos olvidemos de esos blogs que hacen que cada día queramos seguir haciendo lo que hacemos».

Y, como es costumbre, voy a seguir la cadena acatando las reglas:
1. Elegir siete candidatos que por sus cualidades creas que merecen el premio.
2. Editar una entrada mostrando el premio y hacer referencia a quien te lo entregó.
3. Notificar a tus candidatos

Y mis elegidos son:
-Leyenda de una Era, de Guillem López i Arnal.
-Mente Creativa, de Víctor Morata.
-Blanca Miosi y su mundo, de Blanca Miosi.
-Sweet dreams, de María
-Curioso mundo azul.
-Siempre soñando, de Ángela
-Gatos por los tejados, de Lola Mariné.

domingo, 1 de marzo de 2009

Cuentos de Erian - El Puente de los Paladines (I)

_____________

Pues bien, como había anunciado, aquí va la primera parte del primer cuento de Erian. Recordad que se trata de una historia basada en una leyenda propia que creé para dar trasfondo histórico a una de mis novelas basada en ese mundo.
El orden de las historias no será cronológico. Este relato, en concreto, acontece en los días de uno de los grandes conflictos de Erian, la Segunda Guerra del Destino (el tema de la novela inicial), más de 30 años antes de los tiempos en que el padre le cuenta la historia al hijo. Mientras los grandes héroes viven la aventura principal, otros acontecimientos ocurren en paralelo.
Espero que os guste. Y, por supuesto, espero críticas para mejorar el relato.
PD: Desde el fantástico blog Descubre Irlanda (visitadlo!!!), el buen Luis Tolkien comentaba en el anterior post la semejanza entre el nombre de Erian y Erin (uno de los muchos nombres de Irlanda). Sí, es una especie de pequeño homenaje, Luis, pero no va más allá. Erian no está basado directamente en la Irlanda antigua, ya que se trata de un mundo entero. Por supuesto, hay pequeños detalles que recuerdan a las mitologías celtas, pero también a muchas otras. Vamos, como lo hizo el gran profesor Tolkien. Al fin y al cabo, toda obra se ve influenciada por las pasiones de su autor.

_____________


EL PUENTE DE LOS PALADINES (I)
Javier Pellicer


I

—¡Papi, un cuento antes de dormir! —le pidió el menudo niño a su padre, mientras éste lo arropaba en la cama.
—Está bien, está bien, fierecilla, o no te dormirás. Veamos… ¿Cuál quieres hoy? —le preguntó.
—¡El del monstruo del pantano en el Inframundo! ¡O el del demonio de fuego que vencisteis en Calanas!
—¡Pero si esos ya te los he contado un montón de veces! —dijo el padre— Espera, se me ocurre uno que nunca has oído.
—¡Sí, sí…! —aplaudió el chiquillo— ¿Cómo se llama?
—Déjame pensar… —rumió el hombre— Lo llamaremos «El Puente de los Paladines». Y comienza así…

