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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

jueves, 9 de octubre de 2008

La Ciudad de los Monstruos (V)

______________

Me despierta un terrible ardor, una volcánica fiebre cuyo origen no está en mí mismo. Abro los ojos, y aún medio obnubilado, me creo en el mismísimo infierno. Enormes llamas me rodean, abrasadoras, ampollan mi piel.
El muy hijo puta del troll ha incendiado el apartamento de Ellen, todavía puedo oler la gasolina. La maldita búsqueda de su hija conseguirá que Stockell no sólo acabe conmigo, sino con todo inquilino de aquel bloque.
Pero nada de eso me importa en estos momentos. Sólo cuenta la pura supervivencia, el escapar a una muerte segura para encontrar a Ellen, para salvarla del verdadero monstruo. Sin apenas fuerzas, más espoleado por la voluntad y el juicioso instinto de resistencia humano, me arrastro hacia la ventana, el único punto al que aún no han alcanzado las llamas, aparte de mí mismo. Y puedo darme con un canto en los dientes por haber estado inconsciente y tumbado. De otro modo, el humo que ahora se condensaba a no muchos centímetros de mi cabeza me habría asfixiado sin remedio.
Llego al alfeizar de la ventana, y cuando al fin he reunido las energías para dejarme caer por la escalera de incendios- que término más adecuado para las circunstancias-, un fogonazo me golpea en la espalda. Huelo a piel quemada, el dolor se propaga por todas mis terminaciones nerviosas. Completamente irracional, salto al vacío, gritando, pidiéndole a como se llame el jodido cabrón que maneja los hilos que todo termine ya mismo.
Pero aquel no es el final, cosa que sin duda agradeceré, en cuanto deje de sentir los latigazos de dolor de la piel quemada en mi espalda y el golpe contra el colchón mugriento y apestoso de un sin techo. De nuevo puedo dar gracias a que Ellen viva en un primer piso, pues de otro modo ahora no sería más que un cadáver sobre un charco de sangre.
Supongo que me he desmayado, porque me veo de repente en la habitación de un hospital, sobre una cama pero con no sé qué mierda de acople que evita que mi despellejada espalda entre en contacto con el colchón. Le doy al pulsador que hay a la altura de mi mano y al instante aparece una enfermera, que me cuenta qué demonios ha pasado. Por lo visto, los bomberos me encontraron tirado en el callejón, inconsciente y desnudo, durante las tareas de extinción del incendio en el edificio, hacía unas doce horas. Se habían visto en la tesitura de tener que desalojar todo el bloque de apartamentos, pero por suerte, y según le dijeron a la enfermera, no hubo nada más allá de alguna inhalación de humo excesiva pero no letal.
Nada de eso me tranquiliza. Me han sedado para calmar los estragos de las quemaduras, pero hacen falta muchas más drogas para que deje de pensar en lo único que a aquellas alturas me importa. Y a pesar de todo una parte de mí está tranquila. Sé que, al menos en su integridad física, Ellen está a salvo. Su padre la necesita entera, no la dañará.
La pregunta es de cuanto tiempo dispongo.
***
Escabullirme del hospital sin que nadie lo advierta es tarea relativamente sencilla. Luego de un par de días, mis heridas han sanado lo suficiente para que mi conciencia no me deje permanecer una hora más en aquella aséptica habitación. La preocupación puede más que el dolor… y quizás también más que la prudencia.
Busco un teléfono público y hago una llamada, no necesito más. Tengo claro desde el principio que no puedo salvar a Ellen yo sólo, que ni siquiera este odioso monstruo, que grita en mi interior pidiendo sangre, es lo bastante fuerte para enfrentarse, y vencer, a todo el maldito ejército de matones y guardias de gatillo fácil que sin duda Stockell tendrá apostados en su mansión.
Pero no me importa. Conozco a la gente adecuada para que me echen un cable.
-Reúne a los Chicos, Benett- le digo a la voz carrasposa que me contesta al otro lado del hilo telefónico-. Vamos a salir de marcha.
Una hora más tarde me encuentro con mis “mercenarios” en el reservado de un garito del Barrio Holandés. Han venido todos, como esperaba. Sabía que no me fallarían, me han demostrado su lealtad muchas veces en el pasado, incluso a pesar de que normalmente ellos estaban a un lado de la ley y yo, supuestamente, al otro. Sí, debe parecer extraño y traicionero que un poli tuviera tratos con delincuentes, pero en mis días de poli- supongo que no habrán cambiado mucho las cosas en ese aspecto- resultaba más plausible confiar en ladrones y estafadores que en tus compañeros de profesión. Y puedo decir con cierto orgullo que gracias a mi influencia esta gente dejó de nadar entre la mierda para sólo adentrarse en ella y tratar de limpiarla. A cambio de evitar la cárcel, los Chicos- como yo los llamaba-, me ayudaron a detener a docenas de asesinos gracias a sus contactos y sus habilidades.
Benett, el tipo flaco de rostro picado por la viruela, fue mi principal soplón. Este tipo insidioso y que siempre tiene un comentario hiriente para cada situación puede decirse que raya la clarividencia. Lo sabe todo, cada maldito chanchullo de la ciudad, y si no está enterado apenas necesita descolgar el teléfono y en lo que cualquiera tarda en tomarse un café ya ha averiguado qué ha desayunado el tipo al que buscas. Apenas unos minutos después de llamarle ya sabe que mañana por la noche se va a hacer oficial el compromiso entre Ellen y el hijo de El Santo, el más poderoso de los jefes mafiosos de la ciudad. Stockell, por lo visto, no quiere perder tiempo.
