TIERRA DE BARDOS, CIERRA.
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Alcander, de Luisa Fernández

Ya está aquí... Legados

domingo, 11 de mayo de 2008

La encantadora de dragones III

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A algunos podría parecerle arrogancia, pero Arghan no alardeaba un ápice cuando ofrecía sus servicios al señor feudal de turno, o al obispo correspondiente, presentándose como el mejor caza-dragones de todo el mundo conocido. Surcado el rostro de mil y una cicatrices y varias arrugas, su aspecto se veía duro, rocalloso, y por supuesto intimidante, daba la razón a sus palabras. Pero ante cualquier aparente bravuconada, bastaba con observar atentamente la indumentaria del cazador: su coraza y los brazales estaban confeccionados con duras escamas de dragón, y de su cuello pendía un colgante con numerosos colmillos de una de sus más jóvenes presas, apenas una cría; de la misma procedencia era su casco, que en tiempos fue el cráneo de uno de tales dragones jóvenes.
Sin embargo, su más preciada posesión, y la más imponente, era sin duda su espada. No existía ninguna igual en el mundo, que el propio Arghan supiera. El herrero que la confeccionó creyó enloquecer cuando el cazador puso en sus manos el largo hueso de la pata de la más complicada de sus víctimas, una hembra de tono caoba que a punto estuvo de matarle. Pero Arghan sabía bien lo que quería, sus instrucciones fueron claras, y la bolsa de dinero todo aliciente que necesitó el herrero para acometer su mejor trabajo. De aquel férreo hueso logró forjar una tizona fuerte como ninguna, la Espada de Hueso de Dragón, más dura que el acero, pues era capaz de cortar éste sin oposición. Huelga decir que el herrero fue el primero en probarla. Arghan no deseaba que nadie más pudiera, algún día, blandir un arma similar.
Y era el mejor caza-dragones porque llevaba toda una vida haciendo aquel trabajo. Su primer dragón no fue más que una cría, cuando él no era mucho más que un muchacho, y desde entonces habían pasado más de treinta años. En todo ese tiempo, Arghan había matado veinte bestias, auspiciado por las creencias impartidas por la Iglesia de Nuestro Señor Dios. La Fe dictaba claramente que los dragones eran una más de las manifestaciones del mal, y recompensaba generosamente a los valientes caballeros que, emulando a San Jorge, libraban al mundo de semejantes aberraciones demoníacas.
A Arghan, sin embargo, le importaban bien poco las pláticas religiosas de los párrocos. Él sólo buscaba dos cosas. Oro ya poseía en abundancia. Ahora sólo deseaba pasar a la historia como aquel que exterminara al último de los dragones.
Arghan apuró la pinta de cerveza que el tabernero había puesto frente a él. A su lado, sus “socios” en el negocio hacían tres cuartos de lo mismo. Hubo un tiempo en que no necesitó ayuda, pero cierto era que los tiempos habían cambiado. En aquellos días eran pocos los cazadores de dragones, y grande la cantidad de tales bestias. Él fue uno de los primeros, y sin duda el único superviviente de aquellos primigenios mercenarios, pero ahora había mil y un imitadores. Para más colmo, ya pocos eran los dragones que quedaban con vida, y era complicado dar con alguno. Sabedores de cuan codiciados eran sus huesos y sus corazones, los reptiles se escondían como las lagartijas rastreras que eran- al menos para Arghan- en cuevas y regiones boscosas de difícil acceso.
Siendo así, y muy a su pesar, el experimentado cazador se vio en la obligación de contratar toda una red de ayudantes. Contaba con ojos en todas las aldeas de la región, y con él viajaban los cuatro mercenarios más preparados que había logrado encontrar durante aquellos últimos años: Jillen, enjuto como una caña pero ágil y sigiloso como los elfos de las leyendas; Borioch, rastrero y palurdo gigantón, pesado y lento, sin embargo con una fuerza que podía rivalizar con la de un oso; Agon, el más hábil de los tramperos que Arghan había conocido, y que llevaba con él más tiempo que nadie; y por último, Brujo, llamado así por su sapiencia con los venenos y, se rumoreaba, con el odioso arte de la nigromancia.
-Bien, patrón- dijo Borioch, luego de un sonoro eructo al que sin embargo nadie prestó atención-. Respóndeme a algo. Si sabíamos que iban a acudir… ¿Por qué no nos quedamos a sorprenderles en la cueva? Podríamos haberles tendido una emboscada.
Arghan levantó su jarra para que el posadero advirtiera que debía traer otra pinta.
-Explícaselo tú a este idiota, Agon. No quiero gastar saliva- dijo el cazador.
-Ciertamente eres un estúpido, Borioch- el grandullón puso gesto airado, pero si algo sabía con certeza era quienes eran sus superiores en las armas, y Agon era uno de ellos. Podía abrirle la garganta antes de que advirtiera que sostenía una daga-. El patrón lleva años tras esa extraña pareja, si hubiese sido tan fácil como utilizar la fuerza bruta hace tiempo que los habría abatido.
-Y no sería tan gratificante su captura- apuntó Brujo, que comprendía bien las motivaciones de quien le pagaba, pues era hábil en leer a las personas.