***

Ni siquiera la recia armadura con ribetes broncíneos que portaban podía proteger su corazón de horrores como el que ahora contemplaban. En adelante, las imágenes de aquella desolación formarían parte imperecedera de sus pensamientos, hasta el día de su momento final.
Finn y Bernard, Caballeros del Fénix de Bronce, observaban la escena con una mezcla de piedad, congoja, náusea… y rabia. Inihs Caoinn, antaño bella aldea del Reino de Antala, situada en el inmejorable paraje de las Colinas Verdes, era ahora pasto de la desolación absoluta. Todo era ruina, de los edificios sólo quedaba la piedra, ennegrecida por las llamas que habían consumido la madera y la paja de sus techos; una capa de hollín cubría las calles de tierra, pero en algunas zonas esa misma ceniza aparecía encharcada con una sustancia densa. La sangre de sus habitantes, que habían sido tomados por sorpresa, alimenta ahora la tierra. Así obran las fuerzas del mal.
Así obra el Paladín Sombrío[i].
No había cadáveres en el suelo. Los invasores se habían divertido preparando algo especial para los muertos. En el centro del poblado se erguían dos grandes postes, y entre ellos un madero travesaño; en toda su extensión, y también cuan largos eran los pilares, se habían clavado infinidad de puntas de oxidado hierro, como clavos de un gran mayal. Y colgados de dichos garfios, el horror: decenas y decenas de cuerpos, tantos que no se podía atisbar la piel de la madera, habían sido empalados en cada uno de los hierros, y por las distorsionadas muecas de indescriptible sufrimiento de los desgraciados, debieron estar con vida en el momento fatídico.
Sólo las aves carroñeras que daban buena cuenta del festín parecían dar gracias de la matanza. Los dos paladines, de pie y con la faz demudada por el asco, no podían hacer más que rezar y prometer venganza.
—Que Valdar los tenga en su seno —rezó Bernard.
—Y que Héymdall, Señora Eterna de la Justicia, nos dé la oportunidad de una merecida venganza —gimió su compañero.
Los Caballeros del Fénix habían llegado a la aldea para reclutar soldados. La guerra hacía días que era una realidad, y la Orden de Caballería había enviado a algunos de sus hombres a todos los rincones de Antala, en busca de hombres que empuñaran las espadas cuando la batalla lo requiriera. Una misión que en principio debería haber sido anodina. Pero como solía decirse... ¿Qué podía la voluntad del hombre hacer contra los designios del destino?
—¿Sabes lo que significa esto? —comentó Bernard.
—Por supuesto. El enemigo ha desembarcado por nuestra retaguardia y pretende sorprendernos —dijo Finn, el más joven de los dos con apenas veinticinco añadas a cuestas, y un par como paladín de bronce.
—Cierto. Pero a la vez no creo que sea tan sencillo —dijo el hombre, mientras mesaba su abundante barba negra.
—¿A qué te refieres?
Bernard señaló la desolación de Inihs Caoinn.
—Es comprensible que no lo hayas percibido entre tanto horror, pero observa con atención —comentó el paladín—. Sí, la destrucción es impresionante, pero no se ven marcas de máquinas de asedio en los caminos, ni los campos se muestran tan arrasados como sería el caso si se interpusieran ante un numeroso ejército. Eso me hace suponer que se trata de un grupo reducido, al menos para un ataque formal. No sé, quizás sean unos doscientos akhemennios[ii].
—Suficientes para arrasar pequeñas aldeas, pero no para una invasión, entiendo lo que dices —Finn asintió.
—Imagino que su pérfida misión es acabar con cuantos poblados puedan y así reducir nuestras tropas de reserva. Un plan hábil y rastrero, como corresponde a esas malditas comadrejas del demonio, y a su perverso patrón.
—Deberíamos dar la voz de alarma.
—Sin duda, pero antes sería una buena idea saber dónde golpearán la próxima vez —y el veterano paladín hizo pie en los estribos de su rocín, y se aupó a la silla sobre el brillante lomo—. Si logramos adelantarnos podremos alertar tanto al siguiente pueblo amenazado como hacer llegar un mensaje a Calanas.
—¿Qué hacemos con estos infelices? No me parece noble dejarlos así, sin un entierro digno —argumentó Finn.
Bernard miró al joven compañero desde la grupa de su jamelgo. Finn Galway era un buen paladín, con un futuro prometedor. Pero, como todo paladín inexperto, era un idealista consumado. En realidad todos los Caballeros del Fénix lo eran, incluso los veteranos, sólo que Bernard era una excepción. De familia humilde, era más consciente del mundo real en el que habitaba, más allá de las, en ocasiones, limitadas leyes de la caballería. Había sido nombrado paladín de rebote al salvar la vida de un Caballero herido tras la emboscada de unos e’kandri, hacía unos veinte años. Su valeroso acto le valió el apadrinamiento del noble, y su ingreso en la Orden, pero su modesto origen —sus padres eran simples granjeros, con apenas un pedazo de tierra en las cercanías de la costera Calian— sabía que le impediría alcanzar el rango de plata de la caballería.
No obstante, Bernard lo asumió desde el principio. Para él era ya de por sí un sueño haber llegado a paladín. Además, le habían demostrado confianza al hacerle responsable de su misión actual, poniendo a su cargo al joven Finn, un buen muchacho con el que ya había servido antes, pero que, a diferencia de él, no tardaría mucho en progresar en la Orden. Finn, hijo de un adinerado noble con tierras en el interior de Antala, no vería su futuro obstruido por un pasado pobre.
—Los vivos son más importantes que los muertos, compañero —argumentó Bernard—. Honremos la memoria de esta gente vengando su muerte y salvando a otros de tan horrendo destino.