Benett es, además, quien organiza todos los cotarros, quien prepara la logística. Tiene contactos en cualquier lugar de la ciudad que se pueda imaginar, gente que le debe favores incluso en las altas esferas. Puede resultar increíble que un tipo como Benett, que sabe tanto de gente de la que es mejor no saber nada, siga vivo. Pero es precisamente gracias a cuanto tiene en su cabecita por lo que no lo han acribillado a balazos. Todo el mundo sabe que Benett es un hombre que se cubre las espaldas. Si muriera, automáticamente al día siguiente la ciudad se vería inundada, vía internet, con los secretos de cada chorizo, jerifalte de la mafia o político de dudosa reputación. Seguramente es el hombre más a salvo del mundo. Nadie apretaría un gatillo para matarle, pero en cambio todos se la jugarían por salvarle, por la cuenta que les trae.
Él, en cambio, sólo se la jugaría por una persona. Yo.
Sé que jamás me traicionará. Salvé a su hermana de ser asesinada por un demente psicópata que se pirraba por las jóvenes madres solteras que iban a recoger a sus hijos a la escuela. Desde entonces, Benett se siente en deuda conmigo. Para él, su hermana- la cual es una chica legal, fuera de aquel mundillo de suspicacias y asuntos turbios- es como un tesoro que debe proteger y mantener alejado de la corrupción a toda costa. Es la única persona del mundo que le importa, junto con su sobrino y yo mismo.
Junto a él veo al resto de los Chicos: Grild, por aspecto el típico joven empollón de biblioteca, pero en realidad un experto en explosivos, capaz de hacer estallar una cerradura con C-4 y que nadie se entere. Tuvo suerte de que fuese yo quien lo pillara antes de hacer volar en pedazos el club donde se reunían los abusones que le apaleaban todos los días en el instituto; Michell podría pasar por un anarquista revolucionario violento, con sus pintas descuidadas y sus decenas de piercings y tatuajes. Y de verdad era un anarquista, y un revolucionario… pero no violento, no al menos físicamente. Su especialidad era la informática, el muy cabrón pirateó dos veces la base de datos del FBI, desviando cuantiosos fondos a organizaciones como Greenpeace y Amnistía Internacional. Una jugada tan vieja como lo son los ordenadores. La diferencia con el resto de hackers que lo han intentado es que a Michel aún no lo han pillado, y no creo que jamás lo hagan, es demasiado bueno. Benett fue quien me lo consiguió para un caso, y desde entonces hemos trabajado juntos muchas veces; como con Sally, la aparentemente escuálida Sally Gonzáles. Nadie diría que aquella mujer muda es capaz de partirle el cuello a un hombre con una patada. Participaba en peleas callejeras de kapoeira, ilegales, por supuesto, hasta que la detuvieron. Gracias a las triquiñuelas de Benett, la saqué de la cárcel a cambio de que me ayudara a introducirme en el deprimido ambiente de Rockets Hills, la zona dominada por los clanes de origen hispano, durante la investigación de un caso.
Y por último estaba Matt. Resulta complicado describir a un hombre que incluso cuando sale al supermercado va armado hasta los dientes. En sendas sobaqueras porta otras tantas pistolas; en la espalda lleva siempre sujeta una metralleta Uci, una ristra de cuchillos debajo del jersey y varias granadas a resguardo en la parte interior de su gabardina, camufladas, por supuesto. El tío, de más o menos mi edad, fue soldado en la primera guerra del Golfo Pérsico. En aquellos días se le fue la olla, hasta el punto que hoy por hoy es un lunático que cree que en cualquier momento el país va a ser invadido, un día por los rusos, otro por Bin Laden. ¿Qué por qué motivo lo tengo en tan alta estima? Sencillo. Me salvó la vida en un oscuro callejón. La M-16 que portaba se cargó a media banda de los Adoradores de Satán que iban a por mí. Hubiese sido lo correcto que yo, un poli, lo detuviera, pero no me vi con valor tras salvarme el pellejo. En lugar de eso, lo “recluté” extraoficialmente, aunque siempre bajo la premisa de que no podía matar a nadie, o le llevaría al trullo. Sé que le costó mucho complacer esa exigencia, pero lo hizo.
Entre varias cervezas, les cuento mi plan. Nadie pone una pega, de hecho se les ve impacientes, ilusionados con volver a reunirse tras tantos años. Ni siquiera la idea de que vamos a enfrentarnos al hombre con más poder de la ciudad parece desagradarles.
-Oh, tío, cómo voy a disfrutar cargándome a ese mamón corrupto de Stockell- dice Michell, al tiempo que se frota las manos.
-¿Estás seguro de esto, Gregg?- me pregunta Benett, no con ademanes de ir a rajarse, pero sí más consciente que el resto de la envergadura de mi petición- Como ya te he dicho que he descubierto, allí van a estar todos los socios de Stockell, la flor y nata de la mafia. Esta movida es muy gorda, vamos a cargarnos a un congresista, y todo por una chiquilla de la que te has encaprichado. Incluso yo tendré dificultades para escondernos, una vez acabemos. Eso si salimos con vida.
-De lo único que estoy seguro es de que voy a hacerlo- le respondo-. Pero no voy a obligar a nadie a que me siga. Os pido ayuda, pero comprenderé y respetaré si preferís no meteros en este jaleo. De hecho, sería lo más recomendable para vuestros cuellos.
-Déjate de tonterías, Gregg- se ríe Grild-. Sabes que no vamos a darte la espalda, amigo. Además… ¿qué mejor público para uno de mis fuegos artificiales que todos los jefes de la mafia local? ¡Saldré en las noticias! ¡Voy a ser famoso!
Sally asintió para hacerme ver que también ella se unía a la fiesta. La confirmación de Matt, por otra parte innecesaria, vino en forma de suposición.
-Bueno, Gregg, imagino que sin muertes, como siempre- me dice.