-Cierto- volvió a decir Agon-. A esos dos no se les puede sorprender como a los otros. Son especiales. Puede decirse que son casi un solo ser.
Borioch movió la cabeza. Obviamente no entendía nada.
-Bah, para mí sólo es una estúpida chiquilla con su mascota- y se rió bien alto, pues era de carácter escandaloso cuando no estaba de caza, y siempre arrogante.
-Cree así- intervino entonces Arghan-, y tú serás el primero en caer ante ella, si se presenta el combate.
El grandullón gruñó, pero no osó replicar al cazador.
-Y dime, Arghan… ¿cómo has planeado su caída?- preguntó Jillen.
El cazador de dragones sonrió, mientras tomaba la nueva jarra de cerveza.
-Su unión es su fuerza, así que volveremos eso en nuestro provecho- dijo.
Todos excepto Borioch, que seguía sin comprender, asintieron.
-Los separaremos.
***
Ni el más locuaz de los juglares poseería palabras adecuadas para describir las sensaciones que siempre experimentaba Phiore en momentos como aquellos. Volar a lomos de un dragón era sin duda una experiencia única, comúnmente inalcanzable para cualquier ser humano. Incluso la muchacha, que había montado en Zallan desde que el dragón había aprendido a volar, seguía maravillándose con el rozar del viento en su rostro, y la humedad de las nubes que se adhería a su blanquecino rostro cada vez que su hermano se adentraba en algún banco; el mundo se veía muy abajo, diminuto e insignificante, e incapaz de provocarles un solo disgusto; los caminos eran meras surcos en la superficie, y los campos, colinas y promontorios meras cicatrices. Era en tales momentos cuando la muchacha se sentía más libre que nunca, más cerca de la perfección que nunca… más dragón que nunca.
Gracias al extraordinario olfato de Zallan, acrecentado más allá de lo común en cualquier dragón, Phiore y su hermano lograron encontrar el rastro de los asesinos de Schervilla, a pesar de las distancias. Eso les llevó a recorrer buena parte de la región, desde el sur hacia el norte, hasta que el rastro los atrajo a tierras que hacía meses por las que no transitaban.
-El olor no llega más allá de Beniam- le dijo Zallan a la joven.
-Lo sé. Eso quiere decir que están o en la ciudad o en los alrededores- fue la escueta respuesta de Phiore.
El dragón no tenía que mirarla directamente para saber qué gesto dibujaba en aquellos momentos: resignación, porque Phiore, como cualquier dragón verdadero, no gustaba de la cercanía de los humanos. Pero por encima de todo ello, sabía que en esos instantes estaba esgrimiendo una media sonrisa. La palabra Beniam era siempre un revulsivo en su ánimo.
-¿Contactarás con él?- preguntó el dragón.
-Si tengo que entrar en la ciudad, me vendrá bien su ayuda- dijo ella.
-No me fío- balbuceó Zallan.
Phiore, sentada en la silla especial que le permitía cabalgar sobre el dragón cómodamente, acarició el lomo de su hermano.
-Nunca nos ha fallado en el pasado. Fue él quien nos construyó esta silla, mucho más resistente y cómoda que cualquier otra de las que confeccioné yo antes. Y me salvó la vida, no lo olvides.
-Y luego tú saldaste la cuenta salvándole a él, así que no comprendo qué le debes- gruñó el dragón.
Nada, quiso decir Phiore, pero las palabras quedaron en su mente.
Beniam, en la región conocida como Valle de Allbhaydda, era, luego de Onnttenienn y junto a la población que daba nombre a aquellas tierras, la ciudad más importante por aquellos lugares. En realidad, era excesivo llamarlo ciudad, más bien podía decirse que era un poblado de tamaño medio. Pero la empalizada que rodeaba la urbe le otorgaba, además de una protección evidente ante bestias y cuadrillas de bandidos, un cierto estatus. La ciudad, en la que por entonces debían habitar un par de miles de individuos, estaba situada en un verdadero valle de barrancos cortados y bancales ondulados; bordeando la cara oeste de la empalizada culebreaba un río que, en tiempos de esta historia, aún rebosaba de caudal y peces.
Tomaron tierra en una zona arbolada, el Bosque de Pinos, justo al lado del río pero a cierta distancia del poblado, escondida por una loma baja, con la intención de no ser detectados. Obviamente Zallan no podía acercarse a ninguna población sin armar un revuelo extraordinario y poner sobre aviso a todos los cazadores de dragones del Reino. Quedaba claro entonces que debía esperar en las cercanías, mientras Phiore indagaba en la ciudad.
-No me gusta que nos separemos- rezongó una vez más Zallan-. Ambos somos más débiles así.
-Lo sé, hermano, tampoco a mí me agrada la idea, pero no tenemos elección. Con el rastro perdido, necesitamos información y ayuda para indagar- respondió la muchacha. Además, no tardaré más que unas horas. Si esos asesinos están en la ciudad, les atraeré hasta aquí. Esta vez serán ellos los emboscados.
Zallan no dijo nada, sencillamente arrimó su angulosa cabeza y con una suavidad imposible de imaginar en una criatura tan titánica, acarició a su hermana. La joven, como siempre enternecida, besó la frente del dragón.
-No pasará nada, hermano.
-Ve con cuidado.


Continuará

Narración radiofónica de mi relato "Como hadas guerreras"