II


Pronto hallaron huellas. Las botas claveteadas de los akhemennios eran pesadas, herían la tierra por la que pasaban y desbrozaban la hierba que pisaban. Rastrearlos era sencillo, adivinar su curso más aún.
—Los muy cerdos van al sur, siguiendo en paralelo la Ruta a la Luz. ¿Tan estúpidos serán de dirigirse a Calanas? —bramó Finn.
—Ni los akhemennios son tan idiotas —planteó Bernard—. Creo que ya sé donde descargarán sus embotadas garrochas. Hay un pueblecito a no mucho de aquí. Creo que se llama Chaion, un remedo de once o doce familias, a lo sumo. La arrasarán y supongo que luego seguirán hacia el este y luego de nuevo al norte, para no acercarse demasiado a la capital. Sea como sea, podemos adelantarles por otra ruta. Esas bestias marchan a pié.
Los dos Caballeros espolearon a sus monturas y se lanzaron al galope. Tomaron caminos más escondidos, alejándose de la ruta que suponían seguirían los akhemennios. Por cuantas granjas y haciendas pasaron se detenían unos instantes para alertar a los campesinos e instarles a marchar hacia Calanas para dar la voz de alarma. Por lo demás, su cabalgada era rápida, la urgencia los apremiaba; cada momento ganado a la horda akhemennia era una victoria, una posibilidad más para quienes habían sido destinados a ser sus víctimas.
Al fin, tuvieron que seguir por la Ruta a la Luz, el camino más ancho de Antala, que recorría el país desde los límites con Syn·nvallen, hogar de los albos, hasta las mismísimas puertas de Calanas. Habían adelantado a los akhemennios, y unos momentos era lo único que los separaba de la amenazada Chaion.
Unos momentos… y un puente. No tenía nombre, al menos Bernard no lo conocía. Era de madera recia, de troncos bien apuntalados y encordados con resistente soga. Sin duda, distaba mucho de el esplendor de un puente de piedra de manufactura talamh, pero cumplía a la perfección su tarea, salvar el ancho Brear, un río que bajaba caudaloso en aquella época. El puente era el único modo de cruzar el río por aquella zona, cualquier otra ruta obligaba a dar un enorme rodeo, tanto al oeste como al este.
Doblaron a su izquierda dejando la amplia calzada, y tras una hondonada casi podía decirse que les salió al paso la humilde Chaion. Humilde, sí, y sencilla, un grupo de casitas cada una con su tierra de cultivo, una diminuta herrería —que también hacía las veces de curtiduría y carpintería—, y un molino casi en el centro del poblado. La localidad se abrió animada a los ojos de los paladines, a pesar de sus pocos habitantes: las mujeres acarreaban agua en vasijas desde el pozo común, y con ellas iban los más pequeños; los hijos mayores ya trabajaban con sus padres en los campos o los comercios familiares. Todos eran ajenos al desastre que se les venía encima.
La llegada de los dos Caballeros del Fénix levantó un enorme revuelo. No hubo quien no dejara sus tareas para escudriñar a qué se debía una visita tan novedosa.
—¡Quiero hablar con el alcalde! —gritó Bernard— ¡Rápido, es urgente!
El reclamado, un hombre enjuto y encorvado por una agotadora vida de arduos trabajos, llegó al trote, y con él todos los vecinos.
—Mi señor paladín… —saludó el alcalde, pero Bernard lo cortó al instante.
—Escucha, buen hombre. No tenemos tiempo para nimiedades. Seré directo, pues. Corréis un grave peligro, que a duras penas mi compañero y yo hemos advertido. Casi siguiendo nuestros pasos viene una patrulla de criaturas del enemigo de Antala. Monstruosos akhemennios se encaminan hacia aquí con ánimo de arrasarlo todo.
Exclamaciones de sorpresa primero, y luego de profundo terror: alaridos, llantos…
—¡Serenaos, por Solamnish! —gritó ahora Finn, aunque su voz aguda no ayudó mucho.
—Señores Caballeros… ¿qué haremos? —balbuceó el alcalde.
—Huir a Calanas, sin más dilación —respondió Bernard—. Tomad a vuestras esposas e hijos, y no carguéis más que con las provisiones necesarias para el viaje. Si tenéis caballos, llevadlos con vosotros, y que al menos uno se adelante y advierta a las poblaciones de alrededor. Cuando lleguéis a la Ciudad de la Luz, informad a las autoridades. ¡Vamos, no os entretengáis!
El alcalde comenzó a impartir sus instrucciones. Y como el miedo es el más poderoso de los alicientes, la gente se movilizó con premura. Pero Finn se dirigió a su compañero, con el rostro serio.
—No lograrán llegar —dijo, en susurros—. Míralos, van con sus ancianos y sus niños, los akhemennios los atraparán antes de que pierdan de vista el poblado.
Señaló a sus espaldas, por donde ambos habían llegado a Chaion. Bernard asintió al ver lo que Finn le indicaba: una nube de polvo en la lejanía.
El enemigo se acercaba.
—Sí, tienes razón. Esta gente está condenada…
Permaneció un momento en suspenso, y luego retomó el hilo de sus palabras.
—…a no ser que les demos el tiempo que precisan.
Finn parpadeó, desconcertado.
—¿Y qué podemos hacer nosotros?
Bernard sonrió.
—El puente.



(concluirá en el próximo post)



______________


Notas:



[i] Caudillo que durante la Segunda Guerra del Destino enfrentó con sus fuerzas a los pueblos formados por la Unión —antalianos, albos, druidas y talamh—. Su finalidad era devolver al mundo a su señor, Bàlaggor, Dios del Olvido. En su día, el Paladín Sombrío fue un orgulloso Caballero del Fénix que se dejó corromper.
[ii] Los akhemennios son una raza de hombres nacida de la impía voluntad del Paladín Sombrío. Mediante la alquimia, éste cruzó a los primitivos phomhor con la sangre de los perfectos albos hasta crear una raza cruel pero manejable. Aunque algunos de sus enemigos los ven como demonios, no lo son. Son hombres.


__________


Ilustraciones creadas con HeroMachine 2.5

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"