Y entonces se lleva la sorpresa de su vida. El monstruo que hay en mí sonríe maliciosamente.
-Esta vez puedes desmelenarte, amigo. Yo voy a hacerlo.
***
Ahí está, la mansión Stockell, a un par de kilómetros de la ciudad, en pleno bosque. Debo reconocer que el hijo puta tiene buen gusto, un rasgo bastante común en todos estos capullos megalómanos que se creen por encima del resto. Aquí se esconde, como la rata que es. Se cree a salvo tras las verjas electrificadas, al amparo de su legión de guardas armados con rifles automáticos de asalto, que pululan incluso por los tejados del edificio principal. Este es su refugio, su castillo inexpugnable, donde hace y deshace sus negocios sucios, donde decide sobre el destino de otros. Aquí vienen sus socios, aquí se sienten seguros. De hecho, la sucesión de limusinas en la entrada me dan a entender que Benett, como era de esperar, no erraba: esta noche tiene montado la madre de todas las parrandas. Una subasta. Ese maldito hijo de puta va a vender al mejor postor a su propia hija.
Pero se ha olvidado de invitar a un monstruo.
El plan, de momento, ha salido a pedir de boca. A Benett no le supuso mucho esfuerzo enterarse del nombre de la empresa de suministros encargada de transportar los víveres para la comilona organizada por Stockell. Luego de eso, secuestrar una de las furgonetas de reparto y poner al mismo Benett como chofer fue coser y cantar.
En cuanto llegamos a lo que puede considerarse una distancia casi peligrosa de la mansión, ponemos en marcha la siguiente fase. Unos arneses adecuados me sirven para anclarme a la parte de debajo de la furgoneta, con lo que logro pasar oculto. Por fortuna, el cacharro es lo suficientemente alto para no despellejarme mi maltrecha espalda otra vez. Sonrío cuando Benett logra la autorización de los guardias para pasar la entrada. Hace bien su papel, podría ser actor. Cuando está a punto de llegar a la parte trasera del edificio que hace las veces de cocina, simula un oportuno alto para preguntar a un guardia cercano donde debía descargar. Tal y como habíamos acordado, me da con esa jugada la oportunidad de descolgarme, rodar por el suelo y esconderme tras dos frondosos setos, en donde espero pacientemente durante casi media hora.
Y entonces, con Benett fuera ya de la zona, entra en acción la magia de Michell. Dijo que podría hacerlo y vaya si lo hace. Los muchos focos y luces que alumbraban la mansión parpadean una sola vez y luego se apagan, al unísono. No sé cómo demonios lo ha hecho ese condenado hacker, pero ha logrado colarse en el sistema informático que controla el suministro de energía de la ciudad y anular la línea que alumbra la mansión Stockell. Y apuesto que lo hacía al mismo tiempo que se comía un bollo. Como si lo viera.
Sea como sea, es la señal de que comienza la movida. Me deslizo aprovechándome de las sombras hasta la zona donde se hallan aparcadas todas las limusinas de los capos. El revuelo es considerable, pero logro deslizarme por debajo de los vehículos y pegar unos cuantos de los juguetitos de Grild. Juguetitos de esos que hacen “bum”, se entiende. Me alejo lo suficiente y, con sonrisa de satisfacción, le doy al detonador.
El monstruo comienza a disfrutar.
Las cargas de C-4 estallan, formando el caos que tanto preciso. Mueren unos cuantos guardias cercanos a la explosión, pero no serán los últimos. Aprovechando la confusión reinante, un sigiloso francotirador escondido en la copa de un árbol, a doscientos metros de la mansión, hace su parte. El silenciador y el estruendo de las explosiones convierten los disparos de Matt en simples suspiros inaudibles. Caen, sin que nadie lo advierta, todos los guardias que vigilaban desde los tejados. Menos ojos para descubrirme.
Y ahora, la parte chunga. Eso es cosa mía. Mía y del monstruo. Lo siento rebullir en mi interior, como la bestia que es. Quiere salir, desea salir, y yo necesito que salga. ¡Ya basta entonces de contenerse! ¡Dejémosle pues libre!
Es mi momento, Stockell. Seguro que no te lo esperabas. ¿Cómo ibas a imaginar que hubiera alguien tan loco como para tratar de colarse en el lugar más impenetrable de la ciudad? No importa de cuantos ojos dispongas, Stockell, no lograrás detener a la bestia. No importa cuanto poder tengas, ni lo que me ocurra a mí. Hoy el monstruo saldrá de caza después de mucho tiempo encerrado en lo más hondo de mi ser, y no me imagino una mejor presa que el cabrón que jodió mi vida, y que ahora trata de jodérmela de nuevo. Te crees a salvo, pero todas tus costosas alarmas y tus gorilas no han conseguido detener al monstruo. Es más, te has dejado acorralar, y lo mejor de todo es que comienzas a intuirlo.
El monstruo va a por ti y no hay nada ni nadie que pueda salvarte.
Mantengo el sigilo tanto como puedo, escabulléndome entre las sombras, esquivando a los pocos guardias que aún permanecen en sus posiciones, despachando con la fría y suave hoja del machete a aquellos que no hay forma de evadir. Gracias al micrófono direccional que Benett consiguió sé donde tengo que buscar, oigo los gritos de desconcierto de las ratas apiñadas en el nido. Trepo por la pared trasera del edificio principal, me dirijo a la sala donde todos los socios mafiosos de Stockell, él mismo y Ellen, se hallan reunidos. Un maldito nido de víboras, sus guardaespaldas personales y sus armas.
Todo un suicidio.
Llego hasta el pasillo que da a la sala. Y aquí surge la pregunta. ¿Cómo se hace para entrar en un lugar en el que te esperan más de veinte tíos armados hasta los dientes?
Sólo hay una manera.
Llamando a la puerta.

3 comentarios:

Víctor Morata Cortado dijo...

Vaya, tío. Estoy va muy bien encaminado, Javi. Sin perder la tónica del género. Hubo un momento, cuando llegaron a las puertas de la mansión, que me hizo recordar a Toni Montana en el Precio del Poder. Esa sensación de tenerlo todo justo en el momento en que estás a punto de perderlo. Luego, lo del grupo, me pareció que agregaba más dinamismo a la historia. Por lo visto, el prota no estaba tan sólo cómo parecía al principio. Bueno, esperaré la sexta parte. Sigue así. Un abrazo.

Ana Vázquez dijo...

Me encantó el final, dice mucho del personaje. Al añadir más personajes las cosas cambian, está interesante. Un besito, espero a por la siguiente parte. Cuídate!

4nigami dijo...

¡Jajajaja! Mira que me moló la respuesta a la pregunta "¿Cómo se hace para entrar en un lugar en el que te esperan más de veinte tíos armados hasta los dientes?" xDD

Me encantó la introducción de los personajes, el cómo es cada uno y el por qué están todos junto a Gregg =)

Ya tengo ganas de la VI (igual que tenía ganas de la V, la IV, la II y la II =P).

Siento haber tardado en firmar (ohhhh! No fui la primera esta vez), pero es que entre las clases y algunos problemillas personales apenas tengo tiempo a conectarme y a pasarme por aquí (de hecho ahora es porque estoy en el aula de internet de la uni, que sino...)

En fin, que como siempre un 10 ;)

¡Besazos cielo!

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"